Traducción Héctor V. Morel
Karl Kerényi (1897-1973), miembro de las Conferencias Eranos y de la Bollingen Foundation, publicó libros sobre Asklepios, Prometeo, Dionisos, Eleusis y Zeus y Hera (Bollingen Series, Princeton University Press).
Alumno de Walter Otto en 1929, dio cursillos sobre Historia de las Religiones Antiguas y fue profesor de Filología Clásica en la Universidad de Budapest.
Otras obras suyas son The Heroes of the Greeks, 1959 y Hermes, Guide of Souls, conferencia pronunciada en Eranos en 1942 y puesta por escrito como libro un año después (6ª ed. en inglés: Spring Publications, Woodstock, CT 1996).
I
LA «IDEA DE HERMES»
La pregunta que estamos procurando responder, expresada muy sencillamente, es esta: «¿Cuál era el aspecto de Hermes para los griegos?» No estamos formulando esta pregunta a fin de obtener la contestación más simple: «Un dios». Esto nada les diría a la mayoría, o en el mejor de los casos, les diría algo sumamente cuestionable. Al formular la pregunta como lo hemos hecho, solamente estamos suponiendo que el nombre Hermes corresponde a algo, a una realidad, al menos a una realidad del alma, pero posiblemente a una realidad cuyas implicaciones sean más inclusivas. De este modo, la pregunta no se torna totalmente ahistórica, sino que, al mismo tiempo, tampoco sigue siendo netamente histórica. Debemos reconocer el hecho histórico de que, para los griegos, su dios Hermes no era algo meramente inexistente, como lo es para el hombre contemporáneo; tampoco era una fuerza carente de forma. Era algo muy exacto y, al menos desde la época de Homero, poseía una personalidad claramente delineada. Aunque, como persona, jamás exhibió lo arbitrario de un mero poder; siempre estuvo mucho más contenido por la definición de su propio significado inherente. Nuestra tarea, como historiadores, es la de representar este Hermes en su totalidad irreductible y sumamente personal.
Sin embargo, lo que indagamos trasciende las preguntas históricas si procuramos re-descubrir la realidad del nombre griego Hermes en el plano de la realidad intemporal que no es condicionada por la historia. Por supuesto, las apariencias superficiales de las epifanías de los dioses son condicionadas por el tiempo y el lugar. Pero ninguna deidad puede reducirse completamente al color de la piel, al peinado, a las vestiduras y otros atributos sin que quede algo. Esta parte «que queda» es precisamente lo que estamos buscando. Es evidente que, para encontrarlo, debemos apoyarnos en los resultados de los estudios históricos, pero también en más que un conocimiento científico de la principal mitología.
En estrecha conexión con la primera pregunta (¿Cuál era el aspecto de Hermes para los griegos?), hay una segunda pregunta: para los griegos, ¿cuál podría ser precisamente su aspecto como dios? Por el momento no nos ocuparemos de esta pregunta, aunque no debamos olvidarla por completo. Es necesario que la expresemos con suma seriedad si creemos haber encontrado al «Hermes» original en algo material e inferior. Es precisamente esta omisión la que hace de la mayoría de las hipótesis sobre los orígenes nada más que meras conjeturas para nada científicas. Sin embargo, deberíamos presumir que ese «algo» que constituye la realidad de un dios, debe corresponder necesariamente a algo sublime, y que, de acuerdo con nuestros conceptos –basados precisamente en las más recientes concepciones de los dioses griegos– es inherente a la idea helénica de dios. De otro modo, caeremos en el error de Walter F. Otto (1) gran estudioso de la religión griega quien, en las más brillantes páginas escritas por él, describe a Hermes como una deidad cuya idea es evidente para nosotros, y al mismo tiempo lo separa de los aspectos primitivos de su configuración –aspectos que los mismos griegos nunca consideraron incompatibles con su Divinidad.
«Sea lo que fuere que hayan pensado de Hermes en tiempos primitivos», leemos al concluir Otto su soberbio retrato de Hermes, «otrora debe haber cautivado la mirada como un brillante destello proveniente de los abismos, viendo a un mundo en el dios, y al dios en todo el mundo. Este es el origen de la figura de Hermes, que Homero reconoció y a la que posteriores generaciones adhirieron». Se supone que un mundo de Hermes había sido revelado a los griegos –tal vez durante el sublime período cuya forma de expresión más excelsa, y posiblemente también la última, fue la epopeya homérica–, un reino y un dominio que tienen lugar entre los otros dominios del mundo-como-una-totalidad, pero formando, por derecho propio, una totalidad unificada: «el reino cuya imagen divina es Hermes». Una lógica específica caracteriza y mantiene unido a este reino: «Es un mundo en el sentido total, que Hermes anima y gobierna, un mundo completo, y no sólo algún fragmento de la suma total de la existencia. Todas las cosas pertenecen a ese mundo, pero se presentan con una luz distinta que en los reinos de los otros dioses. Lo que ocurre en él es como si proviniera del cielo y no implica obligaciones; lo que se hace en él, es la actuación de un «virtuoso», en el que el goce no entraña responsabilidad. Quien quiera este mundo de triunfos y ganancias y el favor de su dios Hermes, debe aceptar también perder; lo uno no existe nunca sin lo otro». En consecuencia, Hermes es «el espíritu de una forma de la existencia que, bajo diversas condiciones, siempre reaparece y sabe tanto de ganancia como de pérdida y, a la vez, se muestra bondadoso y se complace en el infortunio. Aunque gran parte de esto deba parecer cuestionable desde un punto de vista moral, no obstante ello es una forma de ser que, con sus aspectos cuestionables, pertenece a las imágenes básicas de la realidad viva, y por lo tanto, según el criterio griego, exige reverencia, si no por sus diversas expresiones en total, sí por lo que en su totalidad significa y es en esencia».
Si alguna vez se aclarara esa «imagen básica de la realidad viva» como es este mundo de Hermes, ella no se mantendría unida ni se caracterizaría meramente por su lógica específica, también se habría vuelto lúcida y convincente incluso para nosotros. Por otra parte, esta capacidad iluminadora crea una distancia desde la imagen más primitiva y menos inteligible de Hermes que se nos muestra en la mayoría de las estatuas priápicas, y en las piedras con falos erectos (los «Hermes»), para no mencionar los aspectos titánicos y espectrales de esta deidad. De otra manera podemos de hecho referirnos a Hermes como un «modo de ser» que es, al mismo tiempo, una «idea» y, sobre esta base, proclamar profundas verdades acerca del dios. Su modo es –para citar una vez más la clásica descripción de Otto– «tan singular y tan cabalmente delineado, y se vertebra tan inequívocamente en todo lo que él hace, que sólo hay que advertir esto una sola vez para no tener más dudas de su esencia. En esto reconocemos tanto la unidad de sus acciones como el significado de su imagen. Cuanto él haga o produzca, revela la misma idea, y eso es Hermes».
Lo correcto de estas palabras es tan convincente como lo de las citas anteriores. Sin embargo debemos preguntar: Esta rigurosa adhesión a una idea que aún es plausible para nosotros, a un modo de ser en el mundo que aún podemos experimentar, y por los que, igual que los griegos, consideraríamos a la divinidad, ¿no excluirá desde el principio una parte importante de la imagen de Hermes y del mundo de Hermes? ¿Esto no excluiría precisamente algo «griego» que histórica y significativamente pertenece a Hermes? Por supuesto, éste sería un significado que debería revelársenos como algo nuevo y antiguo a la vez, y también como algo que trasciende nuestra visión histórica y, tal vez, hasta nuestras convicciones filosóficas, porque si hemos de tener éxito en revivir plenamente la imagen del dios, deberemos estar preparados no sólo para lo inmediatamente inteligible, sino también para lo extrañamente misterioso. En verdad, las imágenes de los dioses griegos pueden ser tan reacias a la conceptualización y la lógica que podemos sentirnos tentados, en el curso de nuestra investigación, a citar los famosos versos pronunciados para describir a los seres humanos:
No soy un libro hábilmente redactado,
Soy un dios con sus propias contradicciones…
(Estos dos versos, en los que la palabra «dios» reemplaza a «hombre», corresponden a Huttens letzte Tage, de Conrad Ferdinand Meyer)
II
EL HERMES DE LA ILIADA
Familiaricémonos primero con lo que podemos aprender sobre el Hermes de los poemas de Homero. Con seguridad, sería una precipitada conclusión afirmar que los rasgos de la imagen de Hermes que no se mencionan en la Ilíada, en la Odisea ni en los Himnos Homéricos, fueran desconocidos para el autor de esa obra especial. Debemos preguntar cuál podría haber sido la razón de este silencio relacionado con cada rasgo que falta, pero que aparece en una de las demás fuentes y es suficientemente antiguo. Es muy evidente la razón de por qué nos enteramos más sobre Hermes en la Odisea que en la Ilíada, y más en el Himno que en la Odisea: el mundo heroico de la Ilíada es mucho menos el mundo de Hermes que el del viaje epopéyico, la Odisea, y su mundo es más patente aún en el Himno, no porque el origen de éste sea posterior a las dos grandes epopeyas, sino porque su héroe es el dios mismo.
El mundo de la Ilíada no es el de Hermes. Si existe una figura que domina este mundo y le imprime un sello característico, esa figura es Aquiles, tal como Odiseo domina y caracteriza al de la Odisea. El mundo de la Ilíada recibe su tono esencial de la finalidad del hado que recae sobre su efímero héroe. El criterio de que la vida debe necesaria e íntimamente ocurrir de manera definitiva corresponde al criterio de que la muerte es igualmente final y obedece a esta misma ley: el final es inalterable y con él termina todo. El daimon del hado, correspondiente al héroe, que se genera cuando éste nace –su propio Ker (2) personal– madura en un daimon de la muerte, lamenta estentóreamente su destino y deja detrás la edad viril y la juventud por una existencia exangüe y tenebrosa en la muerte. Es imposible evadirse de esto. La vida es individual: se concreta según leyes innatas que rigen sobre el héroe en cuestión, y su final es su propia muerte particular. El héroe no es engañado ni seducido por un daimon de la muerte con el que no esté familiarizado. La fuerza que lo atrae hacia su muerte se halla originalmente en él; en Patroclo, en Aquiles, en Héctor y en todos los que, por su heroica valentía, sucumben ante ella. En la Ilíada, Hermes no aparece una sola vez para apartar a un alma o asumir el papel de escolta.
La razón es evidente: el campo de acción de Hermes está fuera de este mundo en el que la muerte constituye un irreductible trasfondo como concluyente y excluyente polo opuesto de la vida, que el héroe elige al mismo tiempo que elige su existencia heroica. El hecho de que Hermes no sea en la Ilíada el guía de las almas, no significa necesariamente que no sea el guía de las almas en general, sino solamente, tal vez, que en el mundo de Hermes, la muerte misma tiene un aspecto diferente. Lo que descubrimos en la Ilíada, acerca del mundo y de lo que Hermes hace, se refiere a opciones de la vida, a la disolución de los opuestos fatales, y a las violaciones clandestinas de fronteras y leyes. La muerte puede contemplarse desde el punto de vista de la vida como la conclusión que forzosamente ocurrirá y como la disolución necesaria por medio de su polo opuesto. Sin embargo, la opción más evidente de la existencia –su generación, productividad, fecundidad y multiplicación desbordantes– se presenta como algo que no puede calcularse y es un mero accidente. Es precisamente a esta altura de la Ilíada que nos encontramos con Hermes.
Su amado Forbas es quien agradece a Hermes por sus ricos rebaños (Libro XIV, 490). Hermes era también el amante de Polimele, hija de Filas, a quien visitaba secretamente en su hogar y que le dio un hijo, Eudoro (Libro XIV, página 180 y siguientes). Con estas referencias, el aire cálido de la procreación y la enriquecedora fecundidad flota en la atmósfera de la Ilíada, que de otro modo abruma tanto con la horrible fatalidad. Los nombres de Forbas, Polimele y Eudoro sugieren incluso ricos ganados y franca abundancia.) Hermes se mantiene deliberadamente distante de todo suceso heroico. El lenguaje de la epopeya suele llamarle Argeifontes en lugar de Hermes. Es un nombre que recuerda una hazaña titánica: la muerte de Argos, el de los cien ojos, con una espada curva, la misma que usó Cronos para mutilar al dios del cielo, y que Perseo utilizó para cortar la cabeza de la Medusa.(3) El constante epíteto que acompaña a Argeifontes, diaktoros («guía»), se relaciona con palabras que se refieren a los difuntos y a la riqueza que les toca.(4) En su carácter de akaketa («benigno» y «gracioso») da pruebas de ser un amable dios de la muerte. La mejor traducción de este epíteto es «el indoloro». Hermes ni siquiera toma parte en la batalla de los dioses, en la que la tragedia realmente está ausente.(5) Lo significativo de esto es que no se le asigna un dios sino una diosa, Leto, como su contrincante: ella es la diosa-Madre, quien se parece muchísimo a su hija, Artemisa. Pero Hermes es demasiado astuto como para entablar combate con ella
pues es arduo
pelear con las novias de Zeus,
quien congrega las nubes. No,
con más prontitud puedes hablar libremente entre
los dioses inmortales, y afirmar que fuiste
más fuerte que yo, y vencerme.
(Libro XXI, páginas 498 a 501.)
Elude a Leto con estas palabras. La fama no forma parte, para nada, de su mundo. La habilidad de Hermes, en la Ilíada, es estrictamente la de la evasión más carente de heroísmo. El oficio del mensajero de los dioses, que por lo demás él desempeña, no lo tiene en la Ilíada, y se evita toda alusión a él (6). Tiene su sitial entre los otros dioses, en mérito a su maestría: es el ladrón consumado. A Ares, que estaba encadenado, lo robó de su prisión (Libro V, página 390), y también habría robado el cadáver de Héctor si tan sólo los dioses hubieran estado de acuerdo (Libro XXIV, página 24 y siguientes). Zeus prefiere lo que considera más expeditivo, aunque aún actúa valiéndose de Hermes. Todo el agridulce final del libro, en el que el mundo heroico de la Ilíada exhibe de pronto su impredecible ternura, se halla bajo el signo de Hermes. Zeus le manda ver al anciano Príamo quien, a la sazón, está en camino para recuperar de Aquiles el cadáver de su hijo. No le envía como mensajero –el mensajero de Zeus es Iris en la Ilíada– sino como un guía (pompos), pues es a Hermes a quien gusta asociarse con una persona («Hermes, pues tú, más que todos los demás dioses, eres la más querible compañía del hombre…» Libro XXIV, páginas 334 y 335), para concederle un pedido, y para hacerla invisible. Esto es lo que él hace aquí: primero, se congracia con el anciano y toma la forma de un joven, y después, le guía como lo hace un ladrón. Con su auxilio es posible robar ese cadáver del implacable demonio de la venganza que posee a Aquiles y a todo el campamento griego. Aquiles obedece a Zeus y cede, pero a Hermes se le deja el abrir la puerta para la huida, y lo hace adormeciendo a los guardias.
Este guía juvenilmente apuesto, amigable y ladrón, de calzado mágico de oro que lo transporta por tierra y mar, y con una vara mágica con la que adormece a la gente y la vuelve a despertar, ¿no tiene todas las características y atributos de un guía de las almas que es seductor y letal: el amable psicopompo de monumentos posteriores? La razón de que el poeta no le permita aparecer representando este papel es, como hemos visto, que no coincide con el mundo de la Ilíada. El mundo de la Odisea confirma esta opinión, y también permite que se destaque este aspecto de Hermes.
III
EL HERMES DE LA ODISEA
El último libro de la Odisea comienza con una epifanía de Hermes:
Entretanto, Hermes de Kilene, esgrimiendo la vara dorada
con la que encanta los ojos de los hombres y despierta
a quienes él quiere,
obligó a marcharse a los espíritus de los pretendientes.
Ante una señal suya, todos revolotearon, chillando
como si los murciélagos de una caverna subterránea,
revoloteando todos, y entrecruzándose en la oscuridad,
cayeran y se rompiera la cadena de la que cuelgan en la roca.
El los condujo hacia abajo por rutas húmedas y malsanas, sobre
las grises mareas del océano, frente a playas con Nevados Peñones
del Sueño y por el estrecho del ocaso, en raudo vuelo hacia donde los Muertos habitan
yermos de asfodelos en el extremo del mundo.
La muerte de los pretendientes no fue la terminación triste, aunque armoniosa, de una existencia heroica; el brazo vengador, del esposo que volvió, extinguió sus glotonas vidas de manera inesperadamente súbita. Brutalmente muertos, como si fueran animales, sus vidas quedaron inconclusas (en comparación con la del héroe) con su muerte repentina, segadas precisamente en plena juventud. Quedaron caídos, como estólidos animales, meros cadáveres, como si les hubieran cortado las almas de sus cuerpos. Entonces, Hermes «convocó» a sus almas. Este verbo «convocar» (exekaleitein) podría traducirse también como «conjurar», como se conjuran los espíritus de los difuntos que permanecen en la tumba o en el averno. Sin embargo, en este caso, Hermes se muestra como quien conjura a las almas antes del entierro, no con el fin de obligarlas a regresar, sino para ahuyentarlas suavemente hacia los lejanos prados del más allá. La vara que él blande pone de manifiesto su relación con una especie de un «arrullo precursor del sueño» (ommata thelgein) y de un «re-despertar» que difiere de lo que ocurre en el último libro de la Ilíada, en el que estas palabras aparecen con su significado original. De lo único que realmente se trata es de dormir y despertar; en este caso, el texto habla de la muerte, pero no como un suceso definitivo, sin ambigüedades. En este contexto, el re-despertar tiene también un doble significado: puede referirse a escapar de la muerte misma.
Bella y dorada es la vara que posee estas cualidades. Establece una distancia entre el dios y el tenebroso pulular de almas-murciélagos. Con seguridad, esta vara también aparece como horriblemente inquietante si, como Horacio, la examinamos desde el punto de vista de quienes son conducidos a otra parte:
Que Hermes alce una vez la horripilante vara,
La sangre no retorna a la sombra sin forma,
La siniestra hueste con la que él marcha abajo
•En oídos sordos contra su muerte suplica.
(Odas, Libro I, XXIV.)
Pero cuando el poeta celebra al dios, pone el énfasis en el color dorado de la «horripilante vara»:
Tú otorgas a las almas sin mancha el descanso;
Tu dorada vara los tenues espectros conduce;
¡Bendito poder! por todos tus Hermanos bendecido,
tanto Arriba, como Abajo.
(Odas, Libro I, X.)
Aquí son mencionadas las almas dichosas que, hasta en el averno, no se verán totalmente privadas de luz. En Homero, el destello de la luz tangible del Sol pertenece exclusivamente al dios. Homero describe al guía de las almas en su divina sustancialidad, para diferenciarlo de lo que, carente de sustancia, pulula y se fusiona con el otro mundo. Hermes, con su dorada vara brillante, se presenta amablemente incluso entre los viciados senderos de los espíritus. Aquí también a Hermes se lo llama «el indoloro», puesto que ni siquiera hace daño a esas almas desdichadas. Por el contrario, su presencia mitiga los efectos de la pavorosa venganza de Odiseo, tal como la ferocidad de Aquiles se sosegó en el último libro de la Ilíada, que, como vimos, está bajo la influencia de Hermes. En este caso, la gran diferencia consiste en que Hermes pone de manifiesto su aspecto amable y espléndido en un mundo que no sólo se reduce «al lado de acá», sino más bien en un mundo cuyo héroe y símbolo es Odiseo.
La Odisea no es un poema de la vida heroica, en el que se destaque por completo, como fondo, la fuerza definitiva e irrevocable, sino más bien el poema de una clase de vida impregnada de muerte, en la que esta última se halla continua e incesantemente presente. En este caso, los dos polos –la vida y la muerte– se fusionan. El mundo de la Odisea es una existencia que fluye y está continuamente en contacto con la muerte, como si fuera la trama y la urdimbre. Consiste, de por sí, tanto en lo del fondo como en lo subterráneo, y en los grandes abismos de debajo y detrás. Odiseo se desplaza continuamente sobre y a través de ellos. Pero no sólo su existencia se caracteriza por este movimiento en la Odisea; también Telémaco se cierne entre la vida y la muerte, igual que los pretendientes. Especialmente atrapada en esto que pende, está la que aguarda, o sea, Penélope. Pero en el sentido más apropiado y estricto, es Odiseo quien se halla suspendido sobre abismos y fosas.(7)
A la Odisea ya la llamamos un viaje epopéyico, y ahora debemos imaginar esa realidad que a menudo se experimenta y consiste en una «expedición» de carácter especial, para distinguirla de un «paseo» o un «viaje». Odiseo no es un «viajero». Es un «expedicionario», (aunque esto sea a veces «a pesar de él mismo»), no simplemente porque se desplaza de un sitio a otro, sino debido a su situación existencial. El viajero, a pesar de su movimiento, se apega a una base sólida, aunque no se halle estrictamente circunscripta. Con cada paso que da, toma posesión de otro trozo de tierra. Por supuesto, esta toma de posesión es solamente psicológica. En la medida en que, con cada extensión del horizonte, él también se expande, asimismo se expande continuamente su reclamo de posesión de la tierra. Sin embargo, permanece siempre atado a una tierra sólida debajo de sus pies, e incluso busca la compañía de los humanos. En cada hogar que encuentra reivindica para sí una suerte de ciudadanía innata. Para los griegos, ese forastero que se acerca es kat’exochen («una destacada eminencia») y hiketes («quien viene a buscar protección», «un suplicante» o «fugitivo»). Su guardián no es Hermes, sino Zeus, el dios del vastísimo horizonte y del suelo más firme. En cambio, la situación del expedicionario es definida por el movimiento y la fluctuación. A alguien más profundamente arraigado, e incluso para el viajero, le parece estar siempre en fuga. En realidad, él mismo se hace desaparecer («se volatiliza») para todos, y también para sí mismo. Todo lo que le rodea se torna para él espectral e improbable, e incluso su propia realidad se le presenta como fantasmal. El movimiento lo absorbe por completo, pero nunca lo hace la comunidad que le ataría aquí abajo. Sus compañeros son los de la expedición, no los que él quiere llevar a su casa, como Odiseo a sus camaradas, sino aquellos con los que él se junta, como se dice de Hermes en la Ilíada (Libro XXIV, 334-335). Con los compañeros de la expedición, experimentamos una apertura hasta el punto de la más pura desnudez, como si quien integrara la expedición hubiera dejado detrás todo asomo de ropa o abrigo. ¿No es verdad que emprenden una expedición nupcial (Hochzeitsreise) quienes actualmente desean librarse de las ataduras de la comunidad en la que se criaron y con la que se hallan íntimamente ligados, y quieren franquearse uno al otro, sin reservas ni límites, como dos almas desnudas? ¿Esta expedición no es un «Heimfürung» («llevar» la novia «a casa»), al igual que un «Entfürung» («fuga»), y en consecuencia, también «hermética»? Partir en expedición es la mejor condición para amar. Los barrancos sobre los que el «volatilizado» pasa como un espectro pueden ser los abismos de los enamoramientos increíbles: las islas y hondonadas de Circe y Calipso; también pueden ser abismos en el sentido de que no hay posibilidad de hallarse en suelo firme, sino solamente de seguir cerniéndose entre la vida y la muerte.
Aquel expedicionario se siente cómodo cuando está en marcha, cómodo en el camino mismo, y el camino no ha de entenderse como un nexo entre dos puntos definidos de la superficie terrestre, sino como un mundo en especial. Es el antiguo mundo del sendero, y también de los «húmedos senderos» (los hygra keleutha) del mar, que son, sobre todo, los caminos genuinos de la tierra. Pues, a diferencia de las carreteras romanas que atravesaban sin piedad las campiñas, esos caminos serpenteantes, de líneas aparentemente entretejidas irracionalmente, corren formando los contornos de la tierra, devanándose, pero conduciendo a todas partes. El hecho de que se abran hacia todos los sitios forma parte de su modo de ser. No obstante ello, constituyen un mundo por derecho propio, un ámbito intermedio en el que una persona, en ese estado «volatilizado», tiene acceso a todo. Quien se desplaza familiarmente por este mundo-del-camino tiene a Hermes como su dios, pues aquí se describe el aspecto más saliente del mundo de Hermes. Hermes se halla constantemente en marcha: él está enodios («a la vera del camino») y es hodios («perteneciente a la expedición»), y nos encontramos con él en todos los senderos. El está constantemente en movimiento; hasta cuando está sentado, nos damos cuenta de su impulso dinámico para seguir moviéndose, como alguien observó con agudeza refiriéndose a su hercúlea imagen de bronce.(8) Su papel de líder y guía suele ser citado y celebrado, y, al menos desde la época de la Odisea, también le llaman angelos («mensajero»): el mensajero de los dioses.
Tendríamos que dedicar especial atención al oficio de mensajero divino si quisiéramos agotar todo lo que esto significa. Tan sólo como insinuando esto, mencionaremos que también Hécate, igual que Hermes, puede transportar almas (siendo ambos guardianes del averno), y ella es también un angelos. También Iris tiene un nexo con esta diosa, establecido por la presencia de su culto en la isla de Hécate, cerca de Delos. Sin embargo, a la esencia de Iris pertenece la señal celestial inalcanzablemente lejana, como lo es el arco iris, cuyo nombre ella lleva. De esta manera, ella encuadra en el mundo de la Ilíada como una mensajera de los dioses. «Noticias» («Angelia») –una hija de Hermes, según Píndaro– desciende de los dioses con más frecuencia cuando se abren las fronteras entre la vida y la muerte, el tiempo y la eternidad, y la tierra y el Olimpo. Y se abren fácilmente cuando están tan «volatilizadas» como en el mundo de la Odisea. Descubrimos que los dioses enviaron a Hermes para que viera a Egisto con una advertencia, aunque fue en vano (Libro I, 38). Y le vemos correr hacia Calipso con la orden de Zeus:
Hermes el Itinerante no se perdió palabra; se inclinó
para atar sus bellas sandalias,
de ambrosía y oro, que le transportan sobre el agua
y sobre tierras sin fin en el silbido del viento,
y tomó la vara con la que adormece
–o cuando quiere, despierta– los ojos de los hombres.
Y blandiendo la vara paseó por los aires,
descendió de Pieria, bajó hasta el nivel del mar,
y giró hasta rozar el oleaje. Una gaviota que ronda
entre las crestas de las olas del desolado mar
se zambulle en procura de peces, y lava sus alas;
sin ir más alto que las olas espumosas, Hermes voló
hasta la isla lejana que yacía delante…
(Libro V, páginas 37 a 49)
Así como no se necesita mayor explicación de que Hermes es el mensajero divino, y no se necesita ninguna cuando, en el último libro, aparece como el guía de las almas, tampoco hace falta cuando aparece en otro lugar característico de la Odisea, en la isla de Circe, como quien, sabio en magia, es el salvador del héroe. Se encuentra tan naturalmente con Odiseo que éste no se muestra sorprendido cuando Hermes le da la mano, se dirige a él y le ofrece el antídoto contra la poción mágica de Circe (Libro X, páginas 277 y siguientes). Justo donde la atmósfera de la Odisea tiene la más densa cerrazón de posibilidades espectrales, allí la presencia de Hermes es menos sorprendente. Y Odiseo mismo, que se deja llevar por esta atmósfera, tiene una relación totalmente personal con Hermes. Desciende de Hermes por parte de su madre, aunque esto no se aprovecha mucho en la Odisea; más se dice de su abuelo, Autólico, quien también es mencionado en la Ilíada como el consumado ladrón de la edad heroica. Autólico es un hijo de Hermes, quien, como su padre, era un maestro en el arte de tomar juramentos (Odisea, Libro XIX, 395). El honraba especialmente a Hermes (19, 397). Odiseo dice al fiel porquero, Eumaio, que todas las personas deben esto al dios (Hermes) si sus obras son bendecidas con «gracia y fama» (charis kai kudos) (Odisea, Libro XV, 320), incluso aquellos que son sirvientes. No puede dudarse de que el don de la astucia pertenece al linaje de Hermes y Autólico, sólo que en Odiseo no posee más las míticas dimensiones primordiales que esto tenía para ellos. Odiseo es meramente «polytropos» («versátil»), mientras que Autólico, según una fuente, era capaz de transformarse y, según otra fuente, volvía invisible todo lo que tocaba.(9) El Himno de Hermes nos describe, en sus míticas dimensiones primordiales, el «arte de la toma de juramentos».
NOTAS
1. The Homeric Gods, por Walter F. Otto, Nueva York (Pantheon, 1954), traducción inglesa de Moses Hadas.
2. Cf. Der grosse Daimon des Symposion, por Karl Kerényi, Albae Vigiliae XIII, (Amsterdam, 1942), página 32 y siguiente; en «Humanistiche Seelenforschung», Werke in Einzelausgaben, tomo I, (Munich, 1966), página 306 y siguientes.
3. Essays on a Science of Mythology, por Carl G. Jung y Karl Kerényi, Serie Bollingen XXII, (Princeton: Princeton University Press, 1971), tercera edición (en rústica), página 127.
4. Cf. Hesych, en vocablo: ktéres; Solmsen, Indog. Forsch 3. página 96 y siguiente; también Ostergaard, Hermes 38, página 333 y siguientes; y H. Güntert, Kalypso, Halle, 1919, página 162 y siguiente.
5. Cf. The Religion of the Greeks and Romans, por Karl Kerényi (después: Greeks and Romans), traducción inglesa de C. Holme (Londres: Thames and Hudson), 1962, página 199; tercera edición reimpresa por Greenwood, 1973. Título original: Die antike Religion (Amsterdam-Leipzig: Pantheon, 1941).
6. Esto resulta especialmente sorprendente en el Libro II, página 104, en el que el texto no dice: «Zeus envió el cetro por medio de Hermes a Pélope», sino más bien que Zeus se lo dio a Hermes, Hermes a Pélope, Pélope a Atreo, etcétera.
7. Cf. Apollon, de Karl Kerényi, (Viena-Leipzig, 1937), página 128 y siguientes; edición ampliada, Dusseldorf, 1953, página 123 y siguientes.
8. Griechische Mythologie I, de Preller y Robert, (Berlín, 1894), página 421.
9. Fragmentos, de Hesíodo, 112 (Rzach); Aenead II, 79, Servius in Verg.
La obra de Apuleyo “El asno de oro” fue escrita a finales del siglo II d.C., durante una época de gran crisis social, cultural y económica en las provincias del Imperio Romano, resultado precisamente de estas olas y contraolas de la romanización.
El autor, nace en una de dichas provincias del norte de África, en la ciudad de Madaura. Consolida su educación a lo largo de un recorrido formativo que empieza en Grecia, sigue en Roma y termina en Alejandría, para finalmente regresar a su ciudad natal. Cabe destacar la importancia que adquirirán los periodos transcurridos en el primero y en el último de estos tres centros de cultura de la época, por lo que supondrán en la formación de su personalidad, el conocimiento de la filosofía neoplatónica y las artes, pero sobretodo por la iniciación en la mayoría de los ritos religiosos orientales así como en todo tipo de rituales de magia.
Podemos distinguir pues entre un primer periodo de juventud marcado por la inquietud de saber, y un periodo de madurez durante el cual consigue un mayor asentamiento de los conocimientos y difunde las conclusiones a las que va llegando. El último dato que se tiene de él, es que en el año 170 d.C. escribió la obra que nos ocupa.
La obra: “La metamorfosis” o “El asno de oro”
La obra consta de una estructura muy particular dividida en once libros o capítulos. Se trata de una serie de cuentos hilvanados mediante diferentes recursos, que sin embargo consigue un efecto de unidad tanto de narración como argumental.
El hilo conductor que confiere unidad a la obra, lo lleva la historia de Lucio, el personaje principal. Lucio, es un joven apuesto de buena familia que va en viaje de negocios por su país, y que vivirá, durante una primera parte del libro, una serie de agradables experiencias llenas de sensualidad, rodeado de un ambiente selecto y dado a los tranquilos placeres que éste le ofrece. Sin embargo, todo dará un giro repentino debido a la afición de nuestro personaje a la magia, que le lleva a terminar convertido en asno debido a un error que comente en una de estas prácticas, mediante la cual pretendía convertirse en ave. A partir de aquí empiezan una serie de desgraciadas aventuras para el pobre Lucio, hasta que concluye la obra, con la transformación de nuestro personaje principal en hombre gracias a la ayuda de los dioses, y su conversión posterior a la vida espiritual y de entrega al culto.
Eros y Psique
Integrada entre todas estas aventuras del citado protagonista, hallaremos la historia que nos ocupa hoy, y que da comienzo a mitad del Libro IV y finaliza casi terminado el Libro VI.
Encontramos al pobre Lucio-asno al servicio de una banda de crueles ladrones y secuestradores, que tienen en su poder a una joven de rica familia a la cual raptan en mitad de las nupcias con su amado. En su desconsuelo, la joven cuenta su desgracia a la vieja cocinera de los ladrones, y ésta conmovida por tantos lamentos, la intenta calmar contándole precisamente la historia de Eros y Psique
Cuarto libro
Argumento
Apuleyo, tornado asno, cuenta elocuentemente las fatigas y trabajos que padeció en su luenga peregrinación, andando en forma de asno y reteniendo el sentido de hombre: entromete a su tiempo diversos casos de los ladrones. Asimismo escribe de un ladrón que se metió en un cuero de osa para ciertas fiestas que se habían de hacer, y de industria inserta una fábula de Psique, la cual está llena de doctrina y deleite.
Capítulo V
En el cual la vieja madre de los ladrones, conmovida de piedad de las lágrimas de la doncella que estaba en la cueva presa, le contó una fábula por ocuparla que no llorase.
-Érase en una ciudad un rey y una reina, y tenían tres hijas muy hermosas: de las cuales, dos de las mayores, como quiera que eran hermosas y bien dispuestas, podían ser alabadas por loores de hombres; pero la más pequeña, era tanta su hermosura, que no bastan palabras humanas para poder exprimir ni suficientemente alabar su belleza. Muchos de otros reinos y ciudades, a los cuales la fama de su hermosura ayuntaba, espantados con admiración de su tan grande hermosura, donde otra doncella no podía llegar, poniendo sus manos a la boca y los dedos extendidos, así como a la diosa Venus, con sus religiosas adoraciones la honraban y adoraban. Y ya la fama corría por todas las ciudades y regiones cercanas, que ésta era la diosa Venus, la cual nació en el profundo piélago de la mar y el rocío de sus ondas la crió. Y decían asimismo que otra diosa Venus, por influición de las estrellas del cielo, había nacido otra vez, no en la mar, pero en la tierra, conversando con todas las gentes, adornada de flor de virginidad. De esta manera su opinión procedía de cada día, que ya la fama de ésta era derramada por todas las islas de alrededor en muchas provincias de la tierra: muchos de los mortales venían de luengos caminos, así por la mar como por tierra, a ver este glorioso espectáculo que había nacido en el mundo; ya nadie quería navegar a ver la diosa Venus, que estaba en la ciudad de Paphos, ni tampoco a la isla de Gnido, ni al monte Citerón, donde le solían sacrificar; sus templos eran ya destruidos, sus sacrificios olvidados, sus ceremonias menospreciadas, sus estatuas estaban sin honra ninguna, sus aras y sus altares sucios y cubiertos de ceniza fría. A esta doncella suplicaban todos, y debajo de rostro humano adoraban la majestad de tan gran diosa, y cuando de mañana se levantaba, todos le sacrificaban con sacrificios y manjares, como le sacrificaban a la diosa Venus. Pues cuando iba por la calle o pasaba alguna plaza, todo el pueblo con flores y guirnaldas de rosas le suplicaban y honraban. Esta grande traslación de honras celestiales a una moza mortal encendió muy reciamente de ira a la verdadera diosa Venus, y con mucho enojo, meciendo la cabeza y riñendo entre sí, dijo de esta manera:
«Veis aquí yo, que soy la primera madre de la natura de todas las cosas; yo, que soy principio y nacimiento de todos los elementos; yo, que soy Venus, criadora de todas las cosas que hay en el mundo, ¿soy tratada en tal manera que en la honra de mi majestad haya de tener parte y ser mi aparcera una moza mortal, y que mi nombre, formado y puesto en el cielo, se haya de profanar en suciedades terrenales? ¿Tengo yo de sufrir que tengan en cada parte duda si tengo yo de ser adorada o esta doncella y que haya de tener comunidad conmigo, y que una moza, que ha de morir, tenga mi gesto que piensen que soy yo? Según esto, por demás me juzgó aquel pastor que por mi gran hermosura me prefirió a tales diosas: cuyo juicio y justicia aprobó aquel gran Júpiter; pero ésta, quienquiera que es, que ha robado y usurpado mi honra, no habrá placer de ello: yo le haré que se arrepienta de esto y de su ilícita hermosura.»
Y luego llamó a Cupido, aquel su hijo con alas, que es asaz temerario y osado; el cual, con sus malas costumbres, menospreciada la autoridad pública, armado con saetas y llamas de amor, discurriendo de noche por las casas ajenas, corrompe los casamientos de todos y sin pena ninguna comete tantas maldades que cosa buena no hace. A éste, como quiera que de su propia natura él sea desvergonzado, pedigüeño y destruidor, pero de más de esto ella le encendió más con sus palabras y llevolo a aquella ciudad donde estaba esta doncella, que se llamaba Psiche, y mostrósela, diciéndole con mucho enojo, gimiendo y casi llorando, toda aquella historia de la semejanza envidiosa de su hermosura, diciéndole en esta manera:
«¡Oh hijo!, yo te ruego por el amor que tienes a tu madre, y por las dulces llagas de tus saetas, y por los sabrosos juegos de tus amores, que tú des cumplida venganza a tu madre: véngala contra la hermosura rebelde y contumaz de esta mujer, y sobre todas las otras cosas has de hacer una, la cual es que esta doncella sea enamorada, de muy ardiente amor, de hombre de poco y bajo estado, al cual la Fortuna no dio dignidad de estado, ni patrimonio, ni salud. Y sea tan bajo que en todo el mundo no halle otro semejante a su miseria.»
Después que Venus hubo hablado esto, besó y abrazó a su hijo y fuese a la ribera de un río que estaba cerca, donde con sus pies hermosos holló el rocío de las ondas de aquel río, y luego se fue a la mar, adonde todas las ninfas de la mar le vinieron a servir y hacer lo que ella quería, como si otro día antes se lo hubiese mandado. Allí vinieron las hijas de Nereo cantando, y el dios Portuno, con su áspera barba del agua de la mar y con su mujer Salacia, y Palemón, que es guiador del Delfín. Después, las compañías de los Tritones, saltando por la mar: unos tocan trompetas y otros trazan un palio de seda por que el Sol, su enemigo, no le tocase; otro pone el espejo delante de los ojos de la señora, de esta manera nadando con sus carros por la mar; todo este ejército acompañó a Venus hasta el mar océano.
Entre tanto, la doncella Psique, con su hermosura, sola para sí, ningún fruto recibía de ella. Todos la miraban y todos la alababan; pero ninguno que fuese rey ni de sangre real, ni aun siquiera del pueblo, la llegó a pedir, diciendo que se quería casar con ella. Maravillábanse de ver su divina hermosura, pero maravillábanse como quien ve una estatua pulidamente fabricada. Las hermanas mayores, porque eran templadamente hermosas, no eran tanto divulgadas por los pueblos y habían sido desposadas con dos reyes, que las pidieron en casamiento, con los cuales ya estaban casadas y con buena ventura apartadas en su casa; mas esta doncella Psique estaba en casa del padre, llorando su soledad, y, siendo virgen, era viuda; por la cual causa estaba enferma en el cuerpo y llagada en el corazón; aborrecía en sí su hermosura, como quiera que a todas las gentes pareciese bien. El mezquino padre de esta desventurada hija, sospechando que alguna ira y odio de los dioses celestiales hubiese contra ella, acordó de consultar el oráculo antiguo del dios Apolo, que estaba en la ciudad de Milesia, y con sus sacrificios y ofrendas, suplicó a aquel dios que diese casa y marido a la triste de su hija. Apolo, como quiera que era griego y de nación jonia, por razón del que había fundado aquella ciudad de Milesia, sin embargo respondió en latín estas palabras: «Pondrás esta moza adornada de todo aparato de llanto y luto, como para enterrarla, en una piedra de una alta montaña y déjala allí. No esperes yerno que sea nacido de linaje mortal; mas espéralo fiero y cruel, y venenoso como serpiente: el cual, volando con sus alas, fatiga todas las cosas sobre los cielos, y con sus saetas y llamas doma y enflaquece todas las cosas; al cual, el mismo dios Júpiter teme, y todos los otros dioses se espantan, los ríos y lagos del infierno le temen.»
El rey, que siempre fue próspero y favorecido, como oyó este vaticinio y respuesta de su pregunta, triste y de la mala gana tornose para atrás a su casa. El cual dijo y manifestó a su mujer el mandamiento que el dios Apolo había dado a su desdichada suerte, por lo cual lloraron y plañeron algunos días. En esto ya se llegaba el tiempo que había de poner en efecto lo que Apolo mandaba: de manera que comenzaron a aparejar todo lo que la doncella había menester para sus mortales bodas; encendieron la lumbre de las hachas negras con hollín y ceniza, y los instrumentos músicos de las bodas se mudaron en lloro y amargura; los cantares alegres en luto y lloro, y la doncella que se había de casar se limpia las lágrimas con el velo de alegría. De manera que el triste hado de esta casa hacía llorar a toda la ciudad, la cual, como se suele hacer en lloro público, mandó alzar todos los oficios y que no hubiese juicio ni juzgado. El padre, por la necesidad que tenía de cumplir lo que Apolo había mandado, procuraba de llevar la mezquina de Psique a la pena que le estaba profetizada: así que, acabada la solemnidad de aquel triste y amargo casamiento, con grandes lloros vino todo el pueblo a acompañar a esta desdichada, que parecía que la llevaban viva a enterrar y que éstas no eran sus bodas, más sus exequias. Los tristes del padre y de la madre, conmovidos de tanto mal, procuraban cuanto podían de alargar el negocio. Y la hija comenzoles a decir y a amonestar de esta manera:
«¿Por qué, señores, atormentáis vuestra vejez con tan continuo llorar? ¿Por qué fatigáis vuestro espíritu, que más es mío que vuestro, con tantos aullidos? ¿Por qué arrancáis vuestras honradas canas? ¿Por qué ensuciáis esas caras que yo tengo de honrar, con lágrimas que poco aprovechan? ¿Por qué rompéis en vuestros ojos los míos? ¿Por qué apuñáis a vuestros santos pechos? Éste será el premio y galardón claro y egregio de mi hermosura. Vosotros estáis heridos mortalmente de la envidia y sentís tarde el daño. Cuando las gentes y los pueblos nos honraban y celebraban con divinos honores; cuando todos a una voz me llamaban la nueva diosa Venus, entonces os había de doler y llorar, entonces me habíais ya de tener por muerta: ahora veo y siento que sólo este nombre de Venus ha sido causa de mi muerte; llevadme ya y dejadme ya en aquel risco, donde Apolo mandó: ya yo querría haber acabado estas bodas tan dichosas, ya deseo ver aquel mi generoso marido. ¿Por qué tengo yo de contener aquel que es nacido para destrucción de todo el mundo?»
Acabado de hablar esto, la doncella calló, y como ya venía todo el pueblo para acompañarle, lanzose en medio de ellos y fueron su camino a aquel lugar donde estaba un risco muy alto, encima de aquel monte, encima del cual pusieron la doncella, y allí la dejaron, dejando asimismo con ella las hachas de las bodas, que delante de ella llevaban ardiendo, apagadas con sus lágrimas, y abajadas las cabezas, tornáronse a sus casas. Los mezquinos de sus padres, fatigados de tanta pena, encerráronse en su casa, y cerradas las ventanas, se pusieron en tinieblas perpetuas. Estando Psique muy temerosa, llorando encima de aquella peña, vino un manso viento de cierzo, y, como quien extiende las faldas, la tomó en su regazo; así, poco a poco, muy mansamente la llevó por aquel valle abajo y la puso en un prado muy verde y hermoso de flores y hierbas, donde la dejó que parecía que no le había tocado.
Quinto libro
Argumento
En este quinto libro se contienen los palacios de Psique y los amores que con ella tuvo el dios Cupido, y de cómo le vinieron a visitar sus hermanas; y de la envidia que hubieron de ella, por cuya causa, creyendo Psique lo que le decían, hirió a su marido Cupido de una llaga, por la cual cayó de una cumbre de su felicidad y fue puesta en tribulación. A la cual, Venus, como a enemiga, persigue muy cruelmente, y finalmente, después de haber pasado muchas penas, fue casada con su marido Cupido, y las bodas celebradas en el cielo.
Capítulo I
Cómo la vieja, prosiguiendo en su cuento por consolar a la doncella, le cuenta cómo Psique fue llevada a unos palacios muy prósperos, los cuales describe con mucha elocuencia, donde por muchas noches holgó con su nuevo marido Cupido.
-Psique, estando acostada suavemente en aquel hermoso prado de flores y rosas, aliviose de la pena que en su corazón tenía y comenzó dulcemente a dormir. Después que suficientemente hubo descansado, levantose alegre y vio allí cerca una floresta de muy grandes y hermosos árboles, y vio asimismo una fuente muy clara y apacible; en medio de aquella floresta, cerca de la fuente, estaba una casa real, la cual parecía no ser edificada por manos de hombres, sino por manos divinas: a la entrada de la casa estaba un palacio tan rico y hermoso, que parecía ser morada de algún dios, porque el zaquizamí y cobertura era de madera de cedro y de marfil maravillosamente labrado; las columnas eran de oro, y todas las paredes cubiertas de plata. En la cual estaban esculpidos bestiones y animales que parecía que arremetían a los que allí entraban. Maravilloso hombre fue el que tanta arte sabía, y pienso que fuese medio dios, y aun creo que fuese dios el que con tanta sutilidad y arte hizo de la plata estas bestias fieras. Pues el pavimento del palacio todo era de piedras preciosas, de diversos colores, labradas muy menudamente como obra mosaica: de donde se puede decir una vez y muchas que bienaventurados son aquellos que huellan sobre oro y piedras preciosas; ya las otras piezas de la casa, muy grandes y anchas y preciosas, sin precio. Todas las paredes estaban enforradas en oro, tanto resplandeciente, que hacía día y luz asimismo, aunque el Sol no quisiese. Y de esta manera resplandecían las cámaras y los portales y corredores y las puertas de toda la casa. No menos respondían a la majestad de la casa todas las otras cosas que en ella había, por donde se podía muy bien juzgar que Júpiter hubiese fundado este palacio para la conversación humana. Psique, convidada con la hermosura de tal lugar, llegose cerca y con una poca de más osadía entró por el umbral de casa, y como le agradaba la hermosura de aquel edificio, entró más adelante, maravillándose de lo que veía. Y dentro en la casa vio muchos palacios y salas perfectamente labrados, llenos de grandes riquezas, que ninguna cosa había en el mundo que allí no estuviera. Pero sobre todo, lo que más se podría hombre allí maravillar, demás de las riquezas que había, era la principal y maravillosa que ninguna cerradura ni guarda había allí, donde estaba el tesoro de todo el mundo. Andando ella con gran placer, viendo estas cosas, oyó una voz sin cuerpo que decía:
«¿Por qué, señora, tú te espantas de tantas riquezas? Tuyo es todo esto que aquí ves; por ende, éntrate en la cámara y ponte a descansar en la cama, y cuando quisieres demanda agua para bañarte, que nosotras, cuyas voces oyes, somos tus servidoras y te serviremos en todo lo que mandares, y no tardará el manjar que te está aparejado para esforzar tu cuerpo.»
Cuando esto oyó Psique, sintió que aquello era provisión divina; descansando de su fatiga, durmió un poco, y después que despertó levantose y lavose; y viendo que la mesa estaba puesta y aparejada para ella, fuese a sentar, y luego vino mucha copia de diversos manjares, y, asimismo, un vino que se llama néctar, de que los dioses usan: lo cual todo no parecía quien lo traía, y solamente parecía que venía en el aire; ni tampoco la señora podía ver a nadie, mas solamente oía las voces que hablaban, y a estas solas voces tenía por servidoras. Después que hubo comido entró un músico y comenzó a cantar, y otro a tañer con una vihuela, sin ser vistos; tras de esto comenzó a sonar un canto de muchas voces. Y como quiera que ningún hombre pareciese, bien se manifestaba que era coro de muchos cantores. Acabado este placer, ya que era noche, Psique se fue a dormir, y después de haber pasado un rato de la noche comenzó a dormir; y luego despertó con gran miedo y espanto, temiendo en tanta soledad no le aconteciese ningún daño a su virginidad, de lo cual ella tanto mayor mal temía, cuanto más estaba ignorante de lo que allí había, sin ver ni conocer a nadie. Estando en este miedo vino el marido no conocido, y subiendo en la cama hizo su mujer a Psique, y antes que fuese el día partiose de allí y luego aquellas voces vinieron a la cámara y comenzaron a curar de la novia, que ya era dueña.
De esta manera pasó algún tiempo sin ver a su marido ni haber otro conocimiento. Y, como es cosa natural, la novedad y extrañeza que antes tenía por la mucha continuación, ya se había tornado en placer, y el sonido de la voz incierta ya le era solaz y deleite de aquella soledad. Entre tanto, su padre y madre se envejecían en llanto y luto continuo. La fama de este negocio, cómo había pasado, había llegado donde estaban las hermanas mayores casadas: las cuales, con mucha tristeza, cargadas de luto dejaron sus casas y vinieron a ver a sus padres para hablarles y consolarlos. Aquella misma noche el marido habló a su mujer Psique: porque como quiera que no lo veía, bien lo sentía con los oídos y palpaba con las manos, y díjole de esta manera:
«¡Oh señora dulcísima y muy amada mujer! La cruel fortuna te amenaza con un peligro de muerte, del cual yo quería que te guardases con mucha cautela. Tus hermanas, turbadas pensando que tú eres muerta, han de seguir tus pisadas y venir hasta aquel risco de donde tú aquí viniste, y si tú por ventura oyeses sus voces y llanto, no les respondas ni mires allá en manera alguna; porque si lo haces, a mí me darás mucho dolor, pero para ti causarás un grandísimo mal que te será casi la muerte.»
Ella prometió de hacer todo lo que el marido le mandase y que no haría otra cosa; pero como la noche fue pasada y el marido de ella partido, todo aquel día la mezquina consumió en llantos y en lágrimas, diciendo muchas veces que ahora conocía que ella era muerta y perdida por estar encerrada y guardada en una cárcel honesta, apartada de toda habla y conversación humana, y que aun no podía ayudar y responder siquiera a sus hermanas, que por su causa lloraban, ni solamente las podía ver.
De esta manera, aquel día ni quiso lavarse, ni comer, ni recrear con cosa alguna, sino, llorando con muchas lágrimas, se fue a dormir. No pasó mucho tiempo, que el marido vino más temprano que otras noches, y, acostándose en la cama, ella, aunque estaba llorando y abrazándola, comenzó a reprenderla de esta manera:
«¡Oh mi señora Psique!, ¿esto es lo que tú me prometiste? ¿Qué puedo yo, siendo tu marido, esperar de ti, cuando el día y toda la noche, y aun ahora que estás conmigo, no dejas de llorar? Anda ya, haz lo que quisieres y obedece a tu voluntad, que te demanda daño para ti, por cuando tarde te arrepintieres te recordarás de lo que te he amonestado.»
Entonces ella, con muchos ruegos, diciendo que si no le otorgaba lo que quería que ella se moriría, le sacó por fuerza y contra su voluntad que hiciese lo que deseaba: que vea a sus hermanas y las consuele y hable con ellas, y aun que todo lo que quisiere darles, así oro como joyas y collares, que se lo dé. Pero muchas veces le amonestó y espantó que no consienta en el mal consejo de sus hermanas, ni cure de buscar ni saber el gesto y figura de su marido, porque, con esta sacrílega curiosidad, no caiga de tanta riqueza y bienaventuranza como tiene: que, haciéndolo de otra manera, jamás le vería ni tocaría. Ella dio muchas gracias al marido, y, estando ya más alegre, dijo:
«Por cierto, señor, tú sabrás que antes moriré que no hubiese de estar sin tu dulcísimo casamiento; porque yo, señor, te amo y muy fuertemente, y a quienquiera que eres, te quiero como a mi ánima, y no pienso que te puedo comparar al dios Cupido; pero, además de esto, señor, te ruego que mandes a tu servidor el viento cierzo, que traiga a mis hermanas aquí, así como a mí me trajo.»
Y diciendo esto, dábale muchos besos, y halagándolo con muchas palabras, y abrazándolo con halagos, y diciendo:
«¡Ay dulce marido! ¡Dulce ánima de tu Psique!»
Y otras palabras, por donde el marido fue vencido, y prometió de hacer todo lo que ella quisiese. Viniendo ya el alba, él desapareció de sus manos. Las hermanas preguntaron por aquel risco o lugar donde habían dejado a Psique, y luego fuéronse para allá con mucho pesar, de donde comenzaron a llorar y dar grandes voces y aullidos, hiriéndose en los pechos: tanto, que a las voces que daban los montes y riscos sonaban lo que ellas decían, llamando por su propio nombre a la mezquina de su hermana; hasta tanto que Psique, oyendo las voces que sonaban por aquel valle abajo, salió de casa temblando, como sin seso, y dijo:
«¿Por qué sin causa os afligís con tantas mezquindades y llantos? ¿Por qué lloráis, que viva soy? Dejad esos gritos y voces; no curéis más de llorar, pues que podéis abrazar y hablar a quien lloráis.»
Entonces llamó al viento cierzo y mandole que hiciese lo que su marido le había mandado. Él, sin más tardar, obedeciendo su mandamiento, trajo luego a sus hermanas muy mansamente, sin fatiga ni peligro; y como llegaron, comenzáronse a abrazar y besar unas a otras, las cuales, con el gran placer y gozo que hubieron, tornaron de nuevo a llorar. Psique les dijo que entrasen en su casa alegremente y descansasen con ella de su pena.
Capítulo II
Cómo, prosiguiendo la vieja el cuento, contó cómo las dos hermanas de Psique la vinieron a ver y ella les dio de sus joyas y riquezas y las envió a sus tierras, y cómo por el camino fueron envidiando de ella con voluntad de matarla.
-Después que así les hubo hablado, mostroles la casa y las grandes riquezas de ella y la mucha familia de las que le servían oyéndolas solamente; y después les mandó lavar en un baño muy rico y hermoso y sentar a la mesa, donde había muchos manjares abundantemente, en tal manera que la hartura y abundancia de tantas riquezas, más celestiales que humanas, criaron envidia en sus corazones contra ella. Finalmente, que la una de ellas comenzó a preguntarle curiosamente y a importunarle que le dijese quién era el señor de aquellas riquezas celestiales, y quién era o qué tal era su marido. Pero con todas estas cosas, nunca Psique quebrantó el mandamiento de su marido ni sacó de su pecho el secreto de lo que sabía: y hablando en el negocio, fingió que era un mancebo hermoso y de buena disposición, que entonces le apuntaban las barbas, el cual andaba allá ocupado en hacienda del campo y caza de montería; y porque en algunas palabras de las que hablaba no se descubriese el secreto, cargolas de oro, joyas y piedras preciosas, y llamado el viento, mandole que las tornase a llevar de donde las había traído: lo cual hecho, las buenas de las hermanas, tornándose a casa, iban ardiendo con la hiel de la envidia que les crecía, y una a otra hablaba sobre ello muchas cosas, entre las cuales, una dijo esto:
«Mirad ahora qué cosa es la fortuna ciega, malvada y cruel. ¿Parécete a ti bien que seamos todas tres hijas de un padre y madre y que tengamos diversos estados? ¿Nosotras, que somos mayores, seamos esclavas de maridos advenedizos y que vivamos como desterradas fuera de nuestra tierra y apartadas muy lejos de la casa y reino de nuestros padres, y esta nuestra hermana, última de todas, que nació después que nuestra madre estaba harta de parir, haya de poseer tantas riquezas y tener un dios por marido? Y aun, cierto, ella no sabe bien usar de tanta muchedumbre de riquezas como tiene: ¿no viste tú, hermana, cuántas cosas están en aquella casa, cuántos collares de oro, cuántas vestiduras resplandecen, cuántas piedras preciosas relumbran? Y además de esto, ¿cuánto oro se huella en casa? Por cierto, si ella tiene el marido hermoso, como dijo, ninguna más bienaventurada mujer vive hoy en todo el mundo; y por ventura podrá ser que, procediendo la continuación y esforzándose más la afición, siendo él dios, también hará a ella diosa. Y por cierto así es, que ya ella presumía y se trataba con mucha altivez, que ya piensa que es diosa, pues que tiene las voces por servidoras y manda a los vientos. Yo, mezquina, lo primero que puedo decir es que fui casada con un marido más viejo que mi padre, y además de esto más calvo que una calabaza y más flaco que un niño, guardando de continuo la casa cerrada con cerrojos y cadenas.»
Cuando hubo dicho esto, comenzó la otra y dijo:
«Pues yo sufro otro marido gotoso, que tiene los dedos tuertos de la gota y es corcovado, por lo cual nunca tengo placer, y estoy fregándole de continuo sus dedos endurecidos como piedra con medicinas hediondas y paños sucios y cataplasmas, que ya tengo quemadas estas mis manos, que solían ser delicadas, que cierto yo no represento oficio de mujer, más antes uso de persona de médico, y aun bien fatigado. Pero tú, hermana, paréceme que sufres esto con ánimo paciente; y aun mejor podría decir que es de sierva, porque ya libremente te quiero decir lo que siento. Mas yo, en ninguna manera, puedo ya sufrir que tanta bienaventuranza haya caído en persona tan indigna: ¿no te acuerdas cuán soberbiamente y con cuánta arrogancia se hubo con nosotras, que las cosas que nos mostró con aquella alabanza, como gran señora, manifestaron bien su corazón hinchado? Y de tantas riquezas como allí tenía nos alcanzó esto poquito, por contra su voluntad, y pesándole con nosotras, luego nos mandó echar de allí con sus silbos del viento. Pues no me tenga por mujer, ni nunca yo viva, si no la hago lanzar de tantas riquezas; finalmente, que si esta injuria te toca a ti, como es razón, tomemos ambas un buen consejo, y estas cosas que llevamos no las mostraremos a nuestros padres, ni a nadie digamos cosa alguna de su salud; harto nos basta lo que nosotras vimos, de lo cual nos pesa de haberlo visto, y no publiquemos a nadie tanta felicidad suya, porque no se pueden llamar bienaventurados aquellos de cuyas riquezas ninguno sabe: a lo menos sepa ella que nosotras no somos sus esclavas, más sus hermanas mayores; y ahora dejemos esto y tornemos a nuestros maridos y pobres casas, aunque cierto buenas y honestas, y después instruidas, con mayor acuerdo y consejo tornaremos más fuertes para punir su soberbia.»
Este mal consejo pareció muy bueno a las dos malas hermanas, y, escondidas las joyas y dones que Psique les había dado, tornáronse desgreñadas, como que venían llorando; y rascándose lascaras, fingiendo de nuevo grandes llantos, en esta manera dejaron a sus padres, refrescándoles su dolor, y con mucha ira, turbadas de la envidia, tornáronse para sus casas, concertando por el camino traición y engaño y aun muerte contra su hermana, que estaba sin culpa.
Capítulo III
Cómo Cupido avisa a su mujer, Psique, que en ninguna manera descubra a sus hermanas de quién está preñada, ni las crea a cuanto le dijeren, porque se perderá.
-Entre tanto, el marido de Psique, al cual ella no conocía, la tornó a amonestar otra vez con aquellas sus palabras de noche, diciendo:
«¿No ves cuánto peligro te ordena la fortuna? Pues si tú, de lejos, antes que venga, no te apartas y provees, ella será contigo de cerca. Aquellas lobas sin fe ordenan cuanto pueden contra ti muy malas asechanzas, de las cuales la suma es ésta: ellas te quieren persuadir que tú veas mi cara, la cual, como muchas veces te he dicho, tú no la verás más, si la ves. Así que si después de esto aquellas malas brujas vinieren armadas con sus malignos corazones, que bien sé que vendrán, no hables con ellas ni te pongas a razones; y si por tu mocedad y por el amor que les tienes no te pudieres sufrir, al menos de cosa que toque a tu marido ni las oigas ni respondas a ella; porque acrecentaremos nuestro linaje, que aun este tu vientre niño otro niño trae ya dentro, y si tú encubrieres este secreto, yo te digo que será divino, y si lo descubrieres, desde ahora te certifico que será mortal.»
Psique, cuando esto oyó, gozose mucho y hubo placer con la divina generación. Alegrábase con la gloria de lo que había de parir, y gozándose con la dignidad de ser madre, con mucha ansia contaba los días y meses cuando entraban y cuando salían. Y como era nueva, en los comienzos de la preñez, maravillábase de un punto y toque tan sutil crecer en tan abundancia su vientre. Pero aquellas furias espantables y pestíferas ya deseaban lanzar el veneno de serpientes, y con esta prisa aceleraban su camino por la mar cuanto podían. En esto, el marido tornó a amonestar a Psique de esta manera:
«Ya se te llega el último día y la caída postrimera, porque tu linaje y la sangre tu enemiga ya ha tomado armas contra ti, y mueve su real y compone sus batallas y hace tocar las trompetas, y diciéndolo más claro, las malvadas de tus hermanas, con la espada sacada te quieren degollar. ¡Oh cuántas fatigas nos atormentan! Por eso tú, muy dulce señora, ten merced de ti y de mí, y con grande continencia, callando lo que te he dicho, libra a tu casa y marido y este nuestro hijo de la caída de la Fortuna que te amenaza; y a estas falsas y engañosas mujeres, las cuales según el odio mortal te tienen, y el vínculo de la hermandad ya está quebrantado y roto, no te conviene llamar hermanas, ni las veas ni las oigas, porque ellas vendrán a tentarte encima de aquel risco como las sirenas de la mar, y harán sonar todos estos montes y valles con sus voces y llantos.»
Entonces Psique, llorando, le dijo:
«Bien sabes tú, señor, que yo no soy parlera, y ya el otro día me enseñaste la fe que había de guardar y lo que había de callar; así, que ahora tú no verás que yo mude de la constancia y firmeza de mi ánimo; solamente te ruego que mandes otra vez al viento que haga su oficio y que sirva en lo que le mandare, y en lugar de tu vista, pues me la niegas, al menos consiente que yo goce de la vista de mis hermanas: esto, señor, te suplico por estos tus cabellos lindos y olorosos, y por este tu rostro, semejante al mío, y por el amor que te tengo, aunque no te conozco de vista: así conozca yo tu cara en este niño que traigo en el vientre: que tú, señor, concedas a mis ruegos, haciendo que yo goce de ver y hablar a mis hermanas, y de aquí adelante no curaré más de querer conocer tu cara; y no me curo que las tinieblas de la noche me quiten tu vista, pues yo tengo a ti, que eres mi lumbre.»
Con estas blandas palabras, abrazando a su marido y llorando, limpiaba las lágrimas con sus cabellos, tanto, que él fue vencido y prometió de hacer todo lo que ella quería, y luego, antes que amaneciese, se partió de ella como él acostumbraba. Las hermanas, con su mal propósito, en llegando, no curaron de ver a sus padres, sino, en saliendo de las naos, derechas se fueron corriendo cuanto pudieron a aquel risco, adonde, con el ansia que tenían, no esperaron que el viento las ayudase, antes, con temeridad y audacia, se lanzaron de allí abajo. Pero el viento, recordándose de lo que su señor le había mandado, recibiolas en sus alas contra su voluntad, y púsolas muy mansamente en el suelo; ellas, sin ninguna tardanza, lánzanse luego en casa; iban a abrazar a la que querían perder, y mintiendo el nombre de hermanas, encubrieron con sus caras alegres el tesoro de su escondido engaño, y comenzáronle a lisonjear de esta manera:
-Hermana Psique, ya no eres niña como solías: ya nos parece que eres madre. ¿Cuánto bien piensas que nos traes en este tu vientre? ¿Cuánto gozo piensas que darás a toda tu casa? ¡Oh cuán bienaventuradas somos nosotras, que tenemos linaje en tantas riquezas! Que si el niño pareciere a sus padres, como es razón, cierto él será el dios Cupido, que nacerá.
Con este amor y afición fingido comienzan poco a poco a ganar la voluntad de su hermana. Ella las mandó asentar a sus sillas para que descansasen, y luego las hizo lavar en el baño; y después de lavadas sentáronse a la mesa, donde les fueron dados manjares reales en abundancia; y luego vino la música y comenzaron a cantar y a tañer muy suavemente: lo cual, aunque no veían quién lo hacía, era tan dulcísima música que parecía cosa celestial; pero con todo esto no se amansaba la maldad de las falsas mujeres, ni pudieron tomar espacio ni holganza con todo aquello: antes, procuraban de armar su lazo de engaños que traían pensado. Y comenzaron disimuladamente a meter palabras, preguntándole qué tal era su marido y de qué nación o ley venía. Psique, con su simpleza, habiéndosele olvidado lo que su marido le encomendara, comenzó a fingir una nueva razón, diciendo que su marido era de una gran provincia, y que era mercader que trataba en grandes mercadurías, y que era hombre de más de media edad, que ya le comenzaban a nacer canas. No tardó mucho en esta habla, que luego las cargó de joyas y ricos dones, y mandó al viento que las llevase: después que el viento las puso en aquel risco, tornáronse a casa altercando entre sí de esta manera:
«¿Qué podemos decir de una tan gran mentira como nos dijo aquella loca? Una vez nos dijo que era su marido un mancebo que entonces le apuntaban las barbas; ahora dice que es de más de media edad y ya tiene canas: ¿quién puede ser aquel que en tan poco espacio de tiempo le vino la vejez? Cierto, hermana, tú hallarás que esta mala hembra nos miente, o ella no conoce quién es su marido; y cualquier cosa de éstas que sea nos conviene que la echemos de estas riquezas; y si, por ventura, no conoce a su marido, cierto por eso se casó ella, y nos trae algún dios en su vientre; y así fuese lo que nunca Dios quiera, que ésta oyese ser madre de niño divino: luego me ahorcaría con una soga; así que tornemos a nuestros padres y callemos esto, encubriéndolo con el mejor color que podremos.»
En esta manera, inflamadas de la envidia, tornáronse a casa y hablaron a sus padres, aunque de mala gana.
Capítulo IV
Cómo venidas las hermanas a visitar a Psique le aconsejan que trabaje por ver quién es aquel con quien tiene acceso, fingiéndole que sea un dragón: y ella, convencida del consejo, le ve viniendo a dormir, e indignado Cupido nunca más la vio.
-Aquella noche, sin poder dormir sueño, turbadas de la pena y fatiga que tenían, luego como amanecía corrieron cuanto pudieron hasta el risco, de donde, con la ayuda del viento acostumbrado, volaron hasta casa de Psique; y con unas pocas de lágrimas que, por fuerza y apretando los ojos, sacaron, comenzaron a hablar a su hermana de esta manera:
«Tú piensas que eres bienaventurada, y estás muy segura y sin ningún cuidado, no sabiendo cuánto mal y peligro tienes. Pero nosotras, que con grandísimo cuidado velamos sobre lo que te cumple, mucho somos fatigadas con tu daño: porque has de saber que hemos hallado por verdad que este tu marido que se echa contigo es una serpiente grande y venenosa; lo cual, con el dolor y pena que de tu mal tenemos, no te podemos encubrir, y ahora se nos recuerda de lo que el dios Apolo respondió cuando le consultaron sobre tu casamiento, diciendo que tú eras señalada para casarte con una cruel bestia. Y muchos de los vecinos de estos linajes que andan a cazar por estas montañas, y otros labradores, dicen que han visto este dragón cuando a la tarde torna de buscar de comer, que se echa a nadar por este río para pasar acá; y todos afirman que te quiere engordar con estos regalos y manjares que te da, y cuando esta tu preñez estuviere más crecida y tú estuvieres bien llena, por gozar de más hartura que te ha de tragar; así que en esto está ahora tu estimación y juicio. Si por ventura quieres más o creer a tus hermanas que por tu salud andan solícitas y que vivas con nosotras segura de peligro huyendo de la muerte, o si quieres quizá ser enterrada en las entrañas de esta cruelísima bestia. Porque si las voces solas que en este campo oís, o el escondido placer y peligroso dormir juntándote con este dragón te deleitan, sea como tú quisieres, que nosotras con esto cumplimos, y ya habemos hecho oficio de buenas hermanas.»
Entonces, la pobre Psique, como era muchacha y de noble condición, creyó lo que le dijeron, y con palabras tan espantables salió de sí fuera de seso: por lo cual se le olvidó los amonestamientos de su marido y de todos los prometimientos que ella le hizo, y lánzase en el profundo de su desdicha y desventura; y temblando, la color amarilla, no pudiendo cuasi hablar, cortándosele las palabras y medio hablando, como mejor pudo, les dijo de esta manera:
«Vosotras, señoras hermanas, hacéis oficio de piedad y virtud como es razón: y creo yo muy bien que aquellos que tales cosas os dijeron no fingieron mentira, porque yo hasta hoy nunca pude ver la cara de mi marido ni supe de dónde se es. Solamente lo oigo hablar de noche, y con esto paso y sufro marido incierto y que huye de la luz; y de esta manera consiento que digáis que tengo una gran bestia por marido, y que me espanta diciendo que no lo puedo ver: y siempre me amenaza que me vendrá gran mal si porfío en querer ver su cara. Y pues que así es, si ahora podéis socorrer al peligro de vuestra hermana con alguna ayuda y favor saludable, hacedlo y socorrerme, porque si no lo hacéis podré muy bien decir que la negligencia siguiente corrompe el beneficio de la providencia pasada.»
Cuando las dos malas mujeres hallaron el corazón y voluntad de Psique descubierto para recibir lo que le dijeren, dejados los engaños secretos, comenzaron con las espadas descubiertas públicamente a combatir el pensamiento temeroso de la simple mujer, y la una de ellas dijo de esta manera:
«Porque el vínculo de nuestra hermandad nos compele por tu salud a quitarte delante los ojos cualquier peligro, te mostraremos un camino que días ha habemos pensado, el cual sólo te sacará a puerto de salud, y es éste: Tú has de esconder secretamente en la parte de la cama donde te sueles acostar una navaja bien aguda, que en la palma de la mano se aguzó, y pondrás un candil lleno de aceite bien aparejado y encendido debajo de alguna cobertura al canto de la sala: y con todo este aparejo, muy bien disimulado, cuando viniere aquella serpiente y subiese en la cama como suele, desde que ya tú veas que él comienza a dormir y con el gran sueño comienza a resollar, salta de la cama y descalza muy paso, y saca el candil debajo de donde está escondido, y toma de consejo del candil oportunidad para la hazaña que quieres hacer; y con aquella navaja, alzada primeramente la mano derecha con el mayor esfuerzo que pudieres, da en el nudo de la cerviz de aquel serpiente venenoso, y córtale la cabeza: y no pienses que te faltará nuestra ayuda, porque luego que tú con su muerte hayas traído vida para ti, estaremos esperándote con mucha ansia, para que llevándote aquí con todos estos tus servidores y riquezas que aquí tienes, te casaremos como deseamos con hombre humano, siendo tú mujer humana.»
Con estas palabras encendieron tanto las entrañas de su hermana, que la dejaron cuasi del todo ardiendo. Y ellas, temiendo del mal consejo que daban a la otra no les viniese algún gran mal por ello, se partieron, y con el viento acostumbrado se fueron hasta encima del risco, de donde huyeron lo más presto que pudieron, y entráronse en sus naos y fuéronse a sus tierras. Psique quedó sola: aunque quedando fatigada de aquellas furias no estaba sola, pero llorando fluctuaba su corazón como la mar cuando anda con tormenta; y como quiera que ella tenía deliberado con voluntad muy obstinada el consejo que le habían dado, pensando como había de hacer aquel negocio, pero todavía titubeaba y estaba incierta del consejo, pensando en el mal que le podía venir; y de esta manera ya lo quería hacer, ya lo quería dilatar: ahora osaba, ahora temía: ya desconfiaba, ya se enojaba. En fin, lo que más le fatigaba era que en un mismo cuerpo aborrecía a la serpiente y amaba a su marido.
Cuando ya fue tarde que la noche se venía, ella comenzó a aparejar con mucha prisa aquel aparato de su mala hazaña; y siendo de noche vino el marido a la cama, el cual, de que hubo burlado con ella, comenzó a dormir con gran sueño. Entonces, Psique, como quiera que era delicada del cuerpo y del ánimo, pero ayudándole la crueldad de su hado se esforzó, y sacando el candil debajo de donde estaba, tomó la navaja en la mano, y su osadía venció y mudó la flaqueza de su género. Como ella alumbrase con el candil y pareciese todo el secreto de la cama, vido una bestia, la más mansa y dulcísima de todas las fieras: digo que era aquel hermoso dios del amor que se llama Cupido, el cual estaba acostado muy hermosamente; y con su vista alegrándose, la lumbre de la candela creció, y la sacrílega y aguda navaja resplandeció. Cuando Psique vio tal vista, espantada y puesta fuera de sí, desfallecida, con la color amarilla, temblando, se cortó y cayó sobre las rodillas, y quiso esconder la navaja en su seno, e hiciéralo, salvo por el temor de tan gran mal como quería hacer se le cayó la navaja de la mano.
Estando así fatigada y desfallecida, cuanto más miraba la cara divina de Cupido tanto más recreaba con su hermosura. Ella le veía los cabellos como hebras de oro, llenos de olor divino; el cuello, blanco como la leche; la cara, blanca y roja como rosas coloradas, y los cabellos de oro colgando por todas partes, que resplandecían como el Sol y vencían a la lumbre del candil. Tenía asimismo en los hombros péñolas de color de rosas y flores; y como quiera que las alas estaban quedas, pero las otras plumas debajo de las alas tiernas y delicadas estaban temblando muy gallardamente; y todo lo otro del cuerpo estaba hermoso y sin plumas, como convenía a hijo de la diosa Venus, que lo parió sin arrepentirse por ello. Estaba ante los pies de la cama el arco y las saetas, que son armas del dios de amor; lo cual todo estando mirando Psique no se hartaba de mirarlo, maravillándose de las armas de su marido, sacó del carcaj una saeta, y estándola tentando con el dedo a ver si era aguda como decían, hincósele un poco de la saeta, de manera que le comenzaron a salir unas gotas de sangre de color de rosas, y de esta manera, Psique, no sabiendo, cayó y fue presa de amor del dios de amor: entonces, con mucho mayor ardor de amor, se abajó sobre él y le comenzó a besar con tan gran placer, que temía no despertase tan presto. Estando ella en este placer herida del amor, el candil que tenía en la mano, o por no ser fiel, o de envidia mortal, o que por ventura él también quiso tocar el cuerpo de Cupido, o quizá besarlo, lanzó de sí una gota de aceite hirviendo, y cayó sobre el hombro derecho de Cupido. ¡Oh candil osado y temerario y vil servidor del amor! Tú quemas al dios de todo el fuego; y porque tú para esto no eras menester, sino que algún enamorado te halló primeramente para gozar en la obscuridad de la noche de lo que bien querría. De esta manera el dios Cupido, quemado, saltó de la cama, y conociendo que su secreto era descubierto, callando desapareció y huyó de los ojos de la desdichada de su mujer. Psique arrebató con ambas manos la pierna derecha de Cupido, que se levantaba, y así fue colgando de sus pies por las nubes del cielo hasta tanto que cayó en el suelo. Pero el dios del amor no la quiso desamparar caída en tierra, y vino volando a sentarse en un ciprés que allí estaba cerca, de donde con enojo gravemente la comenzó a increpar diciendo de esta manera:
«¡Oh Psique, mujer simple: yo, no recordando de los mandamientos de mi madre Venus, la cual me había mandado que te hiciese enamorada de un hombre muy miserable de bajo linaje, te quise bien y fui tu enamorado; pero esto que hice bien sé que fue hecho livianamente! Y yo mismo, que soy ballestero para los otros, me herí con mis saetas y te tomé por mujer. Parece que lo hice yo por parecerte serpiente y porque tú cortases esta cabeza que trae los ojos que bien te quisieron. No sabes tú cuántas veces te decía que te guardases de eso, y benignamente te avisaba por que te apartases de ello. Pero aquellas buenas mujeres tus consejeras prestamente me pagarán el consejo que te dieron; y a ti, con mi ausencia, huyendo de ti, te castigaré.»
Diciendo esto, levantose con sus alas y voló en alto hacia el cielo. Psique, cuando echada en tierra y cuanto podía con la vista, miraba cómo su marido iba volando, y afligido su corazón con muchos lloros y angustias. Después que su marido desapareció volando por las alturas del cielo, ella, desesperada, estando en la ribera de un río, lanzose de cabeza dentro; pero el río se tornó manso por honra y servicio del dios del amor, cuya mujer era ella, el cual suele inflamar de amor a las mismas aguas y a las ninfas de ellas. Así, que temiendo de sí mismo, tomola con las ondas, sin hacerle mal, y púsola sobre las flores y hierbas de su ribera. Acaso el dios Pan, que es dios de las montañas, estaba asentado en un altozano cerca del río: el cual estaba tañendo con una flauta y enseñando a tañer a la ninfa Caña. Estaban asimismo alrededor de él una manada de cabras, que andaban paciendo los árboles y matas que estaban sobre el río. Cuando el dios peloso vio a Psique tan desmayada y así herida de dolor, que ya él bien sabía su desdicha y pena, llamola y comenzó a halagarla y consolar con blandas palabras, diciendo de esta manera:
«Doncella sabida y hermosa: como quiera que soy pastor y rústico, pero por ser viejo soy instruido de muchos experimentos; de manera que, si bien conjeturo aquello que los prudentes varones llaman adivinanza, yo conozco de este tu andar titubeando con los pies, y de la color amarilla de tu cara, y de tus grandes suspiros y lágrimas de los ojos, bien creo cierto que tú andas fatigada y muerta de gran dolor; pues que así es, tú escúchame y no tornes a lanzarte dentro en el río ni te mates con ningún otro género de muerte; quita de ti el luto y deja de llorar. Antes procura aplacar con plegarias al dios Cupido, que es mayor de los dioses, y trabaja por merecer su amor con servicios y halagos, porque es mancebo delicado y muy regalado.»
Capítulo V
Cómo Psique, muy triste, se fue a consolar con las hermanas de la desdichada fortuna en que había caído por su consejo; y ellas, codiciosas de casar con el dios Cupido, fueron despeñadas en pena de su maldad; y cómo sabiendo la diosa Venus este acontecimiento, trabajó por vengarse de Cupido.
-Cuando esto acabó de decir el dios pastor, Psique, sin responderle palabra ninguna, sino solamente adorando su deidad, comenzó a andar su camino; y antes que hubiese andado mucho camino, entró por una senda que atravesaba, por la cual yendo, llegó a una ciudad adonde era el reino del marido de una de aquellas sus dos hermanas: y como la reina su hermana supo que estaba allí, mandole entrar, y después que se hubieron abrazado ambas a dos, preguntole qué era la causa de su venida. Psique le respondió:
«¿No te recuerdas tú, señora hermana, el consejo que me disteis ambas a dos que matase a aquella gran bestia que se echaba conmigo de noche en nombre de mi marido antes que me tragase y comiese, para lo cual me diste una navaja? Lo cual, como yo quisiese hacer, tomé un candil, y luego que miré su gesto y cara veo una cosa divina y maravillosa: al hijo de la diosa Venus, digo, al dios Cupido, que es dios del amor, que estaba hermosamente durmiendo, y como yo estaba incitada de tan maravillosa vista, turbada de tan gran placer, y no me pasase de ver aquel hermoso gesto, a caso fortuito y pésimo rehirvió el aceite del candil que tenía en la mano y cayó una gota hirviendo en su hombro, y con aquel gran dolor despertó, y como me vio armada con hierro y fuego, díjome: «¿Y cómo has hecho tan gran maldad y traición? Toma luego todo lo tuyo y vete de mi casa.» Además de esto dijo: «Yo tomaré a tu hermana en tu lugar y me casaré con ella, dándole arras y dote.» Diciendo esto, mandó al viento cierzo que me aventase fuera de los términos de su casa.»
No había acabado Psique de hablar estas palabras, cuando la hermana, estimulada e incitada de mortal envidia, compuesta de una mentira para engañar a su marido, diciendo que había sabido de la muerte de sus padres, metiose en una nave y comenzó a andar hasta que llegó a aquel risco grande, en el cual subió, como quiera que otro viento a la hora ventaba; pero ella, con aquella ansia y con ciega esperanza dijo:
«¡Oh Cupido! Recíbeme, que soy digna de ser tu mujer, y tú, viento cierzo, recibe a tu señora.»
Con estas palabras dio un salto grande del risco abajo; pero ella viva ni muerta pudo llegar al lugar que deseaba, porque por aquellos riscos y piedras se hizo pedazos, como ella merecía, y así murió, haciéndose manjar de las aves y bestias de aquel monte. Tras de ésta no tardó mucho la pena y venganza de la otra su hermana; porque, yendo Psique por su camino más adelante, llegó a otra ciudad en la cual moraba la otra su hermana, según que hemos dicho; la cual, asimismo con engaño de su hermandad, hizo ni más ni menos que la otra: que queriendo el casamiento que no le cumplía, fuese cuanto más presto pudo a aquel risco, de donde cayó y murió, como hizo la otra.
Entre tanto, Psique, andando muy congojosa en busca de su marido Cupido, cercaba todos los pueblos y ciudades; pero él, herido de la llaga que le hizo la gota de aceite del candil, estaba echado enfermo y gimiendo en la cama de su madre. Entonces una ave blanca que se llama gaviota, que andaba nadando con sus alas sobre las ondas de la mar, zambullose cerca del profundo del mar Océano y halló allí a la diosa Venus que se estaba lavando y nadando en aquel agua; a la cual se llegó y le dijo cómo «su hijo Cupido estaba malo de una grave llaga de fuego que le daba mucho dolor, llorando, y en mucha duda de su salud, por la cual causa toda la gente y familia de Venus era infamada y vituperada por los pueblos y ciudades de toda la tierra, diciendo que él se había ocupado y apartado con una mujer serrana y montañesa, y tú asimismo te has apartado andando en la mar nadando y a tu placer, y por esto ya no hay entre las gentes placer ninguno ni gracia ni hermosura; pero todas las cosas están rústicas, groseras y sin atavío: ya ninguno se casa ni nadie tiene amistad con mujer ni amor de hijos, sino todo al contrario, sucio y feo y para todos enojoso.»
Cuando aquella ave parlera dijo estas cosas a Venus, reprendiendo a su hijo Cupido, Venus, con mucha ira, exclamó fuertemente, diciendo:
-Parece ser que ya aquel bueno de mi hijo tiene alguna amiga; hazme tanto placer tú, que me sirves con más amor que ninguna, que me sepas el nombre de aquella que engañó este muchacho de poca edad: ahora sea alguna de las ninfas o del número de las diosas, o ahora sea de las musas o del ministerio de mis gracias.»
Aquella ave parlera no calló lo que sabía, diciendo:
«Cierto, señora; no sé cómo se llama; pienso, si bien me acuerdo, que tu hijo muere por una llamada Psique.»
Entonces, Venus, indignada, comenzó a dar voces, diciendo:
«Ciertamente, él debe de amar a aquella Psique que pensaba tener mi gesto y era envidiosa de mi nombre: de lo que más tengo enojo en este negocio es que me hizo a mí su alcahueta, porque yo le mostré y enseñé por dónde conociese aquella moza.»
De esta manera, riñendo y gritando, prestamente se salió de la mar y fuese luego a su cámara, adonde halló a su hijo malo, según lo había oído, y desde la puerta comenzó a dar voces, diciendo de esta manera:
«¡Honesta cosa es, y que cumple mucho a nuestra honra y a tu buena fama lo que has hecho! ¿Parécete buena cosa menospreciar y tener en poco los mandamientos de tu madre, que más es tu señora, dándome pena con los sucios amores de mi enemiga, la cual en esta tu pequeña edad juntaste contigo con tus atrevidos y temerarios pensamientos? ¿Piensas tú que tengo yo de sufrir por amor de ti nuera que sea mi enemiga? Pero tú, mentiroso y corrompedor de buenas costumbres, ¿presumes que tú sólo eres engendrado para los amores, y que yo, por ser ya mujer de edad, no podré parir otro Cupido? Pues quiero ahora que sepas que yo podré engendrar otro mucho mejor que tú, y aunque, porque más sientas la injuria, adoptaré por hijo a alguno de mis esclavos y servidores; y le daré yo alas y llamas de amor con el arco y las saetas, y todo lo otro que te di a ti, no para estas cosas en que tú andas, que aun bien sabes tú que de los bienes de tu padre ninguna cosa te he dado para esta negociación; pero tú, como desde muchacho fuiste mal criado y tienes las manos agudas, muchas veces, sin reverencia ninguna, tocaste a tus mayores, y aun a mí, que soy tu madre. A mí misma digo que, como parricida, cada día me descubres y muchas veces me has herido, y ahora me menosprecias como si fuese viuda, que aun no temes a tu padrastro, el dios Marte, muy fuerte y tan grande guerreador. ¿Qué no puedo yo decir en esto que tú muchas veces, por darme pena, acostumbraste a darle mujeres? Pero yo haré que te arrepientas de este juego, y que tú sientas bien estas acedas y amargas bodas que hiciste, como quiera que esto que digo es por demás, porque éste burlará de mí. Pues ¿qué haré ahora, o en qué manera castigaré a este bellaco? No sé si pida favor de mi enemiga la Templanza, la cual yo ofendí muchas veces por la lujuria y vicio de éste; como quiera que sea, yo delibero de ir a hablar con esta dueña, aunque sea rústica y severa; pena recibo en ello, pero no es de desechar el placer de tanta venganza, y por esto yo le quiero hablar, que no hay otra ninguna que mejor castigue a este mentiroso y le quite las saetas y el arco y le desnude de todos sus fuegos de amores; y no solamente hará esto, pero a su persona misma resistirá con fuertes remedios. Entonces pensaré yo que mi injuria está satisfecha cuando le rayere de la cabeza aquellos cabellos de color de oro, que muchas veces le atavié con estas mis manos, y cuando le trasquilare aquellas alas que yo en mi falda le unté con algalia y almizcle muchas veces.»
Después que Venus hubo dicho todas estas palabras, saliose fuera muy enojada, diciendo palabras de enojo; pero la diosa Ceres y Juno, como la vieron enojada, la fueron a acompañar y le preguntaron qué era la causa por que traía el gesto tan turbado, y los ojos, que resplandecían de tanta hermosura, traía tan revueltos, mostrando su enojo. Ella respondió:
«A buen tiempo venís para preguntarme la causa de este enojo que traigo, aunque no por mi voluntad, sino porque otro me lo ha dado; por ende, yo os ruego que con todas vuestras fuerzas me busquéis a aquella huidora de Psique, doquier que la halláredes, porque yo bien sé que vosotras bien sabéis toda la historia de lo que ha acontecido en mi casa de este hijo que no oso decir que es mío.»
Entonces ellas, sabiendo bien las cosas que habían pasado, deseando amansar la ira de Venus, comenzáronle a hablar de esta manera:
«¿Qué tan gran delito pudo hacer tu hijo que tú, señora, estés contra él enojada con tan gran pertinacia y malenconia, y que aquella que él mucho ama tú la desees destruir? Porque te rogamos que mires bien si es crimen para éste que le pareciese bien una doncella. ¿No sabes que es hombre? ¿Se te ha olvidado ya cuántos años ha tu hijo? Porque es mancebo y hermoso, ¿tú piensas que es todavía muchacho? Tú eres su madre y mujer de seso, y siempre has experimentado los placeres y juegos de tu lujo: y tú culpas en él y reprendes sus artes y vicios y amores, y ¿quieres encerrar la tienda pública de los placeres de las mujeres?»
En esta manera ellas querían satisfacer al dios Cupido, aunque estaba ausente, por miedo de sus saetas. Mas Venus, viendo que ellas trataban su injuria burlándose de ella, dejándolas a ellas con la palabra en la boca, cuanto más prestamente pudo tomó su camino para la mar, de donde había salido.
Sexto libro
Argumento
Después de haber buscado con mucha fatiga a Cupido y después de lo que le avisó Ceres y del mal acogimiento que halló en Juno, Psique, de su propia voluntad se ofreció a Venus; y luego escribe la subida de Venus al cielo, y cómo pidió ayuda a los dioses; y con cuánta soberbia trataba a Psique, mandándole que apartase de un montón grande de todas las simientes cada linaje de granos por su parte, y que le trajese el vellocino de oro; y del licor del lago infernal le trajese un jarro lleno; asimismo le trajese una bujeta llena de la hermosura de Proserpina; todas las cuales cosas hechas por ayuda de los dioses, Psique casó con su Cupido en el consejo de los dioses. Y sus bodas fueron celebradas en el cielo, del cual matrimonio nació el Deleite.
Capítulo I
Cómo Psique, muy lastimada, llorando, fue al templo de Ceres y al de Juno a demandarles socorro de su fatiga, y ninguna se le dio por no enojar a Venus.
-Entre tanto, Psique discurría y andaba por diversas partes y caminos, buscando de día y de noche, con mucha ansia y trabajo, si podría hallar rastro de su marido; y tanto más le crecía el deseo de hallarlo, cuanto era la pena que traía en buscarlo, y deliberaba entre sí que si no lo pudiese con sus halagos, como su mujer amansar, que al menos como sierva, con sus ruegos y oraciones lo aplacaría. Yendo en esto pensando vio un templo encima de tan alto monte, y dijo:
«¿Dónde sé yo ahora si por ventura mi señor mora en este templo?»
Luego enderezó el paso hacia allá, el cual como quiera que ya le desfallecía por los grandes y continuos trabajos, pero la esperanza de hallar a su marido la aliviaba. Así que, habiendo ya subido y pasado todos aquellos montes, llegó al templo y entrose dentro, donde vio muchas espigas de trigo y cebada, hoces y otros instrumentos para segar; pero todo estaba por el suelo, sin ningún orden, confuso, como acostumbran a hacer los segadores cuando con el trabajo se les cae de las manos. Psique, como vio todas estas cosas derramadas, comenzó a apartar cada cosa por su parte y componerlo y ataviarlo todo, pensando, como era razón, que de ningún dios se deben menospreciar las ceremonias, antes, procurar de siempre tener propicia su misericordia. Estando Psique ataviando y componiendo estas cosas entró la diosa Ceres, y como la vio, comenzó de lejos a dar grandes voces, diciendo:
«¡Oh Psique desventurada! La diosa Venus anda por todo el mundo con grandísima ansia buscando rastro de ti: y con cuanta furia puede desea y busca traerte a la muerte; y con toda la fuerza de su deidad procura haber venganza de ti, y tú ahora estás aquí teniendo cuidado de mis cosas. ¿Cómo puedes tú pensar otra cosa sino lo que cumple a tu salud?»
Entonces, Psique lanzose a sus pies y comenzolos a regar con sus lágrimas y barrer la tierra con sus cabellos, suplicando y pidiéndole perdón con muchos ruegos y plegarias, diciendo:
«Ruégote, señora, por la tu diestra mano sembradora de los panes, y por las ceremonias alegres de las sementeras, y por los secretos de las canastas de pan, y por los carros que traen los dragones tus siervos, y por las aradas y barbechos de Sicilia, y por el carro de Plutón que arrebató a Proserpina, y por el descendimiento de tus bodas, y por la tornada cuando tornó con las hachas ardiendo de buscar a su hija, y por el sacrificio de la ciudad eleusina, y por las otras cosas y sacrificios que se hacen en silencio, que socorras a la triste ánima de tu sierva Psique, y consiénteme que entre estos montones de espigas me pueda esconder algunos pocos días, hasta que la cruel ira de tan gran diosa como es Venus por espacio de algún tiempo se amanse, o hasta que al menos mis fuerzas, cansadas de tan continuo trabajo, con un poco de reposo se restituyan.»
Ceres le respondió:
«Ciertamente yo me he conmovido a compasión por ver tus lágrimas y lo que me ruegas, y deseo ayudarte; pero no quiero incurrir en desgracia de aquella buena mujer de mi cuñada, con la cual tengo antigua amistad. Así, que tú parte luego de mi casa, y recibe en gracia que no fuiste presa por mí ni retenida.»
Cuando esto oyó Psique, contra lo que ella pensaba, afligida de doblada pena y enojo tomó su camino, tornando para atrás, y vio un hermoso templo que estaba en una selva de árboles muy grandes, en un valle, el cual era edificado muy pulidamente: y como ella se tuviese por dicho ninguna vía dudosa o de mejor esperanza jamás dejarla de probar, y que andaba buscando socorro de cualquier dios que hallase, llegose a la puerta del templo y vio muy ricos dones de ropas y vestiduras colgadas de los postes y ramas de los árboles, con letras de oro que declaraban la causa por que eran allí ofrecidas y el nombre de la diosa a quien se dan. Entonces, Psique, las rodillas hincadas, abrazando con sus manos el altar y limpiadas las lágrimas de sus ojos, comenzó a decir de esta manera:
«¡Oh, tú, Juno, mujer y hermana del gran Júpiter! O tú estás en el antiguo templo de la isla de Samos, la cual se glorifica porque tú naciste allí y te criaste: o estás en las sillas de la alta ciudad de Cartago, la cual te adora como doncella que fuiste llevada al cielo encima de un león: o si por ventura estás en la ribera del río Inaco, el cual hace memoria de ti, que eres casada con Júpiter y reina de las diosas: o tú estás en las ciudades magníficas de los griegos, adonde todo Oriente te honra como diosa de los casamientos y todo Occidente te llama Lucina: o doquiera que estés, te ruego que socorras a mis extremas necesidades, y a mí, que estoy fatigada de tantos trabajos pasados, plégate librarme de tan gran peligro como está sobre mí, porque yo bien sé que de tu propia gana y voluntad acostumbras socorrer a las preñadas que están en peligro de parir.»
Acabado de decir esto, luego le apareció la diosa Juno, con toda su majestad, y dijo:
«Por Dios, que yo querría dar mi favor y todo lo que pudiese a tus rogativas, pero contra la voluntad de Venus, mi nuera, la cual siempre amé en lugar de mi hija, no lo podría hacer, porque la vergüenza me resiste. Además de esto, las leyes prohíben que nadie pueda recibir a los esclavos fugitivos contra la voluntad de sus señores.»
Capítulo II
Cómo, cansada Psique de buscar remedio para hallar a su marido Cupido, acordó de irse a presentar ante Venus por demandarle merced, porque Mercurio la había pregonado, y cómo Venus la recibió.
-Con este naufragio de la fortuna, espantada Psique viendo asimismo que ya no podía alcanzar a su marido, que andaba volando, desesperada de toda su salud, comenzó a aconsejarse con su pensamiento en esta manera: ¿Qué remedio se puede ya buscar ni tentar para mis penas y trabajos a los cuales el favor y ayuda de las diosas, aunque ellas lo querían, no pudo aprovechar? Pues que así es, ¿adónde podría yo huir, estando cercada de tantos lazos? ¿Y qué casas o en qué soterraños me podría esconder de los ojos inevitables de la gran diosa Venus? Pues que no puede huir, toma corazón de hombre y fuertemente resiste a la quebrada y perdida esperanza y ofrécete de tu propia gana a tu señora, y con esta obediencia, aunque sea tarde, amansarás su ímpetu y saña. ¿Qué sabes tú si por ventura hallarás allí, en casa de la madre, al que muchos días hace que andas a buscar? De esta manera aparejada para el dudoso servicio y cierto fin, pensaba entre sí el principio de su futura suplicación.
En este medio tiempo, Venus, enojada de andar a buscar a Psique por la tierra, acordó de subirse al cielo, y mandando aparejar su carro, el cual Vulcano, su marido, muy sutil y pulidamente había fabricado y se lo había dado en arras de su casamiento, hecho las ruedas de manera de la Luna, muy rico y precioso, con daño de tanto oro y de muchas otras aves, que estaban cerca de la cámara de Venus, salieron cuatro palomas muy blancas, pintados los cuellos, y pusiéronse para llevar el carro; y recibida la señora encima del carro, comenzaron a volar alegremente, y tras del carro de Venus comenzaron a volar muchos pájaros y aves, que cantaban muy dulcemente, haciendo saber cómo Venus venía. Las nubes dieron lugar, los cielos se abrieron y el más alto de ellos la recibió alegremente; las aves iban cantando: con ella no temían las águilas y halcones que encontraban. En esta manera, Venus, llegada al palacio real de Júpiter, y con mucha osadía y atrevimiento, pidió a Júpiter que mandase al dios Mercurio le ayudase con su voz, que había menester para cierto negocio. Júpiter se lo otorgó y mandó que así se hiciese. Entonces ella, alegremente, acompañándola Mercurio, se partió del cielo, la cual en esta manera habló a Mercurio:
«Hermano de Arcadia, tú sabes bien que tu hermana Venus nunca hizo cosa alguna sin tu ayuda y presencia; ahora tú no ignoras cuánto tiempo ha que yo no puedo hallar a aquella mi sierva que se anda escondiendo de mí: así que ya no tengo otro remedio sino que tú públicamente pregones que le será dado gran premio a quien la descubriere. Por ende, te ruego que hagas prestamente lo que digo. Y en tu pregón da las señales e indicios por donde manifiestamente se pueda conocer. Porque si alguno incurriere en crimen de encubrirla ilícitamente, no se pueda defender con excusación de ignorancia.»
Y diciendo esto, le dio un memorial en el cual se contenía el nombre de Psique y las otras cosas que había de pregonar. Hecho esto, luego se fue a su casa. No olvidó Mercurio lo que Venus le mandó hacer, y luego se fue por todas las ciudades y lugares, pregonando de esta manera: Si alguno tomare o mostrare dónde está Psique, hija del rey y sierva de Venus, que anda huida, véngase a Mercurio, pregonero que está tras el templo de Venus, y allí recibirá por galardón de su indicio, de la misma diosa Venus, siete besos muy suaves y otro muy más dulce. De esta manera pregonando Mercurio, todos los que lo oían, con codicia de tanto premio, se aderezaron para buscarla. La cual cosa, oída por Psique, le quitó toda tardanza de irse a presentar ante Venus, y llegando ella a las puertas de su señora, salía a ella una doncella de Venus, que había nombre Costumbre, la cual, como vio a Psique, comenzó a dar grandes voces, diciendo:
«Vos, dueña, mala esclava, hasta que ya sentís que tenéis señora: aun sobre toda la maldad de tus malas mañas finges ahora que no sabes cuánto trabajo hemos pasado buscándote. Pero bien está, pues que caíste en mis manos: haz cuenta que caíste en la cárcel del infierno, y donde no podrás salir, y prestamente recibirás las penas de tu contumacia y rebeldía.»
Diciendo esto, arremetió a ella, y con gran audacia echole mano de los cabellos y comenzola a llevar ante Venus, como quiera que Psique no resistía la ida. La cual, luego que Venus la vio comenzose de reír como suelen hacer todos los que están con mucha ira, y meneando la cabeza, rascándose en la oreja, comenzó a decir:
«Basta que ya fuiste contenta de hablar a tu suegra; y por cierto, antes creo yo que lo hiciste por ver a tu marido, que está a la muerte de la llaga de tus manos; pero está segura que yo te recibiré como conviene a buena nuera.»
Y como esto dijo, mandó llamar a sus criadas la Costumbre y la Tristeza, a las cuales, como vinieron, mandó que azotasen a Psique. Ellas, siguiendo el mandamiento de su señora, dieron tantos de azotes a la mezquina de Psique, que la afligieron y atormentaron, y así la tornaron a presentar otra vez ante su señora. Cuando Venus la vio comenzose otra vez a reír, y dijo:
«¿Y aun ves cómo en la alcahuetería de su vientre hinchado nos conmueve a misericordia? ¿Piensas hacerme abuela bien dichosa con lo que saliere de esta tu preñez? Dichosa yo, que en la flor de mi juventud me llamarán abuela y el hijo de una esclava bellaca oirá que le llame nieto de Venus. Pero necia soy en esto yo, porque por demás puedo yo decir que mi hijo es casado, porque estas bodas no son entre personas iguales, y además de esto fueron hechas en un monte sin testigos y no consintiendo su padre, por lo cual estas bodas no se pueden decir legítimamente hechas; y por esto, si yo consiento que tú hayas de parir, a lo menos nacerá de ti un bastardo.»
Y diciendo esto, arremetió con ella y rompiole las tocas, trabándole de los cabellos y dándole de cabezadas, que la afligió gravemente; luego tomó trigo y cebada, mijo, simientes de adormideras, garbanzos, lentejas y habas, lo cual, todo mezclado y hecho un gran montón, dijo a Psique:
«Tú me pareces tan disforme y bellaca esclava, que con ninguna cosa aplaces a tus enamorados, sino con los muchos servicios que les haces. Pues yo quiero ahora experimentar tu diligencia. Aparta todos los granos de estas simientes que están juntas en este montón, y cada simiente de éstas, muy bien dispuestas y apartadas de por sí, me las has de dar antes de la noche.»
Y dicho esto, ella se fue a cenar a las bodas de sus dioses. Psique, embargada con la grandeza de aquel mandamiento, estaba callando como una muerta, que nunca alzó la mano a comenzar tan grande obra para nunca acabar. Entonces aquella pequeña hormiga del campo, habiendo mancilla de tan gran trabajo y dificultad, como era el de la mujer del gran dios del amor, maldiciendo la crueldad de su suegra Venus, discurrió prestamente por esos campos y llamó y rogó a todas las batallas y muchedumbres de hormigas diciéndoles:
«¡Oh sutiles hijas y criadas de la tierra, madre de todas las cosas, habed merced y mancilla y socorred con mucha velocidad a una moza hermosa, mujer del dios de Amor, que está en mucho peligro!»
Entonces, como ondas de agua, venían infinitas hormigas cayendo unas sobre otras, y con mucha diligencia cada una, grano a grano, apartaron todo el montón. Después de apartados y divisos todos los géneros de granos de cada montón sobre sí, prestamente se fueron de allí. Luego, al comienzo de la noche, Venus, tornando de su fiesta, harta de vino y muy olorosa, llena toda la cabeza y cuerpo de rosas resplandecientes, vista la diligencia del gran trabajo, dijo:
«¡Oh mala!; no es tuya ni de tus manos esta obra, sino de aquel a quien tú por tu mal y por el suyo has aplacido.»
Y diciendo esto, echole un pedazo de pan, para que comiese y fuese a acostar. Entre tanto, Cupido estaba solo y encerrado en una cámara de las que estaban más adentro de casa: el cual estaba allí encerrado así por que la herida no se dañase, si algún mal deseo le viniese, como por que no hablase con su amada Psique. De esta manera, dentro de una casa y debajo de un tejado, apartados los enamorados, con mucha fatiga pasaron aquella noche negra y muy obscura.
Capítulo III
En el cual trata cómo la vieja, procediendo en su muy largo cuento, narra los trabajos que Venus dio a Psique, por darle ocasión a desesperar y morir. Y cómo, por conmiseración de los dioses, Venus la vino a perdonar, y con mucho placer se celebraron las bodas en el cielo.
-Después que amaneció, mandó Venus llamar a Psique y dijo de esta manera:
«¿Ves tú aquella floresta por donde pasa aquel río que tiene aquellos grandes árboles alrededor, debajo del cual está una fuente cerca? ¿Y ves aquellas ovejas resplandecientes y de color de oro que andan por allí paciendo sin que nadie las guarde? Pues ve allá luego y tráeme la flor de su precioso vellocino en cualquier manera que lo puedas haber.»
Psique, de muy buena gana se fue hacia allá, no con pensamiento de hacer lo que Venus le había mandado, sino por dar fin a sus males, lanzándose de un risco de aquellos dentro en el río. Cuando Psique llegó al río, una caña verde, que es madre de la música suave, meneada por un dulce aire por inspiración divina, habló de esta manera:
«Psique, tú que has sufrido tantas tribulaciones no quieras ensuciar mis santas aguas con tu misérrima muerte, ni tampoco llegues a estas espantosas ovejas, porque tomando el calor y ardor del Sol suelen ser muy rabiosas, y con los cuernos agudos y las frentes de piedra, aun mordiendo con los dientes ponzoñosos, matan a muchos hombres. Pero después que pasare el ardor del mediodía y las ovejas se van a reposar a la frescura del río, podrás esconderte debajo de aquel alto plátano, que bebe del agua de este río que yo bebo. Y como tú vieres que las ovejas, pospuesta toda su ferocidad, comienzan a dormir, sacudirás las ramas y hojas de aquel monte que está cerca de ellas y allí hallarás las guedejas de oro que se pegan por aquellas matas cuando las ovejas pasan.»
En esta manera la caña, por su virtud y humanidad, enseñaba a la mezquina de Psique de cómo se había de remediar. Ella, cuando esto oyó, no fue negligente en cumplirlo. Pero haciendo y guardando todo lo que ella dijo, hurtó el oro con la lana de aquellos montes, y cogido lo trajo y echó en el regazo de Venus. Mas con todo esto nunca mereció cerca de su señora galardón su segundo trabajo, antes, torciendo las cejas con una risa falsa, dijo en esta manera:
«Tampoco creo yo ahora que en esto que tú hiciste no faltó quien te ayudase falsamente. Pero yo quiero experimentar si por ventura tú lo haces con esfuerzo tuyo y prudencia o con ayuda de otro; por ende, mira bien aquella altura de aquel monte adonde están aquellos riscos muy altos, de donde sale una fuente de agua muy negra, y desciende por aquel valle donde hace aquellas lagunas negras y turbias y de allí salen algunos arroyos infernales. De allí, de la altura donde sale aquella fuente, tráeme este vaso lleno de rocío de aquella agua.»
Y diciendo esto, le dio un vaso de cristal, amenazándola con palabras ásperas si no cumpliese lo que le mandaba. Psique, cuando esto oyó, aceleradamente se fue hacia aquel monte, para subir encima de él y desde allí echarse, para dar fin a su amarga vida. Pero como llegó alrededor de aquel monte, vio una mortal y muy grande dificultad para llegar a él, porque estaba allí un risco muy alto que parecía que llegaba al cielo, y tan liso, que no había quien por él pudiese subir; de encima de aquél salía una fuente de agua negra y espantable, la cual, saliendo de su nación, corría por aquellos riscos abajo y venía por una canal angosta cercada de muchos árboles, la cual venía a un valle grande que estaba cercado de una parte y de otra de grandes riscos, adonde moraban dragones muy espantables, con los cuellos alzados y los ojos tan abiertos, para velar, que jamás los cerraban ni pestañeaban, en tal manera, que perpetuamente estaban en vela; y como ella llegó allí, las mismas aguas le hablaron, diciéndole muy muchas veces:
«Psique, apártate de ahí, mira muy bien lo que haces. Y guárdate de hacer lo que quieres; huye luego, si no, cata que morirás.»
Cuando Psique vio la imposibilidad que había de llegar a aquel lugar, fue tornada como una piedra, y aunque estaba presente con el cuerpo, estaba ausente con el sentido. En tal manera, que con el gran miedo del peligro estaba tan muerta que carecía del último consuelo y solaz de las lágrimas. Pero no pudo esconderse a los ojos de la Providencia tanta fatiga y turbación de la inocente Psique, la cual, estando en esta fatiga, aquella ave real de Júpiter que se llama águila, abiertas las alas, vino volando súbitamente, recordándose del servicio que antiguamente hizo Cupido a Júpiter, cuando por su diligencia arrebató a Ganimedes el troyano, para su copero, queriendo dar ayuda y pagar el beneficio recibido, en ayudar a los trabajos de Psique, mujer de Cupido, dejó de volar por el cielo y vínose a la presencia de Psique y díjole en esta manera:
«¿Cómo tú eres tan simple y necia de las tales cosas, que esperas poder hurtar ni solamente tocar una sola gota de esta fuente no menos cruel que santísima? ¿Tú nunca oíste alguna vez que estas aguas estígeas son espantables a los dioses y aun al mismo Júpiter? Además de esto, vosotros, los mortales, juráis por los dioses, pero los dioses acostumbran jurar por la majestad del lago estigio: pero dame este vaso que traes.»
El cual ella le dio y el águila se lo arrebató de la mano muy presto, y volando entre las bocas y dientes crueles y las lenguas de tres órdenes de aquellos dragones, fue al agua e hinchó el vaso, consintiéndolo la misma agua, y aun amonestándole que prestamente se fuese, antes que los dragones la matasen. El águila, fingiendo que por mandato de la diosa Venus y para su servicio había venido por aquella agua, por la cual causa más fácilmente llegó a henchir el vaso y salir libre con ella, en esta manera, tornó con mucho gozo y dio el vaso a Psique, lleno de agua; la cual la llevó luego a la diosa Venus. Pero con todo esto nunca pudo aplacar ni amansar la crueldad de Venus; antes ella, con su risa mortal, como solía, le habló amenazándola con mayores y más peores tormentos, diciendo:
«Ya tú me pareces una maga y gran hechicera, porque muy bien has obtemperado a mis mandamientos y hecho lo que yo te mandé; mas tú, lumbre de mis ojos, aún resta otra cosa que has de hacer. Toma esta bujeta, la cual le dio, y vete a los palacios del infierno, y darás esta bujeta a Proserpina, diciéndole: Venus te ruega que le des aquí una poca de tu hermosura, que baste siquiera para un día, porque todo lo hermoso que ella tenía lo ha perdido y consumido curando a su hijo Cupido, que está muy mal, y torna presto con ella, porque tengo necesidad de lavarme la cara con esto para entrar en el teatro y fiesta de los dioses.»
Entonces, Psique, abiertamente, sintió su último fin y que era compelida manifiestamente a la muerte que le estaba aparejada. ¿Qué maravilla que lo pensase, pues que era compelida a que de su propia gana y por sus propios pies entrase al infierno, donde estaban las ánimas de los muertos? Con este pensamiento no tardó mucho, que se fue a una torre muy alta para echarse de allí abajo, porque de esta manera ella pensaba descender muy presto y muy derechamente a los infiernos. Pero la torre le habló en esta manera: «¿Por qué, mezquina de ti, te quieres matar, echándote de aquí abajo, pues que ya éste es el peligro y trabajo que has de pasar? Porque si una vez tu alma fuere apartada de tu cuerpo, bien podrás ir de cierto al infierno. Pero, créeme, que en ninguna manera podrás tornar a salir de allí. No está muy lejos de aquí una noble ciudad de Achaya, que se llama Lacedemonia; cerca de esta ciudad busca un monte que se llama Tenaro, el cual está apartado en lugares remotos. En este monte está una puerta del infierno, y por la boca de aquella cueva se muestra un camino sin caminantes, por donde si tú entras, en pasando el umbral de la puerta, por la canal de la cueva derecho, podrás ir hasta los palacios del rey Plutón; pero no entiendas que has de llevar las manos vacías, porque te conviene llevar en cada una de las manos una sopa de pan mojada en meloja, y en la boca has de llevar dos monedas; y después que ya hubieres andado buena parte de aquel camino de la muerte hallarás un asno cojo cargado de leña, y con él un asnero también cojo, el cual te rogará que le des ciertas chamizas para echar en la carga que se le cae: pero tú pásate callando, sin hablarle palabra; y después, como llegares al río muerto donde está Carón, él te pedirá el portazgo, porque así pasa él en su barca de la otra parte a los muertos que allí llegan: porque has de saber que hasta allí entre los muertos hay avaricia, que ni Carón ni aquel gran rey Plutón hacen cosa alguna de gracia, y si algún pobre muere cúmplele buscar dineros para el camino, porque si no los llevare en la mano no le pasarán de allí. A este viejo suyo darás en nombre de flete una moneda de aquellas que llevares; pero ha de ser que él mismo la tome con su mano de tu boca. Después que hubieres pasado este río muerto hallarás otro viejo muerto y podrido que anda nadando sobre las aguas de aquel río, y alzando las manos te rogará que lo recibas dentro en la barca; pero tú no cures de usar piedad, que no te conviene. Pasado el río y andando un poco adelante hallarás unas viejas tejedoras que están tejiendo una tela, las cuales te rogarán que les toques la mano; pero no lo hagas, porque no te conviene tocarles en manera ninguna. Que has de saber que todas estas cosas y otras muchas nacen de las asechanzas de Venus, que querría que te pudiesen quitar de las manos una de aquellas sopas: lo cual te sería muy grave daño, porque si una de ellas perdieses nunca jamás tornarías a esta vida. Demás de esto sepas que está un poco adelante un perro muy grande, que tiene tres cabezas, el cual es muy espantable, y ladrando con aquellas bocas abiertas espanta a los muertos, a los cuales ya ningún mal puede hacer, y siempre está velando ante la puerta del obscuro palacio de Proserpina, guardando la casa vacía de Plutón. Cuando aquí llegares, con una sopa que le lances lo tendrá enfrenado y podrás luego pasar fácilmente, y entrarás adonde está Proserpina, la cual te recibirá benigna y alegremente y te mandará sentar y dar muy bien de comer. Pero tú siéntate en el suelo y come de aquel pan negro que te dieren; y pide luego de parte de Venus aquello por que eres venida, y recibido lo que te dieren en la bujeta, cuando tornares, amansarás la rabia de aquel perro con la otra sopa. Y cuando llegares al barquero avariento, le darás la otra moneda que guardaste en la boca; y pasando aquel río tornarás por las mismas pisadas por donde entraste, y así vendrá a ver esta claridad celestial. Pero sobre todas las cosas te apercibo que guardes una: que en ninguna manera cures de abrir ni mirar lo que traes en la bujeta, ni procures de ver el tesoro escondido de la divina hermosura.»
De esta manera aquella torre, habiendo mancilla de Psique, le declaró lo que le era menester de adivinar. No tardó Psique, que luego se fue al monte Tenaro, y tomados aquellos dineros y aquellas sopas como le mandó la torre, entrose por aquella boca del infierno, y pasado callando aquel asnero cojo, y pagado a Carón su flete por que le pasase, y menospreciado asimismo el deseo de aquel viejo muerto que andaba nadando, y también no curando de los engañosos ruegos de las viejas tejedoras, y habiendo amansado la rabia de aquel temeroso perro con el manjar de aquella sopa, llegó, pasado todo esto, a los palacios de Proserpina; pero no quiso aceptar el asentamiento que Proserpina le mandaba dar, ni quiso comer de aquel manjar que le ofrecían; mas humildemente se sentó ante sus pies, y contenta con un pedazo de pan bazo, le expuso la embajada que traía de Venus; y luego, Proserpina le hinchó la bujeta secretamente de lo que pedía; la cual luego se partió, y aplacado el ladrar y la braveza del perro infernal con el engaño de la otra sopa que le quedaba, y habiendo dado la otra moneda a Carón el barquero por que la pasase, tornó del infierno más esforzada de lo que entró. Y después de adorada la clara luz del día, que tornó a ver, como quiera que en cumplir esto acababa el servicio que Venus le había mandado, vínole al pensamiento una temeraria curiosidad, diciendo:
«Bien soy yo necia trayendo conmigo la divina hermosura que no tome de ella siquiera un poquito para mí, para que pueda placer a aquel mi hermoso enamorado.»
Y como esto dijo, abrió la bujeta, dentro de la cual ninguna cosa había, ni hermosura alguna, salvo un sueño infernal y profundo, el cual, como fue destapado, cubrió a Psique de una niebla de sueño grueso, que todos sus miembros le tomó y poseyó, y en el mismo camino por donde venía cayó durmiendo como una cosa muerta. Pero Cupido, ya que convalecía de su llaga, no pudiendo tolerar ni sufrir la luenga ausencia de su amiga, estando ya bien dispuesto y las alas restauradas, porque había días que holgaba, saliose por una ventana pequeña de su cámara, donde estaba encerrado, y fue presto a socorrer a su mujer Psique, y apartando de ella el sueño, y lanzado otra vez dentro en la bujeta, tocó livianamente a Psique con una de sus saetas y despertola diciéndole:
«¿Aun tú, mezquina de ti, no escarmientas, que poco menos fueras muerta por semejante curiosidad que la que hiciste conmigo? Pero ve ahora con la embajada que mi madre te mandó, y entre tanto, yo proveeré en lo otro que fuere menester.»
Dicho esto, levantose con sus alas y fuese volando. Psique llevó lo que traía de Proserpina y diolo a Venus; entre tanto, Cupido, que andaba muy fatigado del gran amor, la cara amarilla, temiendo la severidad no acostumbrada de su madre, tornose al almario de su pecho y con sus ligeras alas voló al cielo y suplicó al gran Júpiter que le ayudase, y recontole toda su causa. Entonces Júpiter tomole la barba, y trayéndole la mano por la cara lo comenzó a besar, diciendo:
«Como quiera que tú, señor hijo, nunca me guardaste la honra que se debe a los padres por mandamiento de los dioses; pero aun este mismo pecho, en el cual se encierran y disponen todas las leyes de los elementos, y a las veces de las estrellas, muchas veces lo llagaste con continuos golpes del amor, y lo ensuciaste con muchos lazos de terrenal lujuria, y lisiaste mi honra y fama con adulterios torpes y sucios contra las leyes, especialmente contra la ley Julia, y a la pública disciplina, transformando mi cara y hermosura en serpientes, en fuegos, en bestias, en aves y en cualquier otro ganado. Pero, con todo esto, recordándome de mi mansedumbre y de que tú creciste entre estas mis manos, yo haré todo lo que tú quisieres, y tú sépaste guardar de otros que desean lo que tú deseas. Esto sea con una condición: que si tú sabes de alguna doncella hermosa en la tierra, que por este beneficio que de mí recibes debes de pagarme con ella la recompensa.»
Después que esto hubo hablado, mandó a Mercurio que llamase a todos los dioses a consejo; y si alguno de ellos faltase, que pagase diez mil talentos de pena. Por el cual miedo todos vinieron y fue lleno el palacio donde estaba Júpiter, el cual, asentado en la silla alta, comenzó a decir de esta manera:
«¡Oh dioses, escritos en el blanco de las musas! Vosotros todos sabéis cómo este mancebo que yo crié en mis manos procuré de refrenar los ímpetus y movimientos ardientes de su primera juventud. Pero harto basta que él es infamado entre todos de adulterios y de otras corruptelas, por lo cual es bien que se quite toda ocasión, y para esto me parece que su licencia de juventud se debe de atar con lazo de matrimonio. Él ha escogido una doncella, la cual privó de su virginidad: téngala y poséala y siempre use de sus amores.»
Y diciendo esto, volvió la cara a Venus y díjole:
«Tú, hija, no te entristezcas por esto; no temas a tu linaje ni al estado del matrimonio mortal, porque yo haré que estas bodas no sean desiguales, mas legítimas o bien ordenadas como el derecho lo manda.»
Y luego mandó a Mercurio que tomase a Psique y la subiese al cielo, a la cual Júpiter dio a beber del vino a los dioses, diciéndole:
«Toma, Psique, bebe esto y serás inmortal; Cupido nunca se apartará de ti; estas bodas vuestras durarán para siempre.»
Dicho esto, no tardó mucho cuando vino la cena muy abundante, como a tales bodas convenía. Estaba sentado a la mesa Cupido en el primer lugar y Psique en su regazo. De la otra parte estaba Júpiter con Juno, su mujer, y después, por orden, todos los otros dioses. El vino de alfajor, que es un vino de los dioses, suministrábalo Ganimedes a Júpiter como copero suyo, y a los otros, el dios Baco. Vulcano cocinaba la cena; las ninfas henchían de flores y rosas y otros olores la sala donde cenaban; las musas cantaban muy dulcemente; Apolo cantaba con su vihuela; Venus entró a la suave música y bailó hermosamente. En esta manera era el convite ordenado: que el coro de las musas cantase y el sátiro hinchase la gaita y el dios Pan tañese un tamboril. De esta manera vino Psique en manos del dios Cupido. Y estando ya Psique en tiempo del parir, nacioles una hija, a la cual llamamos Placer.
En esta manera aquella vejezuela loca y liviana contaba esta conseja a la doncella cautiva; pero yo, como estaba allí cerca, oíalo todo y dolíame que no tenía tinta y papel para escribir y notar tan hermosa novela.»
Del libro “El Mito del Análisis. Tres ensayos de psicología arquetípica”, ed. Siruela
Volvamos ahora a nosotros mismos. Podemos sacar algunas conclusiones de nuestras propias experiencias afectivas profundas, que son siempre las que tienen la última palabra en las discusiones psicológicas.
Reconocemos al eros psicológicamente creativo en los momentos de plenitud, en el flujo liberador de lo erótico y en esas aproximaciones al alma a las que puede llamarse fálicas por su repentino erigirse, la cópula que supera la distancia y la penetración en busca del engendramiento. Pero, asimismo, reconocemos lo creativo en el daimon cuando sentimos el vacío de la necesidad, de la pobreza, del no tener nada para dar, del aislamiento de la clausura, del admonitorio “no” del daimon. Demonio y daimon son uno; si se suprime la compulsión, se pierde el contacto con la voz guía del daimon. Sócrates conservó el daimon creativo durante toda su vida, posiblemente porque, como lo dice en el Banquete (212b), había venerado todos los elementos del amor e iba a continuar rindiendo homenaje a los poderes del amor por el resto de su vida. Aceptando lo demoníaco, Sócrates se mantuvo en contacto con el daimon. Podemos oír el “no” inhibidor, sólo cuando estamos abiertos a la compulsión, lo cual nos pone frente a la paradoja de la unión del amor y el miedo, que a su vez origina una especie de temor reverente del que surge una nueva percepción de la psique, cargada de sentido religioso, que la obliga a moverse con cuidado, temerosa pero gozosamente.
El miedo pertenece también al eros, habla a través del thymos e inhibe mediante la intervención psíquica. Este miedo nos mantiene unidos a la humilde realidad; es el calambre admonitorio que inhibe la superbia, el Hochgefühl, del ascendente Eros alado. “Estate atento”, “ve despacio”, “no hagas nada”, son también expresiones del eros. Tales negativas (proferidas por la misma voz que afirma) estimulan al anima a distinguir sus necesidades psicológicas. El anima se hace consciente de sus propias intenciones, se distancia en el tiempo y el espacio, y expande así el campo de la realidad psíquica, observando, por ejemplo, sus fantasías eróticas, sus sensaciones corporales, sus estados de ánimo, sus propias huidas. La psique, conteniendo esa tensión incrementada, puede transformar al eros y enseñarle a diferenciar las metas de sus pulsiones.
La psique puede también reflejar como un espejo, asumir la guía con su lámpara, dejar el hilo a lo largo del laberinto, para encontrar el camino en una relación exterior o en la incertidumbre interior. El miedo, en tanto inhibición perteneciente a la parte demoníaca del daimon, es el inicio de la psicología. El rechazo, la impotencia y la frigidez pueden también ser expresiones del eros, parte del “no” del daimon. Dicho miedo es un regalo espontáneo del eros en la misma medida que lo es el impulso erótico mismo. Confiar y dudar, conceder y negar, abrir y cerrar, retroceder y avanzar, son parte del juego recíproco entre el eros y la psique -a través del cual el uno se va configurando por el otro-, que abarca desde el más tímido escarceo amoroso infantil hasta el ritmo de los opuestos del mysterium coniunctionis.
A la importancia del miedo se le ha prestado una escasa atención verdaderamente psicológica. No poseemos más que investigaciones fisiológicas, iniciadas principalmente por Cannon; interpretaciones sexualizadas en concordancia con la teoría freudiana de la angustia; y descripciones filosóficas de conceptos como el pavor existencial. La afirmación bíblica de que el miedo es el inicio de la sabiduría tiene un denso significado psicológico. El miedo no es meramente algo negativo que debe ser superado con el coraje o, en el mejor de los casos, un mecanismo instintivo protector; es más bien positivo, una forma de sabio consejo. Jung, en sus inéditas Seminar Notes, habla del miedo (phobos), y no del poder, como del verdadero opuesto del eros. Esta idea nos resulta familiar, pues en la primera carta de san Juan (4, 17-18) se relaciona el miedo con el amor como su enemigo. El amor aviva el miedo. Tenemos miedo de amar y tenemos miedo cuando amamos, realizamos propiciaciones mágicas, buscamos signos y pedimos protección y guía. Aunque es cierto que todo el mundo ama a un amante, también lo es que el mundo teme a los amantes a causa de la destrucción que acompaña su alegría. Cuando Psique, en nuestra fábula, cae presa del pánico y se arroja al río, es salvada por Pan, que es tanto pánico como la caprina compulsión erótica. Thanatos y Eros no están tan lejos uno de otro como Freud quiso hacernos creer. En el nivel más profundo del miedo aparece un eros, como lo muestran las frenéticas copulaciones en los tiempos de terror y de guerra o las pesadillas causadas por Pan, que son también eróticas. El miedo parece ser una necesidad inherente a la experiencia del eros; en el caso de que se encuentre ausente, podría llegarse a dudar incluso de la pena validez del amor. Una consecuencia de este miedo es que podemos fiarnos del eros. El instinto contiene su propio autorregulador, el eros su propio daimon. La compulsión es refrenada por los consejos del sabio miedo, por su elaboración, por su ritualización; si no se escucha al daimon, la compulsión queda refrenada por los consejos de la neurosis y de los síntomas.
Suponiendo que fuera posible, no tendríamos necesidad de controlar lo creativo en psicología con censuras prohibitivas del Yo o con reglas técnicas, pues el daimon, cuando se le da suficiente confianza, puede gobernar por medio de las inhibiciones naturales. Sólo hay que prestarle atención, recibirlo, escucharlo, incluirlo; sólo es menester estar pendiente de sus calambres admonitorios, de su frialdad, de su serenidad. Entonces el eros no tiene ninguna necesidad de ser combatido, controlado, o transformado en algo más noble. Su meta es siempre, en cualquier caso, la psique. Estamos obligados a confiar en el eros y en su meta. ¿Puede vivir alguien con autenticidad si no cree y confía en que los movimientos de su amor tengan un sentido último y sean fundamentalmente correctos? Podemos ser transformados por el eros, pero, aun empleando todo nuestro esfuerzo, no podemos transformarlo a él directamente, pues el eros es el impulso hacia lo alto o -en lenguaje aristotélico- la actualización, el movimiento de autorrealización que determina las transformaciones de la psique. Una idéntica ascensión y un mismo abatimiento súbito acontecen en la experiencia erótica individual en relación con la gloriosa inflación que tiene lugar siempre que se “cae” presa del amor.
Mientras que la reflexión es un movimiento hacia lo interno o un volverse hacia atrás y la actividad se dirige hacia delante y hacia lo externo, lo creativo, en cambio -equiparado al eros en los pensamientos órfico, platónico y neoplatónico-, es un movimiento hacia lo alto. El eje es vertical: Omnis amor aut ascendit aut descendit (san Agustín). Los escritores clásicos nunca dejaron de señalar este extremo en sus advertencias sobre el descenso hacia el polo de la physis y de la carne. Por eso, en la literatura sobre el eros, se encuentran recurrentemente los símbolos de las chispas caídas, la escalera, el fuego ascendente, las alas y la meta olímpica de la inmortalidad. La función trascendente, entendida como ese aspecto del proceso de individuación que supera opuestos inconmensurables mediante la creación de símbolos, debe ser también atribuida al eros en tanto impulso hacia lo alto. Eros, visto como sintetizador, vinculante e intermediario, reúne los dos dominios; forma símbolos. Eros es más que la dynamis de hacer símbolos y de la función trascendente; al eros se le debe atribuir el impulso para el desencadenamiento del proceso en sí, que Jung describe mediante la tradicional idea de la espiral hacia lo alto. El énfasis sobre el movimiento hacia arriba sitúa la descripción junguiana de la individuación (entendida como un proceso dialéctico de tipo socrático con visiones de inmortalidad) cerca de la tradición precristiana del eros. Lo cual contrasta con el típico pensamiento cristiano, para el que la redención a través del descenso de la gracia depende más de la caritas y de la agape que del eros.
Por lo demás, la cuestión de la confianza y de la traición en la relación eros-psique es una cuestión, en realidad, más de la psique que del eros, aunque en la antigüedad las advertencias incidían sobre todo en la necesidad de precaverse de las tormentosas consecuencias del eros, al que se etiqueta en las tragedias de “dios hostil” y en la poesía lírica de “loco, mentiroso, portador de calamidades, tirano, falso” o de “un dios a temer por los estragos que causa en la vida humana (…), un tigre, y no un gatito con el que juguetear”. Estas descripciones concuerdan con el eros cuando éste no se encuentra todavía contenido en la psique, cuando es todavía inconstante y se halla poseído por el complejo materno, cuando pertenece al anima que todavía no se ha liberado de los falsos valores, de las vanas nociones de belleza y de la incertidumbre psicológica sobre sí misma en cuánto alma, y no es todavía, por eso, el recipiente capaz de contener adecuadamente la fuerza creativa del eros.
Debido a que la destrucción constituye uno de los polos del instinto creativo, el desarrollo psíquico se lleva a cabo a través de prolongadas experiencias de destrucción erótica. El anima va aprendiendo merced a las posibilidades que le abre el amor y a los súbitos vaivenes, frustraciones y decepciones del impulso erótico, que es tan irresistible como poco fiable, que se compromete totalmente para desaparecer acto seguido. El movimiento que va del anima a la psique supone el descubrimiento del aspecto psíquico de las perversiones eróticas, de los odios malignos del amor y de sus crueldades, y no el mero rechazo de todo ello con una mezcla de inocencia, resentimiento y lágrimas del anima. Si falta la interacción con la destrucción erótica, la psique permanece virgen. Nosotros hemos encontrado esta psique virginal en los síntomas histéricos, en esa feminidad desaforada de una psique todavía bregando por emerger de la crisálida de su anima.
Pero la psique virginal no es meramente una pseudoanima. Se caracteriza principalmente por un desplazamiento de la libido instintiva, de tal manera que el papel de lo creativo pierde su potencial y queda usurpado por otras pulsiones, principalmente por la reflexión. Tenemos tendencia a cometer el pecado de confundir reflexión con creatividad y a definir así inadecuadamente el objetivo de la psicoterapia con el de un “devenir consciente”. Nietzsche ya advirtió que la introspección por la introspección carece de sentido: “Llegará un día en el que estaremos completamente enredados en ella”. Dudo que haya alguien que no esté en la actualidad de acuerdo con esta afirmación.
La psique asociada a la reflexión es una unión de idénticos que carece de la tensión de los opuestos, ya que la psique es en sí misma lo reflectante femenino, la mente lunar especular. Una unión de idénticos reúne dos cosas que no deberían haberse escindido. Cose y cura, pero no crea, porque la radical ambigüedad de los opuestos y sus recíprocamente incómodos efectos destructivos no se constelan nunca. La psique unida a la reflexión da lugar a la unio mentalis, o salud mental. Sin embargo, el alma que no está conectada al cuerpo a través del eros se encuentra, por más que haga, separada de él. En otras palabras, es consciente, sí, pero no lúcida; es mental, cierto, pero con una consciencia que no procede del corazón ni del thymos. De ahí la importancia del aspecto fálico del eros, de ese absurdo movimiento hacia abajo que lleva a la psique a abismarse en el cuerpo, que quema las alas del alma en las llamas del vivir y que, al mismo tiempo, curiosamente, la exalta e idealiza.
Cuando la psique virginal queda fascinada por sueños o visiones, se sitúa al borde del descubrimiento, pero todavía permanece atada a la reflexión. No se debe confundir la creatividad psicológica con un cúmulo de bellas imágenes interiores. Las drogas alucinógenas pueden abrir panoramas interiores a voluntad, proporcionándonos la «hip-gnosis» de los equivalentes modernos de los antiguos sacerdotes-puer de largos cabellos pertenecientes a la Gran Madre. Las ilusiones y las visiones indican no tanto una psique fértil cuanto la fertilidad de la ardiente riqueza natural de la Gran Madre y su atrayente modo de satisfacer las necesidades orales de sus hijos con banquetes visuales. Los sueños, los panoramas interiores y las visiones no son creativos; hasta que no traspasen el umbral de la vinculación erótica sólo son distintos aspectos de la reflexión. La imaginación creativa que revela el reino imaginal -sobre el cual tendremos oportunidad de extendernos en la segunda parte- se deriva de la vitalidad y de la pasión. Nace en la sangre de la psique despierta, no de la que está soñando. La verdadera imaginación no es ni una retirada a la fantasía ni una maniaca noción extravertida de la creatividad en tanto productividad física. La verdadera imaginación puede valerse de los espejos de la reflexión, pero su impulso emocional es el instinto creativo. Como se encuentra implícitamente el el Banquete 202e, Eros es necesario para tomar parte en el mundo imaginal, a través del cual el hombre traba íntimo contacto con los dioses, ya sea despierto, dormido o en trance, ya sea en las visiones, en las profecías o en los misterios. Por la experiencia analítica sabemos que la mera imaginería, e incluso la observación activa de la fantasía, si no se acompañan de una vívida participación libidinal, tienen un efecto escaso.
La condición primera para entrar en lo imaginal es el amor lleno de interés; lo imaginal es una creación de la fe, de la necesidad y del deseo. Debemos desearlo apasionadamente, aún cuando no podamos obtenerlo con la voluntad. La alquimia, Avicena, el yoga taoísta, Paracelso y Alberto Magno nos han dejado instrucciones acerca de cómo distinguir entre el imaginar falso y el verdadero, el cual, como se dijo previamente, viene del corazón (el lugar del thymos y del daimon) y se dirige al corazón del universo, al sol, y de ahí al macrocosmos. El verdadero imaginar va más allá de la unio mentalis de nuestra microcósmica vida fantástica, más allá del cavilar reflexivo de la mente del que surge su “consciencia”.
La consciencia imaginal es hermafrodita, une la polaridad masculina con la femenina, aunque su constelación no pueda ser sino momentánea. Una consciencia tal difiere de la habitual consciencia yoica de la reflexión. Porque ésta última discrimina, tiende a producir divisiones, jerarquizando de mejor a peor; y su continuidad depende en gran medida de la voluntad. Por su parte, la consciencia imaginal, reuniendo inconmensurables, es simbólica. El hermafrodita pone de relieve el aspecto unificador y por ende, curativo del eros de este tipo de consciencia. Además, dado que toda unión de opuestos es paradójica, no puede ser querida voluntariamente. Esta consciencia simplemente sucede, como suceden los momentos de sincronicidad, como suceden los símbolos.
El psicólogo que se dedica a hacer alma, resulta comparable al pintor que pone su vida en la pintura, sacrificándose a los limitados requerimientos del opus. Pero cuando este matrimonio con la obra significa “ver el mundo psicológicamente”, entonces está basado en la reflexión, lo que equivale a despotenciar los efectos eróticos del amor, tomando tan sólo una parte suya y transformándola en el instrumento mental del análisis. Nos hallamos entonces ante un falso matrimonio, en el que la psique del análisis permanece como una esposa virgen, mirando por la ventana la vida que bulle en la calle, siendo entretanto interpretada, entendida y empatizada compasivamente. El alma es hecha objeto de reflexión analítica, pero no es vivida, no es amada.
La técnica específica mediante la cual lo creativo puede ser despotenciado a favor de lo reflexivo recibe el nombre, en psicología analítica, de “retirada de proyecciones”. Este proceso es esencial, desde luego, si la consciencia del Yo debe resolver sus transferencias; pero es también la virtud que se convierte en vicio cuando da lugar a que se prefiera la imagen a la persona o a que prime el significado sobre la experiencia. La reflexión se entremezcla entonces inextricablemente con los malentendidos paranoicos propios del Yo, que intenta controlar la vinculación natural con el mundo mediante el ambicioso ideal de devenir “objetivamente consciente” acerca de él. Sólo cuando se lleva a cabo radicalmente, hasta sus últimas consecuencias, puede el abandono reflexivo de las proyecciones probar su verdadero valor. Ante todo se debe abandonar la proyección primaria sobre el Yo mismo, que lo convierte en el único portador de la consciencia conseguida por la reflexión. Esto conduce a sumergirse en el campo proyectado, entrando en él con amor, entrando en él hasta el punto de convertirse uno mismo en una proyección del reino imaginal, y nuestro Yo, a su vez, en fragmento de un mito. Las reflexiones pueden entonces verificarse de forma tan espontánea como las proyecciones, pero no serán ya el resultado de la voluntad ni del Yo, que buscan hacer consciencia abandonando las proyecciones.
Estas observaciones sobre la reflexión nos conducen a considerar el “eros terapéutico”, nombre que se da frecuentemente a la empatía compasiva. ¿Existe un tipo especial de eros propio de la profesión terapéutica, un eros que “haga bien”? Sócrates dijo que la psique humana tiene algo de divino (Jenofonte, Memorabilia IV, 3, 14) y que el primer deber de cada uno consistía en cuidar de su salud (Platón, Apología 30ª-b). Nosotros sabemos, por Platón y por Jung, que la salud de la psique equivale a su integridad psicológica y que el eros es el factor integrador que liga, mantiene unidos y conjunta los opuestos. Pero este eros no es ni benevolente, ni compasivo, ni tampoco tiene una especial preocupación terapéutica; es el amor como un todo lo que favorece la integridad. Y el amor total incluye el odio, de la misma manera que la creatividad incluye la destructividad. El llamado eros terapéutico tiene siempre en sí algo de ágape condescendiente, de maternal y paternal, es solamente bueno a secas. ¿Cómo puede entonces cerrar una herida desde abajo y desde dentro? El eros verdadero, sin embargo, se aleja de cualquier responsabilidad terapéutica, por la sencilla razón de que es siempre, curiosamente, más débil que el problema que tiene que afrontar. Tiene algo de chiquillo, es alocado, espontáneo, desconsiderado en su inmediatez, pero siempre alegre. Puede así, recrear desde dentro las heridas. No desea el bienestar ni la salud de la otra persona; desea a la otra persona. Lo que cura es la necesidad que tenemos uno de otro -incluyendo aquellos componentes que son mutuamente destructivos-, y no tu necesidad de ser curado, que lo único que hace es apelar a mi compasión. La terapia es el amor mismo, en su totalidad, y no una parte determinada de él. Podemos aquí de nueve remitirnos a Sócrates:
“Porque el amor, ese renombrado y sumamente engañoso poder, incluye todo tipo de deseo, de felicidad y de cosas buenas” (Banquete 205d).
“Y a esto se debe que, por mi parte, cultive y honre todos los elementos del amor, y recomiende a los otros que hagan otro tanto” (Banquete 212b).
“Quizás pueda ayudarte en tu búsqueda de lo bello y lo bueno porque yo mismo soy un amante. Cuando deseo a alguien, doy toda la fuerza de mi ser para ser amado por él en reciprocidad a mi amor, para desatar anhelo en respuesta a mi anhelo y para ver mi deseo de su compañía correspondido por el suyo” (Memorabilia II, 6, 28).
La totalidad del amor incluye mi himeros, mi deseo ardiente de ti, mi apetencia de cualquier cosa en relación contigo y mis insensatas idealizaciones que te mejoran, te hacen crecer, te transforman y te hacen encontrar tus alas; incluye también mi pothos, ese anhelo, esa ansiedad, esa añoranza de todo lo tuyo; e incluye, además, mi necesidad de tu anteros, de la correspondencia de tu amor; incluye todo aquello, en suma, que me hace sentir vergüenza al admitir que me encuentro estrechamente vinculado contigo, la otra persona, o conmigo mismo y mi propia alma. Este amor está siempre presente, al igual que el instinto creativo se encuentra potencialmente presente en todos nosotros, de modo que “en realidad todos somos amantes constantemente”. O, en palabras de Sócrates, “no podría nombrar un tiempo en el cual no haya estado enamorado de alguien”. Estar enamorado revela, como dice Gould, “lo que verdaderamente queremos tener”; porque estar enamorado es, siguiendo el Fedro (250d-252c), “el estado en el cual renacen a uno las alas espirituales”, ya que “l’ame, dans son acte essentiel, est donc amour”, y “el alma es enteramente alma cuando es amante”.
La terapia, por eso, es el amor al alma. El terapeuta que enseña y que cura -siguiendo el modelo socrático-platónico del filósofo que enseña y cura- se encuentra en el mismo plano ontológico que el amante; ambos surgen del mismo impulso primordial que subyace tras su búsqueda (Fedro 248d). La terapia como amor del alma es una continua posibilidad para cualquiera, y no depende ni de la situación terapéutica ni de un especial “eros terapéutico”, término inapropiado que es un constructo de la reflexión. Este amor debe mostrarse en la terapia a través del espíritu con el cual nos aproximamos a los fenómenos de la psique. Por desesperados que sean los fenómenos, el eros se mantendrá en relación con el alma y buscará el camino a seguir. Este espíritu está dotado de una ingeniosa inventiva y de una inteligencia creativa, cualidades que, como nos dice nuestra fábula, Eros ha heredado de su padre, ya sea éste Poros o Hermes. El amor no se limita a encontrar un camino y es, intrínsecamente, el “camino” mismo. Buscar las conexiones psicológicas por medio del eros es el camino a seguir por la terapia en tanto hacedora de alma. Y hoy en día éste es un camino, una via regia, para acceder a la psique inconsciente, tan regio como el camino que pasa a través de los sueños o el que atraviesa los complejos.
Las intuiciones creativas no son, así, solamente las reflexivas; son especialmente esas vivencias, esas excitantes percepciones que surgen de los vínculos. Las percepciones psicológicas informadas por el eros son dispensadoras de vida, vivificantes. Algo nuevo nace en nosotros mismos y en el otro. El amor ciega sólo la perspectiva usual, pero abre una nueva forma de ver; de hecho, uno sólo puede revelarse de forma plena a la vista del amor. Las intuiciones reflexivas pueden brotar, como el loto, del centro inmóvil del lago de la meditación, mientras que las intuiciones creativas surgen en las fronteras de la confrontación, salvajes y en estado natural pero también delicadas, en esos confines donde somos más sensibles y estamos más expuestos, y también, curiosamente, más solos. Para encontrarte, debo arriesgarme a mí mismo como yo soy. El hombre, en su desnudez, es puesto a prueba. Sería, sin duda, más seguro reflexionar en la soledad, que confrontarse contigo. Pero, la máxima favorita de la psicología reflexiva -una psicología que tiene por meta principal no tanto el amor cuanto la consciencia-, “conócete a ti mismo”, a través de la reflexión, por el “revélate a ti mismo”, lo que equivale al mandato de amar, pues en ningún otro lugar nos revelamos más que en nuestro amor.
En ningún otro sitio, tampoco, estamos más ciegos. ¿Lleva el amor en las esculturas y pinturas los ojos vendados tan sólo con la finalidad de hacernos ver su compulsión, su ignorancia y su sensual inconsciencia? El amor ciega para extinguir la falaz visión cotidiana, de tal manera que pueda abrirse otro ojo que sea capaz de percibir de alma a alma. La perspectiva habitual no puede ver a través de la espesa piel de las apariencias: del aspecto que tenemos, de lo que llevamos puesto o de nuestro estado. El ojo ciego del amor penetra en lo invisible, volviendo transparente el opaco error de mi amar. Veo el símbolo que eres tú y lo que significas para mi muerte. Puedo ver a través de esta ciega y alocada visibilidad que el resto de la gente también ve e indaga la necesidad psíquica de mi deseo erótico. Descubro que donde quiera que el eros vaya, allí acontece algo psicológico, y que donde quiera que la psique viva, allí constelará el eros inevitablemente. Como las figuras antiguas de Eros, estoy desnudo: soy visible, transparente; es decir, un niño. Como las figuras tardías de Amor, estoy ciego: no veo ninguno de los valores obvios y evidentes del mundo normal; estoy abierto sólo a lo invisible y a lo daimónico.
Hoy nuestra imagen de la meta ha cambiado: no es ya la del Hombre Iluminado, el que ve, el vidente, sino la del Hombre Transparente, que es visto diáfanamente, que es alocado, que no tiene nada que esconder, convertido en transparente a través de la aceptación de sí mismo; de ese hombre cuya alma es amada, completamente revelada, plenamente existencial; que es sólo lo que es, liberado del ocultamiento paranoico, del conocimiento de sus secretos y de su secreto conocimiento; y cuya transparencia sirve de prisma para el mundo y el no-mundo. Porque es imposible conocerse a sí mismo reflexivamente; únicamente la reflexión final de una necrología puede decir la verdad, y solamente Dios conoce nuestros verdaderos nombres. Siempre llegamos tarde con nuestras reflexiones, cuando el suceso ya ha pasado; o también puede que nos hallemos justo en el medio, donde vemos lo que sucede como a través de un espejo, es decir, confusamente.
¿Cómo podríamos conocernos a nosotros mismos por medio de nosotros mismos? Podemos conocernos a nosotros mismos a través de otro, pero no podemos conseguir solos ese objetivo. Este último proceder es el del héroe, que puede que fuera adecuado durante la fase heroica. Pero si algo hemos aprendido de los rituales de la nueva forma de vida, ese algo es precisamente que no podemos alcanzar esa meta por nosotros mismos. El opus del alma necesita de una conexión íntima, no ya para individualizarse sino también meramente para vivir. Por esta razón, necesitamos imprescindiblemente relaciones del tipo más profundo, a través de las cuales nos realicemos nosotros mismos, vínculos donde la autorrevelación sea posible, donde el interés por el alma y el amor por ella sean capitales y donde el eros pueda moverse libremente, ya sea en el análisis, en el matrimonio o en la familia, o entre amantes y amigos.