Traducción Héctor V. Morel

Karl Kerényi (1897-1973), miembro de las Conferencias Eranos y de la Bollingen Foundation, publicó libros sobre Asklepios, Prometeo, Dionisos, Eleusis y Zeus y Hera (Bollingen Series, Princeton University Press).

Alumno de Walter Otto en 1929, dio cursillos sobre Historia de las Religiones Antiguas y fue profesor de Filología Clásica en la Universidad de Budapest.

Otras obras suyas son The Heroes of the Greeks, 1959 y Hermes, Guide of Souls, conferencia pronunciada en Eranos en 1942 y puesta por escrito como libro un año después (6ª ed. en inglés: Spring Publications, Woodstock, CT 1996).

I

LA «IDEA DE HERMES»

La pregunta que estamos procurando responder, expresada muy sencillamente, es esta: «¿Cuál era el aspecto de Hermes para los griegos?» No estamos formulando esta pregunta a fin de obtener la contestación más simple: «Un dios». Esto nada les diría a la mayoría, o en el mejor de los casos, les diría algo sumamente cuestionable. Al formular la pregunta como lo hemos hecho, solamente estamos suponiendo que el nombre Hermes corresponde a algo, a una realidad, al menos a una realidad del alma, pero posiblemente a una realidad cuyas implicaciones sean más inclusivas. De este modo, la pregunta no se torna totalmente ahistórica, sino que, al mismo tiempo, tampoco sigue siendo netamente histórica. Debemos reconocer el hecho histórico de que, para los griegos, su dios Hermes no era algo meramente inexistente, como lo es para el hombre contemporáneo; tampoco era una fuerza carente de forma. Era algo muy exacto y, al menos desde la época de Homero, poseía una personalidad claramente delineada. Aunque, como persona, jamás exhibió lo arbitrario de un mero poder; siempre estuvo mucho más contenido por la definición de su propio significado inherente. Nuestra tarea, como historiadores, es la de representar este Hermes en su totalidad irreductible y sumamente personal.

Sin embargo, lo que indagamos trasciende las preguntas históricas si procuramos re-descubrir la realidad del nombre griego Hermes en el plano de la realidad intemporal que no es condicionada por la historia. Por supuesto, las apariencias superficiales de las epifanías de los dioses son condicionadas por el tiempo y el lugar. Pero ninguna deidad puede reducirse completamente al color de la piel, al peinado, a las vestiduras y otros atributos sin que quede algo. Esta parte «que queda» es precisamente lo que estamos buscando. Es evidente que, para encontrarlo, debemos apoyarnos en los resultados de los estudios históricos, pero también en más que un conocimiento científico de la principal mitología.

En estrecha conexión con la primera pregunta (¿Cuál era el aspecto de Hermes para los griegos?), hay una segunda pregunta: para los griegos, ¿cuál podría ser precisamente su aspecto como dios? Por el momento no nos ocuparemos de esta pregunta, aunque no debamos olvidarla por completo. Es necesario que la expresemos con suma seriedad si creemos haber encontrado al «Hermes» original en algo material e inferior. Es precisamente esta omisión la que hace de la mayoría de las hipótesis sobre los orígenes nada más que meras conjeturas para nada científicas. Sin embargo, deberíamos presumir que ese «algo» que constituye la realidad de un dios, debe corresponder necesariamente a algo sublime, y que, de acuerdo con nuestros conceptos –basados precisamente en las más recientes concepciones de los dioses griegos– es inherente a la idea helénica de dios. De otro modo, caeremos en el error de Walter F. Otto (1) gran estudioso de la religión griega quien, en las más brillantes páginas escritas por él, describe a Hermes como una deidad cuya idea es evidente para nosotros, y al mismo tiempo lo separa de los aspectos primitivos de su configuración –aspectos que los mismos griegos nunca consideraron incompatibles con su Divinidad.

«Sea lo que fuere que hayan pensado de Hermes en tiempos primitivos», leemos al concluir Otto su soberbio retrato de Hermes, «otrora debe haber cautivado la mirada como un brillante destello proveniente de los abismos, viendo a un mundo en el dios, y al dios en todo el mundo. Este es el origen de la figura de Hermes, que Homero reconoció y a la que posteriores generaciones adhirieron». Se supone que un mundo de Hermes había sido revelado a los griegos –tal vez durante el sublime período cuya forma de expresión más excelsa, y posiblemente también la última, fue la epopeya homérica–, un reino y un dominio que tienen lugar entre los otros dominios del mundo-como-una-totalidad, pero formando, por derecho propio, una totalidad unificada: «el reino cuya imagen divina es Hermes». Una lógica específica caracteriza y mantiene unido a este reino: «Es un mundo en el sentido total, que Hermes anima y gobierna, un mundo completo, y no sólo algún fragmento de la suma total de la existencia. Todas las cosas pertenecen a ese mundo, pero se presentan con una luz distinta que en los reinos de los otros dioses. Lo que ocurre en él es como si proviniera del cielo y no implica obligaciones; lo que se hace en él, es la actuación de un «virtuoso», en el que el goce no entraña responsabilidad. Quien quiera este mundo de triunfos y ganancias y el favor de su dios Hermes, debe aceptar también perder; lo uno no existe nunca sin lo otro». En consecuencia, Hermes es «el espíritu de una forma de la existencia que, bajo diversas condiciones, siempre reaparece y sabe tanto de ganancia como de pérdida y, a la vez, se muestra bondadoso y se complace en el infortunio. Aunque gran parte de esto deba parecer cuestionable desde un punto de vista moral, no obstante ello es una forma de ser que, con sus aspectos cuestionables, pertenece a las imágenes básicas de la realidad viva, y por lo tanto, según el criterio griego, exige reverencia, si no por sus diversas expresiones en total, sí por lo que en su totalidad significa y es en esencia».

Si alguna vez se aclarara esa «imagen básica de la realidad viva» como es este mundo de Hermes, ella no se mantendría unida ni se caracterizaría meramente por su lógica específica, también se habría vuelto lúcida y convincente incluso para nosotros. Por otra parte, esta capacidad iluminadora crea una distancia desde la imagen más primitiva y menos inteligible de Hermes que se nos muestra en la mayoría de las estatuas priápicas, y en las piedras con falos erectos (los «Hermes»), para no mencionar los aspectos titánicos y espectrales de esta deidad. De otra manera podemos de hecho referirnos a Hermes como un «modo de ser» que es, al mismo tiempo, una «idea» y, sobre esta base, proclamar profundas verdades acerca del dios. Su modo es –para citar una vez más la clásica descripción de Otto– «tan singular y tan cabalmente delineado, y se vertebra tan inequívocamente en todo lo que él hace, que sólo hay que advertir esto una sola vez para no tener más dudas de su esencia. En esto reconocemos tanto la unidad de sus acciones como el significado de su imagen. Cuanto él haga o produzca, revela la misma idea, y eso es Hermes».

Lo correcto de estas palabras es tan convincente como lo de las citas anteriores. Sin embargo debemos preguntar: Esta rigurosa adhesión a una idea que aún es plausible para nosotros, a un modo de ser en el mundo que aún podemos experimentar, y por los que, igual que los griegos, consideraríamos a la divinidad, ¿no excluirá desde el principio una parte importante de la imagen de Hermes y del mundo de Hermes? ¿Esto no excluiría precisamente algo «griego» que histórica y significativamente pertenece a Hermes? Por supuesto, éste sería un significado que debería revelársenos como algo nuevo y antiguo a la vez, y también como algo que trasciende nuestra visión histórica y, tal vez, hasta nuestras convicciones filosóficas, porque si hemos de tener éxito en revivir plenamente la imagen del dios, deberemos estar preparados no sólo para lo inmediatamente inteligible, sino también para lo extrañamente misterioso. En verdad, las imágenes de los dioses griegos pueden ser tan reacias a la conceptualización y la lógica que podemos sentirnos tentados, en el curso de nuestra investigación, a citar los famosos versos pronunciados para describir a los seres humanos:

No soy un libro hábilmente redactado,

Soy un dios con sus propias contradicciones…

(Estos dos versos, en los que la palabra «dios» reemplaza a «hombre», corresponden a Huttens letzte Tage, de Conrad Ferdinand Meyer)

II

EL HERMES DE LA ILIADA

Familiaricémonos primero con lo que podemos aprender sobre el Hermes de los poemas de Homero. Con seguridad, sería una precipitada conclusión afirmar que los rasgos de la imagen de Hermes que no se mencionan en la Ilíada, en la Odisea ni en los Himnos Homéricos, fueran desconocidos para el autor de esa obra especial. Debemos preguntar cuál podría haber sido la razón de este silencio relacionado con cada rasgo que falta, pero que aparece en una de las demás fuentes y es suficientemente antiguo. Es muy evidente la razón de por qué nos enteramos más sobre Hermes en la Odisea que en la Ilíada, y más en el Himno que en la Odisea: el mundo heroico de la Ilíada es mucho menos el mundo de Hermes que el del viaje epopéyico, la Odisea, y su mundo es más patente aún en el Himno, no porque el origen de éste sea posterior a las dos grandes epopeyas, sino porque su héroe es el dios mismo.

El mundo de la Ilíada no es el de Hermes. Si existe una figura que domina este mundo y le imprime un sello característico, esa figura es Aquiles, tal como Odiseo domina y caracteriza al de la Odisea. El mundo de la Ilíada recibe su tono esencial de la finalidad del hado que recae sobre su efímero héroe. El criterio de que la vida debe necesaria e íntimamente ocurrir de manera definitiva corresponde al criterio de que la muerte es igualmente final y obedece a esta misma ley: el final es inalterable y con él termina todo. El daimon del hado, correspondiente al héroe, que se genera cuando éste nace –su propio Ker (2) personal– madura en un daimon de la muerte, lamenta estentóreamente su destino y deja detrás la edad viril y la juventud por una existencia exangüe y tenebrosa en la muerte. Es imposible evadirse de esto. La vida es individual: se concreta según leyes innatas que rigen sobre el héroe en cuestión, y su final es su propia muerte particular. El héroe no es engañado ni seducido por un daimon de la muerte con el que no esté familiarizado. La fuerza que lo atrae hacia su muerte se halla originalmente en él; en Patroclo, en Aquiles, en Héctor y en todos los que, por su heroica valentía, sucumben ante ella. En la Ilíada, Hermes no aparece una sola vez para apartar a un alma o asumir el papel de escolta.

La razón es evidente: el campo de acción de Hermes está fuera de este mundo en el que la muerte constituye un irreductible trasfondo como concluyente y excluyente polo opuesto de la vida, que el héroe elige al mismo tiempo que elige su existencia heroica. El hecho de que Hermes no sea en la Ilíada el guía de las almas, no significa necesariamente que no sea el guía de las almas en general, sino solamente, tal vez, que en el mundo de Hermes, la muerte misma tiene un aspecto diferente. Lo que descubrimos en la Ilíada, acerca del mundo y de lo que Hermes hace, se refiere a opciones de la vida, a la disolución de los opuestos fatales, y a las violaciones clandestinas de fronteras y leyes. La muerte puede contemplarse desde el punto de vista de la vida como la conclusión que forzosamente ocurrirá y como la disolución necesaria por medio de su polo opuesto. Sin embargo, la opción más evidente de la existencia –su generación, productividad, fecundidad y multiplicación desbordantes– se presenta como algo que no puede calcularse y es un mero accidente. Es precisamente a esta altura de la Ilíada que nos encontramos con Hermes.

Su amado Forbas es quien agradece a Hermes por sus ricos rebaños (Libro XIV, 490). Hermes era también el amante de Polimele, hija de Filas, a quien visitaba secretamente en su hogar y que le dio un hijo, Eudoro (Libro XIV, página 180 y siguientes). Con estas referencias, el aire cálido de la procreación y la enriquecedora fecundidad flota en la atmósfera de la Ilíada, que de otro modo abruma tanto con la horrible fatalidad. Los nombres de Forbas, Polimele y Eudoro sugieren incluso ricos ganados y franca abundancia.) Hermes se mantiene deliberadamente distante de todo suceso heroico. El lenguaje de la epopeya suele llamarle Argeifontes en lugar de Hermes. Es un nombre que recuerda una hazaña titánica: la muerte de Argos, el de los cien ojos, con una espada curva, la misma que usó Cronos para mutilar al dios del cielo, y que Perseo utilizó para cortar la cabeza de la Medusa.(3) El constante epíteto que acompaña a Argeifontes, diaktoros («guía»), se relaciona con palabras que se refieren a los difuntos y a la riqueza que les toca.(4) En su carácter de akaketa («benigno» y «gracioso») da pruebas de ser un amable dios de la muerte. La mejor traducción de este epíteto es «el indoloro». Hermes ni siquiera toma parte en la batalla de los dioses, en la que la tragedia realmente está ausente.(5) Lo significativo de esto es que no se le asigna un dios sino una diosa, Leto, como su contrincante: ella es la diosa-Madre, quien se parece muchísimo a su hija, Artemisa. Pero Hermes es demasiado astuto como para entablar combate con ella

pues es arduo

pelear con las novias de Zeus,

quien congrega las nubes. No,

con más prontitud puedes hablar libremente entre

los dioses inmortales, y afirmar que fuiste

más fuerte que yo, y vencerme.

(Libro XXI, páginas 498 a 501.)

Elude a Leto con estas palabras. La fama no forma parte, para nada, de su mundo. La habilidad de Hermes, en la Ilíada, es estrictamente la de la evasión más carente de heroísmo. El oficio del mensajero de los dioses, que por lo demás él desempeña, no lo tiene en la Ilíada, y se evita toda alusión a él (6). Tiene su sitial entre los otros dioses, en mérito a su maestría: es el ladrón consumado. A Ares, que estaba encadenado, lo robó de su prisión (Libro V, página 390), y también habría robado el cadáver de Héctor si tan sólo los dioses hubieran estado de acuerdo (Libro XXIV, página 24 y siguientes). Zeus prefiere lo que considera más expeditivo, aunque aún actúa valiéndose de Hermes. Todo el agridulce final del libro, en el que el mundo heroico de la Ilíada exhibe de pronto su impredecible ternura, se halla bajo el signo de Hermes. Zeus le manda ver al anciano Príamo quien, a la sazón, está en camino para recuperar de Aquiles el cadáver de su hijo. No le envía como mensajero –el mensajero de Zeus es Iris en la Ilíada– sino como un guía (pompos), pues es a Hermes a quien gusta asociarse con una persona («Hermes, pues tú, más que todos los demás dioses, eres la más querible compañía del hombre…» Libro XXIV, páginas 334 y 335), para concederle un pedido, y para hacerla invisible. Esto es lo que él hace aquí: primero, se congracia con el anciano y toma la forma de un joven, y después, le guía como lo hace un ladrón. Con su auxilio es posible robar ese cadáver del implacable demonio de la venganza que posee a Aquiles y a todo el campamento griego. Aquiles obedece a Zeus y cede, pero a Hermes se le deja el abrir la puerta para la huida, y lo hace adormeciendo a los guardias.

Este guía juvenilmente apuesto, amigable y ladrón, de calzado mágico de oro que lo transporta por tierra y mar, y con una vara mágica con la que adormece a la gente y la vuelve a despertar, ¿no tiene todas las características y atributos de un guía de las almas que es seductor y letal: el amable psicopompo de monumentos posteriores? La razón de que el poeta no le permita aparecer representando este papel es, como hemos visto, que no coincide con el mundo de la Ilíada. El mundo de la Odisea confirma esta opinión, y también permite que se destaque este aspecto de Hermes.

III

EL HERMES DE LA ODISEA

El último libro de la Odisea comienza con una epifanía de Hermes:

Entretanto, Hermes de Kilene, esgrimiendo la vara dorada

con la que encanta los ojos de los hombres y despierta

a quienes él quiere,

obligó a marcharse a los espíritus de los pretendientes.

Ante una señal suya, todos revolotearon, chillando

como si los murciélagos de una caverna subterránea,

revoloteando todos, y entrecruzándose en la oscuridad,

cayeran y se rompiera la cadena de la que cuelgan en la roca.

El los condujo hacia abajo por rutas húmedas y malsanas, sobre

las grises mareas del océano, frente a playas con Nevados Peñones

del Sueño y por el estrecho del ocaso, en raudo vuelo hacia donde los Muertos habitan

yermos de asfodelos en el extremo del mundo.

La muerte de los pretendientes no fue la terminación triste, aunque armoniosa, de una existencia heroica; el brazo vengador, del esposo que volvió, extinguió sus glotonas vidas de manera inesperadamente súbita. Brutalmente muertos, como si fueran animales, sus vidas quedaron inconclusas (en comparación con la del héroe) con su muerte repentina, segadas precisamente en plena juventud. Quedaron caídos, como estólidos animales, meros cadáveres, como si les hubieran cortado las almas de sus cuerpos. Entonces, Hermes «convocó» a sus almas. Este verbo «convocar» (exekaleitein) podría traducirse también como «conjurar», como se conjuran los espíritus de los difuntos que permanecen en la tumba o en el averno. Sin embargo, en este caso, Hermes se muestra como quien conjura a las almas antes del entierro, no con el fin de obligarlas a regresar, sino para ahuyentarlas suavemente hacia los lejanos prados del más allá. La vara que él blande pone de manifiesto su relación con una especie de un «arrullo precursor del sueño» (ommata thelgein) y de un «re-despertar» que difiere de lo que ocurre en el último libro de la Ilíada, en el que estas palabras aparecen con su significado original. De lo único que realmente se trata es de dormir y despertar; en este caso, el texto habla de la muerte, pero no como un suceso definitivo, sin ambigüedades. En este contexto, el re-despertar tiene también un doble significado: puede referirse a escapar de la muerte misma.

Bella y dorada es la vara que posee estas cualidades. Establece una distancia entre el dios y el tenebroso pulular de almas-murciélagos. Con seguridad, esta vara también aparece como horriblemente inquietante si, como Horacio, la examinamos desde el punto de vista de quienes son conducidos a otra parte:

Que Hermes alce una vez la horripilante vara,

La sangre no retorna a la sombra sin forma,

La siniestra hueste con la que él marcha abajo

•En oídos sordos contra su muerte suplica.

(Odas, Libro I, XXIV.)

Pero cuando el poeta celebra al dios, pone el énfasis en el color dorado de la «horripilante vara»:

Tú otorgas a las almas sin mancha el descanso;

Tu dorada vara los tenues espectros conduce;

¡Bendito poder! por todos tus Hermanos bendecido,

tanto Arriba, como Abajo.

(Odas, Libro I, X.)

Aquí son mencionadas las almas dichosas que, hasta en el averno, no se verán totalmente privadas de luz. En Homero, el destello de la luz tangible del Sol pertenece exclusivamente al dios. Homero describe al guía de las almas en su divina sustancialidad, para diferenciarlo de lo que, carente de sustancia, pulula y se fusiona con el otro mundo. Hermes, con su dorada vara brillante, se presenta amablemente incluso entre los viciados senderos de los espíritus. Aquí también a Hermes se lo llama «el indoloro», puesto que ni siquiera hace daño a esas almas desdichadas. Por el contrario, su presencia mitiga los efectos de la pavorosa venganza de Odiseo, tal como la ferocidad de Aquiles se sosegó en el último libro de la Ilíada, que, como vimos, está bajo la influencia de Hermes. En este caso, la gran diferencia consiste en que Hermes pone de manifiesto su aspecto amable y espléndido en un mundo que no sólo se reduce «al lado de acá», sino más bien en un mundo cuyo héroe y símbolo es Odiseo.

La Odisea no es un poema de la vida heroica, en el que se destaque por completo, como fondo, la fuerza definitiva e irrevocable, sino más bien el poema de una clase de vida impregnada de muerte, en la que esta última se halla continua e incesantemente presente. En este caso, los dos polos –la vida y la muerte– se fusionan. El mundo de la Odisea es una existencia que fluye y está continuamente en contacto con la muerte, como si fuera la trama y la urdimbre. Consiste, de por sí, tanto en lo del fondo como en lo subterráneo, y en los grandes abismos de debajo y detrás. Odiseo se desplaza continuamente sobre y a través de ellos. Pero no sólo su existencia se caracteriza por este movimiento en la Odisea; también Telémaco se cierne entre la vida y la muerte, igual que los pretendientes. Especialmente atrapada en esto que pende, está la que aguarda, o sea, Penélope. Pero en el sentido más apropiado y estricto, es Odiseo quien se halla suspendido sobre abismos y fosas.(7)

A la Odisea ya la llamamos un viaje epopéyico, y ahora debemos imaginar esa realidad que a menudo se experimenta y consiste en una «expedición» de carácter especial, para distinguirla de un «paseo» o un «viaje». Odiseo no es un «viajero». Es un «expedicionario», (aunque esto sea a veces «a pesar de él mismo»), no simplemente porque se desplaza de un sitio a otro, sino debido a su situación existencial. El viajero, a pesar de su movimiento, se apega a una base sólida, aunque no se halle estrictamente circunscripta. Con cada paso que da, toma posesión de otro trozo de tierra. Por supuesto, esta toma de posesión es solamente psicológica. En la medida en que, con cada extensión del horizonte, él también se expande, asimismo se expande continuamente su reclamo de posesión de la tierra. Sin embargo, permanece siempre atado a una tierra sólida debajo de sus pies, e incluso busca la compañía de los humanos. En cada hogar que encuentra reivindica para sí una suerte de ciudadanía innata. Para los griegos, ese forastero que se acerca es kat’exochen («una destacada eminencia») y hiketes («quien viene a buscar protección», «un suplicante» o «fugitivo»). Su guardián no es Hermes, sino Zeus, el dios del vastísimo horizonte y del suelo más firme. En cambio, la situación del expedicionario es definida por el movimiento y la fluctuación. A alguien más profundamente arraigado, e incluso para el viajero, le parece estar siempre en fuga. En realidad, él mismo se hace desaparecer («se volatiliza») para todos, y también para sí mismo. Todo lo que le rodea se torna para él espectral e improbable, e incluso su propia realidad se le presenta como fantasmal. El movimiento lo absorbe por completo, pero nunca lo hace la comunidad que le ataría aquí abajo. Sus compañeros son los de la expedición, no los que él quiere llevar a su casa, como Odiseo a sus camaradas, sino aquellos con los que él se junta, como se dice de Hermes en la Ilíada (Libro XXIV, 334-335). Con los compañeros de la expedición, experimentamos una apertura hasta el punto de la más pura desnudez, como si quien integrara la expedición hubiera dejado detrás todo asomo de ropa o abrigo. ¿No es verdad que emprenden una expedición nupcial (Hochzeitsreise) quienes actualmente desean librarse de las ataduras de la comunidad en la que se criaron y con la que se hallan íntimamente ligados, y quieren franquearse uno al otro, sin reservas ni límites, como dos almas desnudas? ¿Esta expedición no es un «Heimfürung» («llevar» la novia «a casa»), al igual que un «Entfürung» («fuga»), y en consecuencia, también «hermética»? Partir en expedición es la mejor condición para amar. Los barrancos sobre los que el «volatilizado» pasa como un espectro pueden ser los abismos de los enamoramientos increíbles: las islas y hondonadas de Circe y Calipso; también pueden ser abismos en el sentido de que no hay posibilidad de hallarse en suelo firme, sino solamente de seguir cerniéndose entre la vida y la muerte.

Aquel expedicionario se siente cómodo cuando está en marcha, cómodo en el camino mismo, y el camino no ha de entenderse como un nexo entre dos puntos definidos de la superficie terrestre, sino como un mundo en especial. Es el antiguo mundo del sendero, y también de los «húmedos senderos» (los hygra keleutha) del mar, que son, sobre todo, los caminos genuinos de la tierra. Pues, a diferencia de las carreteras romanas que atravesaban sin piedad las campiñas, esos caminos serpenteantes, de líneas aparentemente entretejidas irracionalmente, corren formando los contornos de la tierra, devanándose, pero conduciendo a todas partes. El hecho de que se abran hacia todos los sitios forma parte de su modo de ser. No obstante ello, constituyen un mundo por derecho propio, un ámbito intermedio en el que una persona, en ese estado «volatilizado», tiene acceso a todo. Quien se desplaza familiarmente por este mundo-del-camino tiene a Hermes como su dios, pues aquí se describe el aspecto más saliente del mundo de Hermes. Hermes se halla constantemente en marcha: él está enodios («a la vera del camino») y es hodios («perteneciente a la expedición»), y nos encontramos con él en todos los senderos. El está constantemente en movimiento; hasta cuando está sentado, nos damos cuenta de su impulso dinámico para seguir moviéndose, como alguien observó con agudeza refiriéndose a su hercúlea imagen de bronce.(8) Su papel de líder y guía suele ser citado y celebrado, y, al menos desde la época de la Odisea, también le llaman angelos («mensajero»): el mensajero de los dioses.

Tendríamos que dedicar especial atención al oficio de mensajero divino si quisiéramos agotar todo lo que esto significa. Tan sólo como insinuando esto, mencionaremos que también Hécate, igual que Hermes, puede transportar almas (siendo ambos guardianes del averno), y ella es también un angelos. También Iris tiene un nexo con esta diosa, establecido por la presencia de su culto en la isla de Hécate, cerca de Delos. Sin embargo, a la esencia de Iris pertenece la señal celestial inalcanzablemente lejana, como lo es el arco iris, cuyo nombre ella lleva. De esta manera, ella encuadra en el mundo de la Ilíada como una mensajera de los dioses. «Noticias» («Angelia») –una hija de Hermes, según Píndaro– desciende de los dioses con más frecuencia cuando se abren las fronteras entre la vida y la muerte, el tiempo y la eternidad, y la tierra y el Olimpo. Y se abren fácilmente cuando están tan «volatilizadas» como en el mundo de la Odisea. Descubrimos que los dioses enviaron a Hermes para que viera a Egisto con una advertencia, aunque fue en vano (Libro I, 38). Y le vemos correr hacia Calipso con la orden de Zeus:

Hermes el Itinerante no se perdió palabra; se inclinó

para atar sus bellas sandalias,

de ambrosía y oro, que le transportan sobre el agua

y sobre tierras sin fin en el silbido del viento,

y tomó la vara con la que adormece

–o cuando quiere, despierta– los ojos de los hombres.

Y blandiendo la vara paseó por los aires,

descendió de Pieria, bajó hasta el nivel del mar,

y giró hasta rozar el oleaje. Una gaviota que ronda

entre las crestas de las olas del desolado mar

se zambulle en procura de peces, y lava sus alas;

sin ir más alto que las olas espumosas, Hermes voló

hasta la isla lejana que yacía delante…

(Libro V, páginas 37 a 49)

Así como no se necesita mayor explicación de que Hermes es el mensajero divino, y no se necesita ninguna cuando, en el último libro, aparece como el guía de las almas, tampoco hace falta cuando aparece en otro lugar característico de la Odisea, en la isla de Circe, como quien, sabio en magia, es el salvador del héroe. Se encuentra tan naturalmente con Odiseo que éste no se muestra sorprendido cuando Hermes le da la mano, se dirige a él y le ofrece el antídoto contra la poción mágica de Circe (Libro X, páginas 277 y siguientes). Justo donde la atmósfera de la Odisea tiene la más densa cerrazón de posibilidades espectrales, allí la presencia de Hermes es menos sorprendente. Y Odiseo mismo, que se deja llevar por esta atmósfera, tiene una relación totalmente personal con Hermes. Desciende de Hermes por parte de su madre, aunque esto no se aprovecha mucho en la Odisea; más se dice de su abuelo, Autólico, quien también es mencionado en la Ilíada como el consumado ladrón de la edad heroica. Autólico es un hijo de Hermes, quien, como su padre, era un maestro en el arte de tomar juramentos (Odisea, Libro XIX, 395). El honraba especialmente a Hermes (19, 397). Odiseo dice al fiel porquero, Eumaio, que todas las personas deben esto al dios (Hermes) si sus obras son bendecidas con «gracia y fama» (charis kai kudos) (Odisea, Libro XV, 320), incluso aquellos que son sirvientes. No puede dudarse de que el don de la astucia pertenece al linaje de Hermes y Autólico, sólo que en Odiseo no posee más las míticas dimensiones primordiales que esto tenía para ellos. Odiseo es meramente «polytropos» («versátil»), mientras que Autólico, según una fuente, era capaz de transformarse y, según otra fuente, volvía invisible todo lo que tocaba.(9) El Himno de Hermes nos describe, en sus míticas dimensiones primordiales, el «arte de la toma de juramentos».

NOTAS

1. The Homeric Gods, por Walter F. Otto, Nueva York (Pantheon, 1954), traducción inglesa de Moses Hadas.

2. Cf. Der grosse Daimon des Symposion, por Karl Kerényi, Albae Vigiliae XIII, (Amsterdam, 1942), página 32 y siguiente; en «Humanistiche Seelenforschung», Werke in Einzelausgaben, tomo I, (Munich, 1966), página 306 y siguientes.

3. Essays on a Science of Mythology, por Carl G. Jung y Karl Kerényi, Serie Bollingen XXII, (Princeton: Princeton University Press, 1971), tercera edición (en rústica), página 127.

4. Cf. Hesych, en vocablo: ktéres; Solmsen, Indog. Forsch 3. página 96 y siguiente; también Ostergaard, Hermes 38, página 333 y siguientes; y H. Güntert, Kalypso, Halle, 1919, página 162 y siguiente.

5. Cf. The Religion of the Greeks and Romans, por Karl Kerényi (después: Greeks and Romans), traducción inglesa de C. Holme (Londres: Thames and Hudson), 1962, página 199; tercera edición reimpresa por Greenwood, 1973. Título original: Die antike Religion (Amsterdam-Leipzig: Pantheon, 1941).

6. Esto resulta especialmente sorprendente en el Libro II, página 104, en el que el texto no dice: «Zeus envió el cetro por medio de Hermes a Pélope», sino más bien que Zeus se lo dio a Hermes, Hermes a Pélope, Pélope a Atreo, etcétera.

7. Cf. Apollon, de Karl Kerényi, (Viena-Leipzig, 1937), página 128 y siguientes; edición ampliada, Dusseldorf, 1953, página 123 y siguientes.

8. Griechische Mythologie I, de Preller y Robert, (Berlín, 1894), página 421.

9. Fragmentos, de Hesíodo, 112 (Rzach); Aenead II, 79, Servius in Verg.

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