Libro Rojo de C.G.Jung (Liber Nous) – Enrique Galán

El conocimiento de Jung y de la psicología analítica en nuestro país y en nuestro idioma tiene su punto de inflexión en 1999, cuando la Editorial Trotta inicia la publicación de su Obra completa. La esforzada labor de estos diez años ha fructificado en la aparición de poco más de la mitad de su 20 volúmenes. Si se exceptúan los dos últimos, la bibliografía general (19) y los índices (20), aún esperan salir a la luz los únicos textos que permanecen inéditos en español (recopilados en el vol. 2, Investigaciones experimentales), y otros seis volúmenes, cuyo contenido se conoce gracias a las antiguas ediciones de otras Editoriales —Paidós, Edhasa, FCE. Los siguientes títulos en aparecer dentro de la edición de OC serán el 13, sobre la representaciones alquímicas, y el 17, relativo al desarrollo de la personalidad, y, a su tiempo, las obras fundamentales sobre la psicogénesis de las enfermedades mentales (vol. 3), Símbolos de transformación (vol. 5), Tipos psicológicos (vol. 6) y Aion (vol. 9/2). Ultimada la publicación de la Obra completa, es previsible que le sigan los epistolarios y seminarios ya publicados en otros idiomas.

En cuanto a la obra de autores junguianos, bien contemporáneos de Jung (E. Neumann, M.-L. von Franz, B. Hanna, A. Jaffé, L. Fierz-David, J. Jacobi, L. Frey-Rohn, E.A. Bennet…), bien posteriores (E. Whitmon, J. Hillman, M. Woodman, M. Jacoby, R. López-Pedraza, A. Guggenbühl-Craig, V. Kast, L. Zoja, M. Stein…), van siendo lentamente conocidas en castellano, y en breve la Editorial Manuscritos pondrá a la venta Jung y los posjunguianos, de A. Samuels, fundamental para orientarse en las distintas corrientes y los diferentes autores de la psicología analítica. A ello hay que añadir la espléndida presentación hace ya años por parte de A. Ortiz-Osés de los libros del grupo Eranos, con la publicación de algunos de sus autores (K. Kérenyi, L. Massignon, W. Otto, H. Corbin, G. Durand…) por distintas Editoriales. Por último, es básico señalar a los autores españoles que han ido desbrozando este campo (L. Sánchez Granjel, antes incluso de la publicación los últimos libros de Jung, A. Vázquez, L. Montiel, A. Ortiz-Osés, N. Costa, B. Nante, E. Eskenazi, M.J. Úriz, P. Quiroga, P. Muñoz, J. Castillo…).

Considero conveniente recordar el estado de la producción editorial alrededor de Jung y la psicología analítica en castellano, antes de referirme a la obra que motiva esta recensión, una novedad internacional publicada a mediados de octubre del año pasado por la Editorial Norton simultáneamente en inglés, alemán y japonés: Libro rojo, el autoanálisis de Jung a través de su imaginación activa entre los años 1913 y 1928. Un libro que con toda seguridad permitirá ahondar en su obra científica y aclarar algunos aspectos de su biografía.

Edición del Libro rojo

La publicación de este libro se debe al impulso de Sonu Shamdasani y a la capacidad de la Fundación Philemon, heredera de la Fundación Bollingen, que pretende publicar todos los inéditos de Jung —las 10.000 cartas, los seminarios no editados hasta ahora, los cursos dados en la Escuela Técnica Federal de Zúrich y otros documentos—, que se calcula componen otros 30 volúmenes que se sumarían a los 20 de la OC y los dos suplementarios en la edición inglesa (Transformaciones y símbolos de la libido, Conferencias Zofingia), además de ofrecer una nueva traducción de esta versión, las Collected Works, debida al amigo de Jung R.F.C. Hull, por descubrirse lagunas respecto a los textos originales y algunas otras deficiencias, más una edición ampliada de Recuerdos, sueños, pensamientos con el abundante material no utilizado por A. Jaffé. Una labor de largo aliento planificada para ser realizada a lo largo de tres décadas y que permitirá producir las Complete Works of C.G. Jung en inglés y alemán. Las primeras entregas de esta labor (Philemon series) la constituyen los epistolarios Jung/White (2007) y Jung/Schmid-Gisan (2008) y este Libro rojo (2009), un fascímil del “Libro rojo” original, propiedad de la familia Jung y cuya publicación fue decidida en el año 2000, con su correspondiente transcripción y edición, ampliada con textos que no están presentes en el original del fascímil.

El editor científico de esta obra, Shonu Shamdasani, está adscrito al londinense Instituto Wellcome de historia de la Medicina y es autor de obras ya fundamentales para la historia de la psicología analítica. Tras editar en 1996 el seminario de Jung sobre el yoga kundalini, en 1998 responde adecuadamente en sus Cult fictions al primer libro denigratorio sobre Jung de R. Noll (Jung cult), publica en 2003 el clarificador Jung and the Making of Modern Psychology —del cual Atalanta Ed. quizá se haga cargo de la versión española—, en 2005 Jung Stripped Bare By His Biographers, Even, y en 2006, junto al historiador del psicoanálisis M. Borch-Jacobsen, Le dossier Freud, además de diversos artículos referidos al desarrollo de la psicología, el psicoanálisis y la psicología analítica. Su edición del Libro rojo está pues pensada para la investigación histórica y ofrece las claves para calibrar su importancia en la constitución de la obra científica de Jung.

Con ello no hace sino confirmar lo que Jung mismo dice en su póstumo Recuerdos, sueños, pensamientos: “Todos mis trabajos, todo cuanto he creado espiritualmente, parte de mis imaginaciones y sueños iniciales. En 1912 comenzó lo que hasta ahora ha durado casi cincuenta años. Todo cuanto he hecho en mi vida posterior está ya contenido en ellos, aunque sólo en forma de emociones e imágenes”. Más adelante ratifica que “los años en que ya trataba de aclarar las imágenes internas constituyeron la época más importante de mi vida, cuando se decidió todo lo esencial. Entonces comenzó todo y las posteriores particularidades son sólo complementos y aclaraciones. Toda mi actividad posterior consistió en perfeccionar lo que brotó de lo inconsciente, y que comenzó inundándome. Constituyó la materia prima para la obra de mi vida.”. Esta materia prima es el Libro rojo recién publicado.

Para su edición, Sonu Shamdasani se sirve de todos los documentos disponibles: (1) Volumen caligráfico, iniciado en 1915, postergado a partir de 1928 y con un pequeño añadido en 1959, aquí reproducido fascimilarmente en las 191 primeras páginas con el título Liber novus, que está compuesto de Liber primus y Liber secundus. (2) Libros negros, el registro en seis volúmenes de la imaginación activa de Jung entre 1913 y 1918, que constituye la fuente del caligráfico, el cual reproduce algo más del 50% de los libros 2-5, correspondientes a 1913-1914. El periodo 1915-1916, reflejados en los libros 5 y 6, no aparece en el volumen caligráfico, pero sí en este Libro rojo, bajo el título de Escrutinios. (3) Borradores de Liber novus y de Escrutinios, tanto manuscritos como mecanografiados: los relativos a Liber novus, compuestos entre 1914 y 1915 y corregidos a mediados de los años 20, y entre 1917 y 1918 los relativos a Escrutinios, ambos editados mecanográficamente por Cary Baynes entre 1924 y 1925, en una (4) Transcripción que es otra de las referencias de Shamdasani, quien también se sirve de (5) dos copias editadas del borrador de Liber Novus, una del manuscrito y otra del mecanografiado, más otro material suplementario de Jung, como diarios, cuadernos de sueños, registros de pacientes o incluso su cartilla militar.

Para Shamdasani, conviene hablar de un Liber novus compuesto por cuatro partes: Liber primus, Liber secundus, Escrutinios y la torre de Bollingen, que serían por lo tanto un Liber tertius y un Liber quarto. Su temática es la misma, la relación del yo de Jung con esas figuras internas que brotan de su inconsciente. En su introducción “Liber novus: el ‘Libro rojo’ de C. G. Jung”, Shamdasani ofrece los datos relevantes históricos, contextuales, biográficos y profesionales que rodean la constitución y papel de esta obra de Jung, su “más difícil experimento”, antes de relatar la historia de su formación, sus contenidos, su papel en la obra científica teórica y clínica de Jung, y el conocimiento y efectos en su entorno, el Club Psicológico de Zúrich en los años del Dadá.

Sirva esta larga cita de Shamdasani para hacerse una idea general de este libro: “Liber novus presenta una serie de imaginaciones activas junto a los intentos de Jung por hacerse con su significado. Este trabajo de comprensión supone el entrelazamiento de unos cuantos hilos: un intento de comprenderse e integrar y desarrollar los variados componentes de su personalidad; un intento de entender la estructura de la personalidad humana en general; un intento de entender la relación del individuo con la sociedad actual y la comunidad de los muertos; un intento de entender los efectos psicológicos e históricos del cristianismo; un intento de captar el desarrollo religioso futuro de Occidente. Jung discute muchos otros temas en la obra: la naturaleza del autoconocimiento; la naturaleza del alma; las relaciones entre pensar y sentir y los tipos psicológicos; la relación entre la masculinidad y la feminidad internas y externas; la unión de los opuestos; la soledad; el valor de la academia y el aprendizaje; el estatus de la ciencia; la significación de los símbolos y cómo deben entenderse; la significación de la guerra; la locura, la locura divina y la psiquiatría; cómo puede entenderse hoy la imitación de Cristo; la muerte de Dios; el significado histórico de Nietzsche; y la relación entre razón y magia”. Asuntos todos ellos que el conocedor de Jung reconoce en su obra científica, pero aquí tratados como reflexión personal asociada a sus vivencias y emociones, expresadas en forma de una progresión dramática entre personajes literarios que personifican lo inconsciente y una serie de dibujos muy cuidados que dan fe de los insights y emociones que desencadenan sus comentarios.

Descripción de Liber novus

Creo que una somera descripción de la estructura del libro facilitará la posterior inmersión en sus contenidos de modo más detallado. El Liber primus lleva como título “El camino hacia lo venidero” y consta de 11 capítulos. Iniciado en 1915 y escrito sobre siete folios de pergamino en dos columnas de apretadas palabras, con capitulares imaginistas y algún dibujo de pequeño formato que ilustra el texto, narra las experiencias imaginales tenidas por Jung entre noviembre y diciembre de 1913.

Comienza su prólogo con citas de Isaías que hablan de un Dios futuro y la frase de Juan sobre la encarnación del Verbo. Los cuatro primeros capítulos tratan de la búsqueda del alma en el desierto, impulsado por el espíritu de las profundidades. Los cuatro siguientes se ocupan del descenso a los infiernos, el asesinato del héroe y la concepción del nuevo Dios. Los tres restantes traen a escena a Elías, con su ciega hija Salomé y la serpiente, quienes acompañarán a Jung en el momento de su sacrificio en la cruz, que devuelve a Salomé la vista. Aquí acaba la acción dramática de este primer libro. Jung concluye en sus comentarios que “el amor está vacío sin conocimiento, el conocimiento está vacío sin amor” y que “he visto un nuevo Dios, un niño que subyuga con su mano a los démones serpentinos del conocimiento y el amor. El Dios se desarrolla uniendo los principios en mí”. Tal es la buena nueva de Isaías y la seguridad en el Lógos de Juan.

El Liber secundus lleva por título “Las imágenes de la errancia” . Ya está escrito directamente en el libro de gran formato, papel idóneo y tapas de piel roja que Jung encargó para trabajar parsimoniosamente en tales textos y dibujos, y al que adjuntó los folios de pergamino. Consta de 21 capítulos, que reproducen las fantasías del 26 de diciembre de 1913 al 19 de abril de 1914. La imagen plástica cobra una mayor presencia. Los capitulares imaginistas se hacen más complejos y hay 58 figuras exentas, que Jung irá realizando a partir de 1918.

Las citas bíblicas que aparecen en su prólogo se deben a Isaías, que clama contra los profetas “que pretenden que mi pueblo olvide mi nombre con sus sueños” . En los seis primeros capítulos van apareciendo una serie de personajes —el rojo diablo, el erudito con su hija, el humilde, el anacoreta, el muerto— que cierran un ciclo. Los cinco siguientes son de renovación y crecimiento, con la figura de Izdubar y los ensalmos. La acción durante los cinco capítulos posteriores transcurre entre el Infierno, el sacrificio y locura. Los cinco que les siguen son celebratorios —despertar, profecías, el don de la magia— pero acaban en la cruz. El largo capítulo final está centrado enteramente en Filemón y consta de varios apartados. De ahí Jung concluye que “debo ponerme al día con una parte de la Edad Media —dentro de mí. Sólo he terminado con la Edad Media —de otros. El toque maestro es estar solo con uno mismo. Este es el camino”. Ese camino de lo venidero que se iniciaba en Liber primus.

En cuanto a Escrutinios, comienzan con fantasías fechadas en los Libros negros el mismo día en que acaba el libro anterior —al día siguiente abandona la Asociación Psicoanalítica Internacional y su presidencia— y que terminan en julio de 1917, con una cesura de año y medio (junio de 1914—diciembre de 1915). Sin estar organizado en capítulos, sino en 15 apartados por Shamdasani, en los dos primeros asistimos al feroz ataque autocrítico de Jung a su yo y en los tres siguientes vemos reaparecer a Filemón, que le ayuda con las demandas que le hacen los muertos. Los apartados 6 a 12 reproducen los Septem sermones ad mortuos, publicados en edición privada en 1916, pero que aquí se acompañan de los comentarios de Filemón. En el apartado 13 se produce un encuentro con la muerte. El penúltimo apartado, agregado en 1959, hace aparecer de nuevo a Elías y Salomé, que le abrieron la vía. En el último, Filemón conversa con una sombra azul que representa a Cristo.

Capítulos y apartados de Liber novus presentan, en una primera parte, las imaginaciones y, en un segunda, resaltada en la edición por el signo [2], los comentarios al respecto. El estilo es distinto en ambas partes, literario y dramático en la primera, ensayístico personal, más conceptual en la segunda y, en el caso de los himnos y ensalmos, que aparecen en varios casos, tienen un tono enfático y vienen escritos en el volumen caligráfico con una letra mayor y a veces enmarcados, reproducidos en cursiva en el texto de la trascripción y traducción.

Las notas de Shamdasani, además de situar fuentes de citas bíblicas o guiños culturales, señala las obras de Jung en que puede encontrarse el desarrollo científico de la intuición que ahí aparece, la literatura secundaria pertinente y, en muchos casos, la continuación a esos textos en los Libros negros o las variaciones entre éstos y el volumen caligráfico. Puede decirse que la soberbia edición de Shamdasani desbroza varias vías de la investigación posterior.

Trama de Liber Novus

Sería ridículo reducir una obra tan sugerente como esta a su mera acción dramática, pues lo que se ventila es la transformación personal y profesional Jung en su edad mediana. Pero creo que es conveniente seguir de algún modo el hilo de la peripecia psíquica para conocer a algunas de esas figuras que le salen al paso en la inmersión en su inconsciente. Figuras que suelen entrar en contacto con él mediante preguntas y que no se ahorran muchas veces un alto grado de condescendencia y conmiseración en el trato con este intruso del ámbito de la consciencia, al que en multitud de ocasiones tratan con bastante paciencia.

Liber primus

Jung parte de una reivindicación del espíritu de las profundidades, que “se ha llevado mi creencia en la ciencia”, frente a un espíritu de los tiempos, que califica de “presuntuoso” y obsesionado por el “uso y valor” de las cosas, ante el cual busca un “significado supremo” , que une sentido y sinsentido y nunca muere. Frente a esa consciencia colectiva, Jung comunica a sus imaginarios “amigos” que “el camino está en vuestro interior, no en Dioses, maestros ni leyes. Vuestro interior es el camino, la verdad y la vida”1.

Estas palabras del prólogo, que prepara al periplo de Liber primus, están escritas más de un año después de las experiencias que en él se relatan, iniciadas en el primer capítulo, “Reencuentro con el alma”. En él, Jung escribe que “el espíritu de las profundidades me ha llevado a hablar con el alma, un ser viviente y preexistente”. Por eso, al caer en la cuenta de que había perdido su alma, exclama: “Alma mía, ¿dónde estás?”. Para ello cuenta con los sueños, a los que, en el segundo capítulo, “Alma y Dios”, considera “las palabras guía del alma”. En el capítulo siguiente, “Al servicio del alma”, sigue llamando a su alma: “Me pondría en tus manos, pero ¿quién eres?. Debo aprender a amarte”. El espíritu de las profundidades le recomienda: “Reza a tus profundidades, despierta a los muertos”. Consigue contactar con su alma en el capítulo siguiente, “El desierto”, y la primera palabra que profiere su alma es: “Espera”. Más adelante responde a las palabras de Jung sin contemplaciones: “Me hablas como un niño complaciente a su madre. No soy tu madre”. Y ante la actitud inquisitiva de Jung le recuerda que “el camino de la verdad sólo está expedito para quien no alberga intenciones”.

Establecido el contacto, Jung continúa su periplo, que le lleva, en el siguiente capítulo, “Descenso al Infierno en el futuro”, a una caverna. En Recuerdos, sueños, pensamientos se refiere a este momento como “el primer paso” en su camino. En esa caverna, donde entra vadeando un agua oscura y helada, escucha voces chillonas en el silencio y vislumbra una piedra que desprende una luz roja. Al levantarla, descubre una corriente de agua que arrastra al cadáver de un joven rubio con la cabeza sanguinolenta, y al que sigue un escarabajo negro. Al final de la corriente ve un sol rojo, velado por miles de serpientes en movimiento, que al ponerse transforma las aguas en sangre. De esta visión Jung concluye que “soy una víctima de mi pensamiento. El héroe rubio debe morir. La profundidad y la superficie deben mezclarse para que pueda desarrollarse una nueva vida”. Aún tendrá que elaborar estas conclusiones en el capítulo posterior, “La división del espíritu”. En él, comprende que “el viaje al Infierno significa volverse uno mismo infierno. Me he convertido en un animal monstruoso con el que he intercambiado mi humanidad”. Y mientras el espíritu de las profundidades le dice “Excava en tus profundidades, ¡Húndete!”, su alma le recuerda que “mi camino es luz, aunque mi luz no es de este mundo”. Jung intenta vanamente explicarse la situación, pero su alma le espeta, imperiosa, “menos palabras”, y le dice crudamente que lo que está viviendo “es la guerra civil”. Jung ha comprendido: “La guerra civil está en mí. Soy el asesino y el asesinado”.

Un sueño posterior se lo hará aún más evidente. En él se ve, junto a un acompañante oscuro, en un paisaje montañoso donde tienden una emboscada a Sigfrido, que se anuncia haciendo sonar su cuerno de caza. Le disparan y dan muerte. Jung entiende que “debo morir yo mismo”, en concreto su pensamiento. En este capítulo, “Asesinato del héroe”, el espíritu de las profundidades le tranquilizará: “La más alta verdad es una y lo mismo que el absurdo”. Esta revelación da paso a una visión beatífica, en la aparecen formas vestidas de seda blanca iluminadas por luces rojizas, azuladas y verdosas evolucionando por un alegre jardín. Un pensamiento se abre paso entonces en su mente: “El significado es un momento y transición entre absurdo y absurdo. El absurdo es un momento y transición entre significado y significado”.

El asesinato del héroe, aquél a quien necesitan los hombres paralizados para imitarle en aras de una pretendida perfección, permite concebir a un nuevo Dios, relativo, enemigo de la perfección, “un nuevo Dios que fuerza al hombre a través de sí mismo”, un Dios ambiguo que une Cielo e Infierno, pues “la ambigüedad es el camino de la vida”. Es lo que da a entender su alma en este capítulo, “La concepción del Dios”, cuando se dirige a Jung para decirle enigmática que “la palabra concebida en el seno de una virgen se convierte en el Dios al que está sometida la Tierra”.

El capítulo siguiente, “Misterio. Encuentro”, presenta una novedad radical. Frente a las voces del alma y el espíritu de las profundidades, surgen figuras humanas: Elías y su ciega hija Salomé, acompañados por una serpiente. Elías se muestra inflexible ante los intentos de Jung de hacer de ellos un símbolo: “Nosotros somos reales, no símbolos”, y él debe obedecer, a pesar del terror que le produce Salomé, que decapitó a Juan el Bautista y no deja de hablarle de amor: “Tú me amarás. ¿Me amas? Te amo”. Elías, quien dice a Jung que “mi sabiduría y mi hija son uno”, le pone sobre la pista: “Ella ama al profeta que anuncia el nuevo Dios al mundo”. Asustado ante esta adscripción que no desea para él, la mente razonante de Jung sólo retiene que “presentimiento y placer se necesitan” y que “la serpiente es la esencia terrenal del hombre”. Aún deberá comprender más y pasar por la prueba definitiva.

Esa mayor comprensión se produce en el capítulo que sigue, “Instrucción”, en el que Jung asume que “estoy perdido en mi ignorancia”. Salomé le intentará aclarar qué se está cociendo: “Elías es tu padre y yo soy tu hermana”. Al preguntar Jung quién es la madre, Salomé responde que la madre de Cristo, María. Jung tiembla ante esta identificación sacrílega que niega como puede, tranquilizándose al pensar que “presentimiento y placer se unen en mí, y de ellos sale el niño divino, el símbolo, que se convierte en mi señor. Mi yo no abarca mis pensamientos”. Así, entregado a lo que le revelan sus figuras internas, experimenta en el último capítulo, “Resolución”, el significado de esa identificación con Cristo que Salomé explicita con su “tú eres Cristo”. Un Cristo leontocéfalo crucificado y estrujado por la serpiente hasta desangrarse y cuya sangre, enjugada con su cabello por Salomé obra en ésta la transformación: “He visto la luz. Tu obra se ha cumplido. Vendrán otras cosas. Busca incansablemente y, sobre todo, escribe exactamente lo que has visto”. Jung extrae las correspondientes conclusiones: “El Misterio me ha mostrado en imágenes lo que viviré más adelante. Los beneficios aún debo merecérmelos”. Comienza entonces su segunda andadura.

Liber secundus

“La puerta del Misterio se ha cerrado tras de mí. Espero sin saber qué espero”. Así comienza el primer capítulo de este segundo libro, “El rojo”. No tardará en ver acercarse desde la lejanía un caballero pelirrojo vestido de rojo. Piensa inmediatamente que se trata del Diablo. En el diálogo que tiene lugar, el recién venido, frente a las pretensiones de Jung, quien le dice que “espero algo para la salud del mundo”, muestra su faceta mefistofélica: “¿Qué suerte de tipo supersticioso eres, que inmediatamente piensas en el Diablo?. Eres supersticioso y demasiado germano. Tomas literalmente lo que dicen las Escrituras. Tu solemnidad huele a fanatismo. Respondes como un sofista, examinas desde fuera al cristianismo atendiendo a su historicidad. ¿No me reconoces, hermano? Soy la alegría”.

En las reflexiones que siguen, Jung ejerce de psicólogo e intuye que “seguramente este rojo es el Diablo, pero mi diablo, mi alegría, la alegría de una persona seria. Me confronto seriamente con mi diablo y me comporto con él como con una persona real, pues lo que he aprendido del Misterio es tomar en serio a cada vagabundo desconocido, cuya personalidad habita en el mundo interno, pues es real en cuanto efectivo”. Comprende que el trato con “este adversario que es tu otro punto de vista” no consiste en pasarse a su campo o convertirse en él, sino que “es precisamente a través de la religión como puede atenderse al Diablo”, y por lo tanto “la conversación religiosa es inevitable con el Diablo”.

Sigue su camino hasta perderse y llegar, en el segundo capítulo, “El castillo en el bosque”, a un antiguo castillo situado en el centro de un oscuro lago. En él habitan un anciano erudito que trabaja afanosamente en su biblioteca, “como si su personalidad representara el trabajo de la verdad científica”, y su hija, a quien primero imagina rubia, pálida de ojos azules, como en una “novela banal”, y que luego conocerá cuando ella aparezca en la puerta del cuarto en que se encuentra y le pregunte: “¿Ha venido usted hace poco?”. Jung duda de no estar preso de una fantasía vulgar, pero ella replica indignada: “Miserable, ¿cómo puede usted dudar de que soy real?. Soy la hija del anciano, que me tiene en esta insoportable cautividad por amor, pues soy su única hija y la viva imagen de mi madre, muerta joven”. “¿No es esto de una banalidad terrible?”, piensa Jung, pero prefiere dejar a un lado esa idea y dice: “Te creo, querida niña, eres real a pesar de todo ¿Qué puedo hacer por ti?”. “¿Qué puedes hacer por mí?. Pronuncias la palabra redentora cuando no pones lo banal entre tú y yo. Lo banal me hechiza”.

Jung está maravillado: “¡Oh, la belleza del alma!. Verla ascender desde el inframundo. ¡Qué espectáculo!”. Ella no se deja engatusar: “Sé razonable, amigo mío, y no tropieces ahora con lo fabuloso, pues el cuento de hadas es el abuelo de la novela y tiene más valor que la más ansiada novela de nuestro tiempo. Ha estado en todas las bocas durante milenios, repitiendo indefinidamente los mismos pensamientos que permanecen inmóviles junto a la verdad última humana. No permitas que lo fabuloso se interponga entre nosotros. Lo fabuloso no habla contra mí sino de mí y prueba lo universalmente humana que soy” . Jung, que se ha sentido agraviado y herido en su dignidad porque el erudito no ha condescendido a tener con él una conversación académica, ahora está cautivado: “Eres lista, extraña muchacha, eres encantadora, contigo estoy mucho mejor. Eres poco común”. “Estás equivocado, soy muy común”, replica ella. “ No lo creo. Feliz y envidiable el hombre que te quiera libremente”, insiste Jung. “¿Me amas?”, le pregunta ella entonces. “Por Dios, claro que te amo, pero desgraciadamente ya estoy casado”. “¿Lo ves?, incluso la banal realidad puede redimir. Gracias, querido amigo, y recuerdos a Salomé”, se despide irónica la hija del sabio.

De este diálogo extraerá Jung conclusiones de largo alcance para su obra posterior. En primer lugar, que “es necesario conocer los propios límites, para evitar moverse dentro de las barreras artificiales de la imaginación y de las expectativas de los demás. Los límites se conocen cuando se sobrepasan, pero eso sólo es posible si se consigue el equilibrio a base de nutrir el opuesto en uno mismo”. En este caso, se trata de la contraparte sexual, pues “el hombre más masculino tiene un alma femenina y la mujer más femenina tiene un alma masculina. La humanidad es masculina y femenina, no sólo hombre o mujer. Cuando un hombre no tiene alma, ésta se encuentra en la mujer; cuando una mujer no tiene alma, ésta se encuentra en el hombre. Pero al convertirse en un ser humano, el alma va con uno mismo”. En segundo lugar, que “el mundo interno es tan infinito como el mundo exterior. El hombre vive en ambos mundos. Un loco vive aquí o allí, nunca aquí y allí “. En tercer lugar, “que todo aquello que uno odia y que le disgusta es su Infierno particular, un Infierno hecho de todas las cosas expulsadas del propio santuario. Por eso cuando se está en el propio Infierno no se sabe que se ha ido allí como una víctima de la belleza, como un paria, como un loco curioso y estúpido que mira fijamente las migajas que caen de la mesa. El Infierno tiene varios niveles”.

El siguiente capítulo, “El humilde”, nos muestra a Jung caminando por un paisaje nevado antes de que se le una repentinamente un vagabundo tuerto, sucio y pobremente vestido, con cicatrices en su rostro y ayudado de un bastón. Le cuenta su historia mientras buscan alojamiento. Perdió el ojo peleando por una mujer que le traicionó, y dio con sus huesos en la cárcel. Considera a los granjeros unos patanes y adora la vida urbana, con sus cines, donde se cuenta la vida de los santos, algo que a Jung le resulta una “idea blasfema”. Este hombre surgido de la nada muere durante la noche entre vómitos de sangre. Tal aventura con lo más común de lo humano lleva a Jung a caer en la cuenta de que “esa noche me vino el conocimiento de la muerte. Se supera la muerte superando la vida común. El alma se mueve a través de la muerte”.

Los dos capítulos siguientes, “El anacoreta. Dies I” y “Dies II”, ponen en escena a un personaje poco común, un anacoreta al que Jung descubre en el desierto del Líbano siguiendo unos pasos en la arena. Jung aborda respetuosamente, llamándole “padre”, a este solitario meditador para quien los diez años que lleva allí han pasado en un suspiro. Ammonio, como luego sabremos que se llama, le cuenta a Jung que “antes de conocer el cristianismo, yo era un retórico y filósofo en Alejandría. Tenía muchos seguidores, incluidos bastantes romanos, algunos bárbaros y también varios galos y bretones. No sólo les hablaba de la historia de la filosofía griega, sino de los nuevos sistemas, entre ellos el de Filón , que llamamos el Judío”. La conversación que mantienen gira naturalmente alrededor de las Escrituras y el cristianismo. Los comentarios de Jung le parecen al anacoreta puerilidades propias de un pagano, a pesar de las protestas de aquél, que hace gala de sus conocimientos, y tras recordarle que los significados surgen de las varias lecturas de un libro, le dice tajante: “Guárdate de ser un esclavo de las palabras”.

Esta conversación espolea a Jung, quien reflexiona al respecto “¿Qué me ha dicho Ammonio? Que las secuencias de palabras tienen muchos significados y que Juan trae el Lógos al hombre. Esto no suena muy cristiano. ¿Es tal vez un gnóstico? No, no me lo parece, pues en su mayoría idolatran las palabras”. Las dudas le llevan al día siguiente de nuevo junto a él: “Ten paciencia, maestro, y déjame beber de la fuente de tu sabiduría”. Ammonio le cuenta entonces su encuentro con otro sabio que le introduce en las verdades del cristianismo: “Dios se ha encarnado en su hijo y nos ha procurado a todos la salvación en su cruz”. Ammonio intenta comprender este mensaje en sus propias categorías, refiriéndose a Osiris como el salvador, Horus como el hijo del dios, Seth como el castigado y vencido. Pero su maestro no ceja en su verdad sobre el hombre Jesús, el ungido, el Hijo de Dios nacido de una virgen judía y resucitado al tercer día de su muerte, y acaba convenciéndole. Jung interviene: “¿Entonces usted piensa que el cristianismo es en último término una transformación de las enseñanzas egipcias?”, respondiéndole Ammonio: “Es un error creer que las religiones difieren en su esencia más íntima. Hablando estrictamente, siempre es una y la misma religión. Cada siguiente forma de religión es el significado de la anterior”.

Jung ha comprendido el primer día que “en el desierto el solitario está libre de cuidados y puede ocupar su vida entera al jardín que brota de su alma, y que sólo puede florecer bajo el cálido sol con un esplendor tan abundante”; y en el segundo, entre otras muchas cosas, que “la inmensa plenitud y el inmenso vacío son uno y lo mismo”. El capítulo siguiente, “Muerte”, va a poner fin a un ciclo. En él, Jung camina por la playa hasta encontrar a un hombre sentado en la última duna. Lleva una chaqueta arrugada y dirige inmóvil su mirada seria y profunda a lo lejos. Acepta que el caminante se siente a su lado y le dice: “Como puedes ver, estoy frío y mi corazón no late nunca”. “Dime, oscuro, ¿es este el fin?”, le pregunta Jung en un momento dado. “Mira”, le responde su interlocutor. “Un mar de sangre espuma a mis pies. Sangre y fuego se mezclan en una bola, una luz roja surge de este sudario humeante, un nuevo sol asciende de este mar de sangre y rueda brillante a través de las inmensas profundidades para desaparecer bajo mis pies. Miro a mi alrededor. Estoy totalmente solo. Ha caído la noche.”

Soledad, oscuridad, muerte. “¡Cuánto necesita la vida de la muerte!. La vida y las grandes cosas vienen a ti sólo cuando aceptas la muerte. Cuando comprendo mi oscuridad, una noche verdaderamente magnífica viene a mí y mi sueño me sumerge en profundidades milenarias de donde se eleva mi fénix. Me preparo para la experiencia de la hora de mi segundo nacimiento”.

La antigua vida toca a su fin. Por eso el capítulo que viene a continuación, “Las ruinas de los antiguos templos”, se inicia avisando que “a partir de ahora comienza una nueva aventura”. En su deambular, ve aproximársele a dos extraños, un viejo monje y un tipo alto y delgado que camina de modo algo infantil. Al verlos más de cerca, se sorprende al reconocerlos. Se trata de sus viejos conocidos el caballero rojo y Ammonio, muy cambiados, avejentados y consumidos. En cuanto la pareja de caminantes le contemplan, le reconocen a su vez y, espantados, exclaman “Vade retro, Satanás” mientras hacen el signo de la cruz. “Amigos míos, ¿qué os pasa? Soy el extranjero hiperbóreo que te visité, oh Ammonio, en el desierto, y el guardián que tú, Rojo, visitaste en otro tiempo” . Recelosos, le cuentan la nefasta influencia que tuvo sobre ellos. Ammonio, seducido por la curiosidad de Jung y lleno de dudas, se acercó de nuevo a los hombres, volvió a Alejandría y viajó a Italia, gozando de las maravillosas mujeres, del vino y demás placeres, hasta que le rescató en Nápoles el Rojo, que tras la conversación con Jung se volvió tan serio que se recluyó en un monasterio. Jung, cuyo cuerpo está cubierto de hojas verdes que brotan de su cuerpo, se alegra de verlos juntos.

Pero él ya no es el que fue. “Cuando vi la muerte y la terrible solemnidad que la rodea, convirtiéndome en hielo y noche, creció en mí el hambre de vida e impulso. Ya no soy el hombre que fui, pues un extraño ser crece a través mío. Un alegre ser del bosque, un demon de verde hojarasca, un bromista duende del bosque, que sólo ama crecer y verdear, lleno de humor y suerte, ni hermoso ni feo, ni bueno ni malo, primigeniamente viejo y completamente joven, no hombre sino naturaleza, engañador y engañado, inconstante y superficial, que va hacia abajo, descendiendo al núcleo del mundo. Un árbol verde que crece entre las ruinas del templo”. Una sensación de liberación se ha apoderado de Jung: “Después de la maldición viene la risa, pues el alma es salvada por la muerte. El héroe ha caído. Era esclavo de mis ideales, pero los ideales son mortales. Cuántos de mis ideales se han venido abajo y qué fresco crece mi árbol. Ni lo bueno ni lo malo deben ser mis maestros. Los dejo a un lado, mis alegres servidores, y sigo mi camino, que me lleva a Oriente”.

En la tercera noche de ese viaje llega a una montaña en la que el camino se interna entre dos paredes rocosas, una es blanca y está hecha de hielo, la otra negra y es de hierro candente. Acelera el paso y ve venir hacia él a un gigante: “Izdubar el poderoso, el hombre toro”. Jung tiembla y pide clemencia, pero Gilgamés, a quien llamaron equivocadamente Izdubar los primeros asiriólogos, no tiene nada contra él. Sólo quiere saber de dónde viene, y Jung, durante ese “Primer día” que titula este capítulo, le habla de las maravillas científicas y tecnológicas de Occidente. Izdubar se asusta de tal “poder mágico, un veneno que sólo puede destruir, no ayudar”, como responde en el “Segundo día” a la demanda de ayuda que le hace Jung, quien constata que “no podemos esperar ninguna ayuda de Occidente y tal vez se pueda encontrar una ayuda en Oriente”.

Si el mesopotámico Izdubar duda del valor de las cerillas, los relojes, los aviones o la redondez de la Tierra girando alrededor del Sol, el ilustrado Jung duda de la realidad de la figura, y así se lo comunica: “Príncipe mío, poderoso, pienso que no eres real del todo sino una fantasía”. La respuesta es inmediata: “Me aterra ese pensamiento. Es homicida. ¿Cómo puedes decir que no soy real, ahora que cojeas tan lastimosamente?”. Jung hace gala de sus reflejos: “Tu nombre es tu esencia”, lo cual conforta a Izdubar: “Estás en lo cierto. Nuestros sacerdotes dicen lo mismo”. Pero Jung quiere salirse con la suya: “¿Estás preparado para aceptar que eres una fantasía?”. Entregado, el gigante muestra su magnanimidad: “Si eso te sirve de ayuda, sí”. Y así siguen juntos el camino hasta llegar a un oscuro y tranquilo jardín, donde hay una casa apartada. Izdubar llama a su puerta, aunque el gigante no puede entrar por ella. Para resolver esa situación, Jung lo introduce en un huevo que mete en su bolsillo.

Las conclusiones que extrae Jung de estos dos días tendrán un largo recorrido en su obra científica. Entre las reflexiones de “Primer día” puede leerse que “el sendero de mi vida me lleva más allá de los opuestos rechazados. El poder primigenio divino es ciego hasta que se hace humano. Lo humano es el rostro de la divinidad y el Dios tiene miedo del hombre”. En “Segundo día” concluye que “una fantasía no puede ser simplemente negada y tratada con resignación. Llama a la acción”. En esta frase se encierra la teoría de la imaginación activa.

El capítulo que sigue ni siquiera tiene número (se trata del 10) y consta de una serie de himnos enmarcados en orlas y otras figuras exentas bajo el título de “Ensalmos”, según permite hacerlo la frase con la que termina en el volumen caligráfico el capítulo anterior :”Aquí empiezan los ensalmos” , y el Borrador, donde sí aparece ese título. Algunas de esas figuras tienen al pie referencias al hinduismo (Brahmanáspati, “Brahma creador de la palabra”; hiranya-garbha, el “embrión de oro”; Sátapatha-brâhmanam, “el Brâhmana de los cien caminos”). Ensalmos y figuras se refieren a la regeneración de Izdubar, con la frecuente aparición en dichas figuras del huevo, dorado en un principio, blanco al final. El primer ensalmo empieza con la frase “Ha llegado la Navidad. El Dios está en el huevo” y el último acaba con la frase “He cambiado mi objetivo más lejano por el más cercano y por lo tanto ya estoy listo”. En sus reflexiones al respecto, Jung comenta “lo terrible que es encerrar al Dios en el huevo”, y más adelante continúa: “Lo encierro amorosamente en el huevo material. ¿No entono estos ensalmos para su incubación?. Quiero amar a mi Dios, que no tiene defensa ni esperanza. Quiero cuidarle como a un niño”

“La apertura del huevo” es el título del capítulo siguiente, en el cual se continúa el relato en forma de himno e ilustrado por la figura inmediatamente anterior, en la cual del huevo sale una gran llamarada que llega hasta el techo: “En el atardecer del tercer día me arrodillo sobre la alfombra y abro cuidadosamente el huevo. De repente. Izdubar está ante mí, enorme, transformado y completo”. El gigante muestra su extrañeza: “¿Dónde estoy? ¡Qué estrecho, qué oscuro, qué frío!. ¿Estoy en la tumba? Me parece haber estado fuera del universo. Encima y debajo de mí había un interminable cielo oscuro tachonado de estrellas. Yo era anciano y me renovaba perpetuamente. Caía desde lo más alto a las profundidades y desde las profundidades giraba refulgente hasta lo más alto. ¿Dónde estaba? Era completamente sol”. Jung exclama: “¡Oh, Izdubar, divino, qué maravilla! Estás curado”. “¿Curado? ¿Cuándo he estado enfermo? ¿Quién habla de enfermedad? Soy sol, completamente sol. Soy el Sol”, replica éste.

Jung está hablando de la creación de su Dios: “Camino hacia el Oriente mientras sube el sol. Probablemente busco ascender yo también, como si fuera el sol, pero debo permanecer en mi camino. Cuando conquisto al Dios, su fuerza fluye hacia mí, pero cuando el Dios está en el huevo esperando su apertura, mi fuerza va hacia él. Toda mi fuerza está en él ahora. Mi Dios ha bebido el jugo de mi vida, ha bebido mi más alto poder y se ha vuelto maravilloso y fuerte como el sol. El poder de mi voluntad desaparece en él. No sé qué me ha pasado”. Entre las reflexiones que siguen sobre este Dios íntimo comparecen el mal y el bien, y la necesidad del mal: “Probablemente debemos aceptar nuestro mal sin amor ni odio, reconociendo que existe y debe ocupar su lugar en la vida. Querer limitar su poder es aplastarnos. El Dios sufre cuando el hombre no acepta su oscuridad”.

En consecuencia, sus pasos llevarán a Jung al lugar del horror y del mal. Así, el capítulo que viene a continuación, “Infierno”, se inicia con estas palabras: “Después de la creación de mi Dios, descendí al inframundo”. Ve allí a una joven pelirroja con un hombre de aspecto diabólico debajo de ella, mientras dos démones serpentinos rodean los pies y el cuerpo de la doncella. Hay en todo ello “una expresión inhumana del mal vivenciado”. La muchacha clava un anzuelo de plata en el ojo del hombre. “El horror me paraliza”. Jung reflexiona a continuación que “busco el mal desde que he comprendido que no puede eludirse. Por ello mi alma tiene un garfio en su mano”.

Pero no acabará ahí el horror, pues el siguiente capítulo, “El asesinato sacrificial”, traerá nuevas pruebas. Pensando que “tuve la visión que no quería ver, el horror que no quería vivir”, Jung deambula por un lugar en el que se mueven “abominables serpientes entre la seca maleza”. Distingue entre las piedras una marioneta con la cabeza rota, y un poco más allá el cuerpo de una niña llena de horribles heridas, su cabeza destrozada y las piedras cercanas manchadas de sangre y restos de cerebro. Una mujer velada está tranquilamente sentada a su lado. La figura femenina le pregunta: “¿Entiendes todo esto?”. “Me niego a entender estas cosas. No puedo hablar de ello sin ponerme furioso”, responde Jung. Ella le conmina a que tome un pedazo del hígado de la niña y lo coma: “Soy el alma de esta niña y debes hacerlo por mí”. Venciendo su repugnancia, Jung obedece. “El horror ha sido consumado”. La mujer echa atrás entonces su velo y aparece una preciosa doncella pelirroja. “¿Me reconoces?”. “Me resultas extrañamente familiar. ¿Quién eres?”, dice Jung. “Soy tu alma”, responde la mujer.

Jung empieza a comprender algo: “El sacrificio se ha cumplido: el niño divino, la imagen de la formación del Dios, ha muerto y he comido su carne sacrificial”. Retoma entonces la reflexión sobre la necesidad del mal: “El hombre debe reconocer su complicidad con el acto del mal, pues a través de este acto reconoce tanto el bien como el mal y se diferencia de Dios. Ocurre esto para la salvación del alma, la verdadera madre del niño divino”. Así, “a través del asesinato sacrificial redimo los poderes primigenios y los añado a mi alma. Ya no están dormidos, sino que despiertan y activan e irradian mi alma con su divino trabajo, guiando mis fuerzas en el camino”. Diecinueve figuras mandálicas concluyen este capítulo.

Si la experiencia anterior ha sido infernal, los cuatro capítulos que vienen a continuación tienen mucho de purgatorio. El primero de ellos lleva por título “Locura divina” y en él vemos a Jung en un gran hall con dos puertas. Entra en la que está a su derecha y se encuentra en una amplia biblioteca donde una hombrecillo pálido y delgado la pregunta qué quiere. Jung le pide Imitación de Cristo, de Kempis, lo cual resulta chocante al bibliotecario, que se interesa entonces por sus posibles intereses teológicos o filosóficos. Jung le responde que “usted sabe que tengo a la ciencia en alta estima. Pero hay momentos en la vida en los que la ciencia parece vacía y enferma. En tales momentos, un libro como el de Tomás significa mucho para mí porque está escrito desde el alma”.

Se inicia un animado diálogo acerca de la obra de Nietzsche y su célebre idea de la muerte del Dios cristiano, con las libertades y responsabilidades que implica, los sentimientos de superioridad e inferioridad que mueve todo ello. Al respecto, Jung cree que “los hombres necesitan inferioridad, no superioridad”, sin entender por inferioridad la resignación. Por su parte, el bibliotecario considera “la actual ausencia de un verdadero y justo sentido de la religión una desventaja. Por otro lado, hay ahora multitud de sustitutos para la oportunidad de rezar, perdida a causa del colapso de la religión”, como son el Zaratustra de Nietzsche o Fausto. Jung le da la razón, aunque cree que Nietzsche interesa a quienes quieren ser más libres, pero que él ha “descubierto recientemente que también necesitamos una verdad para aquellos que se han visto forzados a irse a un rincón. Es posible que para ellos sea mejor un pensamiento depresivo que haga al hombre más pequeño y más íntimo”. De tal secuencia Jung concluye que “lo divino quiere vivir en mí. Toda resistencia es en vano”. Y que “nuestro modelo natural es Cristo. Luchamos contra Cristo, le deponemos y creemos con ello ser unos conquistadores. Pero él permanece en nosotros y nos dirige”. Eso sí, “el camino de Cristo acaba en la cruz”.

En “Nox secunda” , el capítulo que viene a continuación, Jung entra en la puerta de la izquierda, que da a una cocina donde trajina una cocinera alta y gruesa. Al ver ésta el libro que Jung se apresta a leer, comenta que su madre también lo leía por ser un buen libro para rezar a la caída de la tarde, y le pregunta si es un pastor. Jung atiende más bien al “método intuitivo” que recomienda Tomás de Kempis, y siguen hablando amigablemente hasta que de pronto aparece “un hombre con barba, despeinado y ojos de oscura mirada que, parándose, se dirige a mí y dice: ‘Viajamos a Jerusalén para rezar en el santo sepulcro’”. Jung le pide que le lleven con él, pero el hombre le dice: “Tú no puedes venir con nosotros, tienes un cuerpo. Nosotros estamos muertos. Soy Ezequiel y soy anabaptista”.

En ese momento llega la policía y se llevan al hombre y a Jung a una comisaría donde se encuentran un amigable comisario y dos doctores. Uno de ellos se fija en Jung. “¿Qué libro lleva? Bien, se trata de una locura religiosa, paranoia religiosa. Ya ve, querido, hoy la imitación de Cristo lleva al manicomio”. El otro doctor le pregunta si oye voces. Jung se refiere a los anabaptistas y trae a colación el método intuitivo. “Hombre, el tipo también usa neologismos. Un diagnóstico claro. Mal pronóstico”. El psiquiatra Jung se ve tratado como loco y todo lo que diga será tenido en su contra.

Las consideraciones que siguen a la escena se refieren a la profundidad del problema de la locura, de la locura divina y de cualquier otra de sus formas que no pueden ser integradas en la sociedad actual. En cualquier caso, siempre implican al caos, un caos “que no es simple, sino una interminable multiplicidad. Lleno de figuras que tienen un efecto confundente y arrollador debido a su plenitud. Estas figuras son los muertos, todas las imágenes formadas en el pasado, la fantasmal procesión del pasado”. Observando que “vivimos sólo en la superficie, sólo en el presente y únicamente pensamos en el mañana, no aceptamos la muerte y sólo queremos trabajar con un éxito visible”, piensa más bien que “es necesario un trabajo silencioso y extraño —una obra magna— que debe ser llevada a cabo en secreto, para los muertos, y que hasta que no finalice no puede hacerse ninguna otra obra”.

La noche siguiente, la “Nox tertia” que da título al capítulo, su alma se dirige a Jung en un “susurro alarmado y urgente: ‘Palabras, palabras, demasiadas palabras. Calla y escucha: ¿Reconoces tu locura y la admites? ¿Te has enterado de que todos tus fundamentos están completamente presos de la locura? ¿No quieres reconocer tu locura y darle amigablemente la bienvenida? Buscas aceptarlo todo. Acepta entonces también tu locura. Arroja algo de luz sobre tu lustrosa locura y pronto amanecerá. La locura no debe despreciarse o temerse, sino que debe ser traída a la vida. Si quieres seguir tu sendero no debes desdeñar la locura, pues forma gran parte de tu naturaleza’”. “Nada sabía yo de todo eso”, balbucea Jung. Su alma sigue: “Alégrate de poder reconocerla para evitar convertirte en su víctima. La locura es una forma especial del espíritu y acompaña a toda enseñanza y filosofía, no digamos a la vida cotidiana, pues la vida misma está llena de chifladura y es en el fondo completamente ilógica. El hombre lucha por la razón y se dota de reglas. Pero la vida no tiene reglas. Ese es su misterio y su ley desconocida. Lo que llamas conocimiento es sólo un intento de imponer a la vida algo comprensible”. “Todo esto suena muy desolador y me incita al desacuerdo”, protesta Jung. “No puedes oponer nada, estás en un manicomio. Aquí tenemos al pequeño y gordo profesor”.

“Sí, querido, está usted confundido. Su habla es completamente incoherente”, dice el doctor. Jung intenta ser razonable: “Yo también creo que estoy completamente perdido. ¿Estoy realmente loco? Todo esto me resulta terriblemente confuso”. “Tenga paciencia, todo puede resolverse. Ahora duerma bien”. “Gracias, pero tengo miedo”, responde Jung. Un interno aparece y le dice que parece un fantasma. Jung comenta que cree haberse vuelto loco, todo le da vueltas. Aquél le comenta que está mareado. Al fondo, el doctor la invita a jugar con él a las cartas y beber algo. “Para mí esto no es un juego”, protesta débilmente Jung, no recibiendo sino carcajadas del médico. El interno de antes se dirige de nuevo a él: “Soy Nietzsche, sólo que rebautizado. También soy Cristo, el Salvador, y vengo a salvar al mundo, pero éste no se deja. El profesor es el Diablo. Los diablos matan al niño al amanecer”.

Jung intenta tranquilizarse. Sentado con la espalda en la pared, mira a través de una ventana. Ve ascender al sol sobre un horizonte marino, con una cruz de la que pende no sabe si una serpiente, un toro o un burro. “Espero, secretamente ansioso. Veo un árbol elevarse sobre el mar. Crece hasta alcanzar el Cielo mientras sus raíces descienden hacia el Infierno. Estoy completamente solo y descorazonado. Es como si toda vida fluyera desde mí y pasara completamente entre lo incomprensible y lo temible. Esta es la noche en que se rompe la presa, en la que se mueve lo que antes era sólido, cuando las piedras se vuelven serpientes y todo lo vivo se congela”. Jung se aferra a lo inmediato: “Sólo mi vida es verdad, la verdad por encima de todo. Creamos la verdad viviendo”. Y, del mismo modo, se apoya en las palabras: “Por las palabras existen los significados. En las palabras lo vacío y lo lleno fluyen juntos. La palabra es por ello una imagen de Dios. La palabra es lo máximo y lo mínimo que el hombre crea”.

Está empezando a comprender el sentido del tormento que ha caído sobre él: “El caos es terrible: días llenos de plomo, noches llenas de horror. Pero quien ha visto el caos ha visto el orden y el desorden de lo inacabado, conoce las leyes ilícitas”. Y puede pensar que “así como Cristo atormenta a la carne a través del espíritu, el Dios de este tiempo quiere atormentar al espíritu a través de la carne. Porque nuestro espíritu se ha convertido en una puta impertinente, un esclavo de las palabras creadas por el hombre y no la palabra divina misma”.

La “Nox quarta” trae el alivio. Su alma le habla con una voz alegre: “Deben tenderse ligeros puentes entre todas las cosas opuestas. La vida debe proceder del nacimiento a la muerte, de la muerte al nacimiento, continua como el sendero del sol. Todo debe proceder de esa manera”. Así, a la negra pesadilla sigue el despertar y Jung se ve de nuevo hablando en la cocina con la cocinera y el bibliotecario, que hace comentarios sobre el libro de Tomás de Kempis. Tiene lugar luego una escena teatral con los personajes del Parsifal de Wagner. Jung concluye de toda esta pesadilla y sus sangrientas burlas que “no son posibles verdad y error el uno sin la otra, una es protección y resistencia contra el otro. Cuando el Dios entra en mi vida vuelve a mí la pobreza por su causa. Acepto la carga de pobreza y soporto mi fealdad y ridiculez, todo lo reprensible en mí. Así me libera el Dios de toda confusión y absurdo que ocurren necesariamente si no lo acepto. De este modo preparo el camino para los actos del Dios”. Las figuras de la Versión caligráfica en este capítulo nos muestran a un dragón de múltiples patas, Atmaviktu, que quiere engullir el sol, y con el cual se enfrenta el “joven partidario”, mientras Telesforo se impone sobre un animal que representa el “espíritu malo del hombre”. De las patas del monstruo que el joven corta con su espada fluye la sangre, que forma una especie de árbol.

En el capítulo siguiente “Las tres profecías”, comienza una nueva andadura, liberadora: “Se acercan cosas maravillosas”. Jung llama a su alma, quien aparece preguntándole: “¿Aceptarás lo que te traiga?”. “Aceptaré lo que me des. No tengo derecho a juzgar o rechazar”. Al alma pronuncia un largo parlamento que resumo. “Entonces escucha: Todas las batallas, ¿aceptas todo esto?; todas las supersticiones, ¿aceptas todo esto?; todos los horrores políticos, ¿aceptas todo esto?; todas las epidemias y catástrofes naturales, ¿aceptas todo esto?; los tesoros de todas las culturas pasadas, las magníficas imágenes de los dioses, los libros llenos de la sabiduría perdida, ¿aceptas todo esto?”. “Esto es un mundo entero cuya extensión no puedo alcanzar. ¿Cuánto puedo aceptar?”, responde Jung abrumado. Su alma se muestra irreductible: “¿Buscas aceptarlo todo? No conoces tus límites. ¿No puedes limitarte a ti mismo?”. Jung no es un insensato: “Debo autolimitarme. ¿Cuánto debo tomar de esta riqueza?”. Su alma es muy precisa: “Estate contento y cultiva tu jardín con modestia”.

Empieza a hacerse la luz, pero surgen nuevas dudas. “Mi alma me ofrece tres cosas: la miseria de la guerra, la oscuridad de la magia y el don de la religión. Estas tres cosas van juntas. ¿Debo pensar en una nueva religión?”. Jung no se deja engañar por sí mismo: “Vuelvo a lo pequeño y lo real, porque ese es el camino, el camino hacia lo venidero. Vuelvo a mi simple realidad, a mi innegable y minúsculo ser. Tomo mi cuchillo y corto todo aquello que ha crecido sin medida ni objetivo. Los bosques han crecido a mi alrededor, las plantas tortuosas han trepado sobre mí y estoy completamente cubierto por su interminable proliferación. Las profundidades son inextinguibles, proporcionan cualquier cosa, y todo es tan bueno como nada. Un conocedor debe conocerse a sí mismo. Ese es su límite”.

Pertrechado con esta humildad que le ancla en su verdad, Jung se abre a la nueva prueba de la que habla el siguiente capítulo, “El don de la magia”. Aquí, su alma le ofrece algo con estas palabras: “Alza tus manos y recibe lo que te llega”. “¿Qué es esto? ¿Una vara? ¿Una serpiente negra? Una vara como una serpiente con dos perlas como ojos y una ajorca amarilla alrededor de su cuello. ¿No es como una varita mágica?”, se muestra curioso y observador Jung. “Es una varita mágica”, confirma su alma. “¿Qué debo hacer con la magia? ¿Es la varita mágica una desgracia? ¿Es la magia una desgracia?”, se alarma Jung. “Sí, para quien la posee, pero la magia será una suerte para ti”, acalla las protestas su alma. “Sabes que el hombre no deja jamás de ansiar las artes negras y aquello que no cuesta esfuerzo”, le previene Jung. “La magia no es fácil y exige sacrificios”, sentencia el alma.

Si debe sacrificar el amor, la humanidad, Jung rechaza ese don. “No seas imprudente. El sacrificio que pide la magia es el del consuelo”, le aclara su alma. “¿Consuelo? ¿He entendido correctamente? Entenderte es de una dificultad inaudita. ¿Es el consuelo que proporciono o el que recibo el que debe ser sacrificado?”. “Ambos. ¿Quieres o no la varita?”, dice tajante el alma. “¿Quieres cubrir mi corazón con una coraza de bronce? ¿Qué es la magia? ¿Qué debo hacer con la magia? No creo en ella, no puedo creer en ella. ¿Debo suponer que tengo que sacrificar gran parte de mi humanidad por la magia?”, protesta Jung. “Deja a un lado tu ciego juicio y tu actitud crítica, de lo contrario no entenderás nunca. ¿Prefieres tirar a la basura los años de espera?”, aconseja el alma. Jung le replica: “Sé paciente, mi ciencia no se deja vencer. Pides un gran pacto, un poco demasiado. Aunque, después de todo, ¿es la ciencia esencial para la vida? ¿Es vida la ciencia? Hay gente que vive sin ciencia, pero ¿vencer a la ciencia con la magia?. Es inquietante y amenazador. ¿Qué hago con mi mundo ilustrado?”. Harta, el alma corta por lo sano: “Oh, deja de consolarte. ¿Quieres la varita o no?”.

“Haces trizas mi corazón. Quiero someterme a la vida, pero ¡qué difícil resulta!. Quiero la varita mágica porque es la primera cosa que me concede la oscuridad. No sé qué significa esta varita, ni qué hace. He recibido la varita, ahora la tengo, enigmática, en mi mano. Es fría y dura como el hierro. Los perlados ojos de la serpiente me miran cegándome y deslumbrándome. ¿Qué quieres, regalo misterioso? La esencia de la naturaleza, fuerte y eternamente inconsolable, ¿es la suma de toda misteriosa fuerza creativa? ¿Qué poderosas artes duermen en ti? ¿Cuál es la marca de tu ser? Te acepto. ¡Qué tensión tan agobiante traes contigo! Me dejo llevar por el mensajero de la noche. Pero parece que algo puede romperse con esta tensión insoportable que viene con la varita”, dice Jung entre el anhelo y la aprensión. “Espera, mantén tus ojos y oídos abiertos”, recomienda el alma. “Me postro, alma mía, ante las fuerzas desconocidas, como si consagrara un altar a cada Dios desconocido. Debo someterme. El negro hierro otorga a mi corazón un secreto poder”, acaba aceptando finalmente Jung.

La suerte está echada. ¿Qué nuevas responsabilidades ha adquirido Jung con ese don de su alma? En las reflexiones correspondientes a este capítulo se sabe comprometido: “Ponte en el gran camino y atiende a lo cercano. Los regalos de la oscuridad están llenos de enigmas. Puentes vertiginosos se alzan sobre un profundo abismo eterno. Pero sigue los enigmas, protege los enigmas, mantenlos cerca del corazón, sé cálido con ellos, déjate impregnar. Ellos te llevan al futuro. Sólo hay un camino, y es el tuyo. Sólo una salvación, y es la tuya. ¿Crees que la ayuda viene de fuera? Ha sido creada en ti y para ti. Mira entonces dentro de ti. No compares ni midas. No hay otro camino como el tuyo. Debes cumplir tu propio camino. Grande es el poder del camino. En él Cielo e Infierno crecen juntos, en él se unen el poder de lo más bajo y lo más alto. La naturaleza del camino es mágica, es súplica e invocación. Maldición y hazañas son mágicas si tienen lugar en el gran camino”. Con esa asunción, Jung sabe que “el opus, solitario, no terminará en eones, incluso avanzando día a día”.

El camino aceptado es “El camino de la cruz”, título del penúltimo capítulo de este Liber secundus. Este capítulo, dedicado fundamentalmente a las reflexiones consiguientes a la aceptación de la varita mágica, se abre con la siguiente descripción: “Veo a la serpiente negra, cómo se hiere a sí misma y asciende por la madera de la cruz, se desliza dentro del cuerpo del crucificado y emerge de nuevo por su boca, transformada en blanca”. Y continúa Jung: “Verdaderamente, el camino pasa a través del crucificado. Cuánta humildad se necesita para vivir la propia vida, aparentemente de una dificultad imposible. A quien va hacia sí mismo se le aparecen formas patéticas y ridículas, y debe aceptar lo más bajo en nosotros. Cuánta sangre debe correr hasta que el hombre abra los ojos y vea el camino de su sendero propio y a sí mismo como el enemigo”.

Recuerda poco después que “la boca profiere la palabra, el signo y el símbolo. Si la palabra es signo, nada significa, pero si la palabra es símbolo significa todo. En el símbolo está la liberación del límite de las fuerzas humanas contra la oscuridad. Nuestra libertad no está fuera de nosotros, sino dentro. La libertad interior sólo se crea mediante el símbolo, una ventana abierta a una nueva habitación desconocida hasta entonces, el alma de la humanidad”. La tarea asumida, “hacer nacer lo antiguo en un tiempo nuevo”, sólo puede hacerse con voluntad e intención, “pero voluntad e intención son sólo una parte de mí mismo, son en consecuencia insuficientes para expresar mi totalidad”. Se impone pues seguir buscando ayuda con ojos y oídos bien abiertos, como le sugiere su alma. Una búsqueda que le llevará a conocer a Filemón en el último capítulo, “El mago”.

“Tras una larga búsqueda encuentro en el campo una casita frente a un amplio sembrado de tulipanes. Allí vive Filemón, el mago, con su mujer, Baucis. Filemón es uno de esos magos que se las ha arreglado para vivir dignamente en su destierro de la Antigüedad. Se dedica a cultivar sus tulipanes. Es un mago retirado del servicio. Su deseo e impulso creativo se han extinguido. Veo su varita mágica en un armario, junto a los libros 6 y 7 de Moisés y la sabiduría de Hermes Trimegisto. Filemón es viejo y está mentalmente un poco débil. Al verme, murmura algunos hechizos de bienvenida”. Jung se dirige entonces a él: “Filemón, viejo mago, ¿cómo estás?”. “Estoy bien, extranjero. ¿Qué has venido a hacer aquí?”. Jung le expone su deseo de aprender las artes negras propias de la magia. Filemón se muestra cauteloso: “No hay nada que decir. Usted es más ilustrado que yo. En el pasado ayudé aquí y allá a gente que estaba enferma o en desventaja”. “¿Cómo lo hacía?”, le pregunta el inquisitivo Jung. “Simplemente con simpatía”, responde el viejo mago.

Jung no se da por satisfecho e insiste. Se escuda en que la magia no se enseña en la Universidad y en que a pesar de ser una “herramienta inútil, todos los pueblos de cualquier tiempo y lugar tienen las mismas costumbres mágicas”, suficiente motivo para conocerla. Filemón se impacienta: “Es usted un impertinente y un entrometido. Es evidente lo poco que sabe de magia y lo incorrecto de su opinión. Ante todo ha de saber que la magia es el negativo de lo que uno puede saber. La magia está presente en todo aquello que elude la comprensión. Por lo tanto, la magia no es algo que pueda ser pensado o aprendido. Es tonto que usted quiera aprende magia. Debe esperar a la vejez para experimentar los misterios de la magia. Tal vez si deja su razón a un lado pueda experimentar tarde o temprano algo de ello”. “Me parece un experimento peligroso —protesta Jung—, uno no puede dejar sin más a un lado su razón. Viejo diablo, me hace envidiar la sinrazón de la vejez”. Divertido ante su desorientación, Filemón exclama: “Bueno, bueno, un joven que quiere ser viejo. ¿Por qué? Porque quiere aprender magia y no se atreve debido a su juventud. Pero la estupidez quizá haga progresar en la vía de la magia. Empiezas a entender la magia y veo que tienes aptitudes”. “Gracias, Filemón. Ya es suficiente. Estoy mareado. Adiós”.

Jung deja el pequeño jardín y baja por la calle. Hay grupos de gente que le miran furtivamente. Oye decir a su espalda: “Mira, ese que va por ahí es el estudiante del anciano Filemón. Ha estado mucho tiempo hablando con el viejo. Algo habrá aprendido”. “Calla, o nos tachará de locos”, responde otra voz. Y continúa Jung: “Quiero hablar con ellos, pero no puedo, pues no sé si he aprendido algo. Y como guardo silencio están aún más convencidos de que he recibido las artes negras de mano de Filemón”. Es momento de pensar, no de hablar, de extraer alguna conclusión de su diálogo con Filemón.

Jung empieza a fijar algunos pensamientos: “Es un error creer que se pueden aprender las artes mágicas. La magia no puede entenderse, pues sólo se puede entender aquello que es acorde con la razón, y la magia es acorde con la sinrazón. Ahora bien, el mundo es acorde tanto con la razón como con la sinrazón, y la distinción entre razón y sinrazón es por otra parte arbitraria y depende del nivel de comprensión. Así pues, se puede aprender el modo de acercarse al caos, pero no puede aprenderse la magia. La vía es confusa, como la magia. Si la razón establece orden y claridad, la magia produce desorden y falta de claridad. Por eso, allí donde llega la razón, no se necesita la magia. La magia ocurre sin reglas y por azar”.

Pero “necesitamos la magia para acoger o invocar al mensajero que permite comunicarnos con lo incomprensible. Por eso debo unir los dos poderes en conflicto en mi alma y mantenerlos juntos en un verdadero matrimonio hasta el final de mi vida, como el mago Filemón y su esposa Baucis. Poner junto lo que Cristo ha separado en él y, con su ejemplo, en los otros. Mal y bien van juntos y debemos captarlos juntos”. La luz empieza a abrirse paso en su mente: “Conozco, Filemón, tu misterio último: eres un amante, un amante de tu alma, que guardas como un tesoro. Filemón, el anfitrión de los dioses, tu sabiduría es la sabiduría de las serpientes. No eres ni cristiano ni pagano. Eres el padre de la sabiduría eterna. No eres la luz que brilla en la oscuridad ni el salvador que establece una verdad eterna. Tu sabiduría es invisible, tu pensamiento incognoscible, pero necesitas a los hombres para las pequeñas cosas”.

Protegido por esta seguridad que le permite algo más que tantear en la oscuridad, Jung sigue su camino: “Ahora que he aprendido magia con Filemón, entono una dulce canción para invocar a mi alma”. Ésta comparece y le dice: “El devenir del alma sigue un camino serpenteante”. Una serpiente se arrastra rápida hasta Jung y se instala tranquilamente a sus pies. Cae entonces en la cuenta de que “mi alma es una serpiente. Eso presenta a mi alma bajo una nueva luz. La serpiente es sabia y quiero que mi alma serpiente me comunique su sabiduría. Cae la tarde, la noche viene. Me dirijo a ella: ‘no sé qué decir. Todas las calderas están en ebullición’” . “Se prepara una comida —le dice su alma—, una unión con toda la humanidad”. “Horrible y dulce pensamiento: juntos en esa comida lo mejor y lo peor”, exclama Jung. “También el más elevado deseo de Cristo”, le recuerda su alma serpentina.

“Locura y razón deben casarse. Todo es sí y no. Los opuestos se abrazan. Fluyen juntas las olas de la oscuridad y el resplandor, una golpeando a la otra. Nunca había experimentado esto antes. La tensión me pone rígido. Esta excesiva tensión parece indicar la última y más alta posibilidad de sentimiento”. El alma no olvida su ironía: “Te expresas emocional y filosóficamente, pero sabes que puede decirse todo de modo más simple, como caer enamorado, por ejemplo. Puedes resolver cualquier cosa con el pensamiento, después de todo”. “¿Pensamiento, comprensión?, no comprendo nada”, balbucea Jung. Su alma incide: “Niegas todo aquello en lo que crees. Has olvidado completamente quién eres. Incluso niegas a Fausto, que en el pasado paseaba tranquilamente con todos los espectros”. “¿Qué voy a hacer ahora, que Dios y el Diablo se han hecho uno? ¿Qué con el conflicto de opuestos en las ineluctables condiciones de la vida?” , pregunta Jung a la serpiente, que responde: “Eres verdaderamente molesto. Los opuestos son para mí ciertamente un elemento vital. Probablemente sabrás esto. Tus innovaciones me privan de una fuente de poder. No puedo atraerte con el pathos ni fastidiarte con la banalidad. Estoy algo confundida”.

Un poco después, Jung ve cómo asciende suavemente el trono de Dios por el espacio vacío, seguido por la Trinidad, el Cielo al completo y, finalmente, Satán mismo, que no puede ir mucho más allá pues el mundo superior le resulta demasiado frío. Jung no desaprovecha esta oportunidad fáustica de dirigirse al Diablo: “Bienvenida, caliente cosa de la oscuridad. ¿Por casualidad te ha detenido torpemente mi alma?”. Satán responde despreciativo: “¿Qué quieres de mí? No necesito nada tuyo, tipo impertinente”. Jung no se arredra: “Tú eres el más alegre del dogma entero. Hemos unido los opuestos. Entre otras cosas, te hemos vinculado con Dios”. Satán se irrita: “Eres un loco que has montado un bonito revoltijo de cosas. Tu seriedad te hace sufrir. El orden del Más Allá hace temblar tus cimientos. Lo absoluto va siempre en contra de la vida”. A Jung se le ilumina la mente: “Ya lo entiendo, eres la vida personal. La quintaesencia de lo personal” . Poco después aparecen los Cabiros: “Venimos a saludarte como el maestro de la naturaleza inferior. Conocemos los caminos desconocidos y las leyes inexplicables de la naturaleza viva. Nosotros completamos lo que para ti es imposible”. “Sois hijos del Diablo”, les dirá poco después Jung.

En este momento de la trama está colocada la última figura del volumen caligráfico, que Jung dejó expresamente inacabada por estar para él asociada a la muerte, según sabemos por Recuerdos, sueños, pensamientos. El texto continúa: “He puesto el pie en una nueva tierra. Soy el maestro de mí mismo. No espero nada de nadie ni nadie espera nada de mí. A partir de este momento tengo lo que necesito. Estoy unido a la serpiente del Más Allá. Acepto cualquier cosa más allá de mí mismo. Cuando haya completado esta obra seré feliz, y tengo curiosidad por conocer cómo estaría en mi Más Allá”. Le pide a la serpiente que le proporcione alguna información al respecto, pero su alma se muestra cansada. Aún así, le guiará hacia el Infierno, donde Jung se encuentra con un condenado, que está allí por haber envenenado a sus padres y a su esposa en honor a Dios y a sus propios ideales. Ante la pregunta de Jung sobre si no le atormenta mucho el Diablo en aquel mundo tan aburrido donde no pasa nada al no haber tiempo, el condenado responde que al Diablo no se le ve mucho por allí.

Será de nuevo el alma quien le hable del Diablo: “Satán es el eterno adversario porque nunca se puede reconciliar la vida personal con la vida absoluta”. Concluye entonces Jung que “el Diablo es la suma de la oscuridad de la naturaleza humana, por eso quien vive en la oscuridad se esfuerza en ser la imagen del Diablo”. Él ha hollado las oscuras profundidades, sin querer vencerlas, uniéndose al mundo de los muertos: “La muerte me da duración y solidez. Cuando reconozco las demandas de los muertos en mí y las satisfago, pongo en primer término mi esfuerzo personal y el mundo me toma por un muerto”. Le dice entonces a la serpiente: “Miro hacia atrás, a la obra que ha sido cumplida”. Ésta le trae a la realidad: “Nada ha sido cumplido hasta ahora. Esto sólo es el principio. La vida es principio”.

Reaparecen entonces Elías y Salomé. Jung piensa que “el ciclo se ha completado y las puertas del misterio se han abierto de nuevo”. Elías le dice que Salomé debe ser para él, pero Jung replica que está casado. Salomé vuelve a confesarle su amor y, dolida, le pregunta: “¿Por qué me rechazas?. Quiero ser tu doncella y servirte”. Jung, que quiere ser libre, sin amos ni esclavos, le da las gracias por su amor, pero sólo la acepta en aras del placer y la rechaza en lo concerniente al amor. Salomé llora. Jung cree haber hecho un sacrificio al no amarla, pero su alma serpentina cuestiona mucho ese sacrificio, duda enormemente de que Jung haya llevado hasta el fondo su sentimiento y le recomienda que no angustie de nuevo a Salomé. “Mi error ha sido obviamente actuar en mi propio beneficio. Si digo la verdad resulto bastante malo. ¿Es por eso por lo que llora Salomé?”. Sí”, responde su serpiente, que se vuelve hacia un pajarillo que surge entre las nubes mientras ella desaparece. El pájaro le dice: “¿Me oyes? Ahora estoy lejos. El Cielo está siempre lejos. El Infierno está mucho más cerca de la tierra. Tengo algo para ti, esta corona que ha sido descartada”. Jung siente la corona sobre su cabeza.

Con ello pone fin al Volumen caligráfico. Pero no al relato, que podemos seguir gracias al Borrador. Por él sabemos que se trata de una corona dorada, que lleva grabada en su interior la sentencia “El amor no acaba jamás”. Bien, se dice Jung, “un regalo del Cielo, pero ¿qué significa?” . El pájaro aparece de nuevo. “Aquí estoy. ¿Estás satisfecho?”. “Parcialmente —responde Jung—, este regalo me parece algo sospechoso. ¿Qué debo hacer con la corona?” . “¿Hacer? Nada. Dice la verdad por sí misma”, responde aquél. Y se va, apareciendo entonces la serpiente, que le alecciona: “Debes ser capaz de estar colgado si quieres resolver los problemas. Mira a Salomé”. “Antes estaba crucificado, ahora estoy colgado, menos noble pero no menos agónico. Tal vez debo ser decapitado al tercer día por ti, Salomé. Eres insaciable”, teme Jung, pero Salomé le responde con sencillez: “¿Qué puedo hacer por ti? Me dejas totalmente a un lado. Creo que eres invulnerable desde que posees la varita mágica serpentina”. “Me parece dudoso el efecto de la varita, que parece ayudarme más bien a estar colgado. ¿Estarás lista para cortar la cuerda?”, implora Jung.

Vuelve a comparecer la serpiente, con ese sentido común que, como ella misma dice, le impide pensar: “Estás colgado demasiado alto, en la cima de la copa del árbol de la vida que yo no puedo alcanzar. ¿Puedes ayudarte tú mismo, conocedor de la sabiduría de la serpiente?”. Jung aprovecha para preguntarle sobre la corona. Ante ello, la serpiente, alegrándose de modo extático, exclama: “¿Tienes la corona? Afortunado, ¿De qué te quejas?”, y desaparece. Jung vuelve a quedarse solo con su tormento, sin comprender y colgado. Le dice cruelmente Salomé: “Cuelga hasta que comprendas”.

“Permanezco en silencio y colgado de una cimbreante rama del árbol divino sobre el abismo. Mis manos están inertes y me siento completamente desamparado. Llevo colgado tres días y tres noches. ¿De dónde vendrá la ayuda?”, se duele Jung. Surge de nuevo el pájaro entre las nubes, pero no trae buenas noticias: “Queremos ayudarte desde las nubes que pasan sobre tu cabeza, pero no podemos hacerlo”. Jung empieza a entender el significado de la corona. Es “la corona de la vida eterna, la corona del martirio” . Colgado entre el cielo y la tierra se pregunta si realmente el amor no tiene fin. “Todo depende de la noción”, escucha, y ve a un viejo cuervo posado en una rama cercana, que filosofa mientras espera comer sus despojos. “¿La noción de qué?”, es capaz de musitar Jung. “Tu noción del amor y del otro”, responde el cuervo. Jung intenta justificarse hablando del amor celestial y terrenal, recordando que él es un hombre, a lo que el cuervo replica: “Eres un ideólogo”. “Maldito cuervo, lárgate” , escupe Jung. Muy cerca de él, se mueve una rama y aparece una serpiente negra con brillantes ojos perlados. “Hermana y varita mágica, creía haberte visto volar al Cielo como un pájaro”. “Soy sólo mi propia mitad. Soy dos, una y otro. Aquí estoy únicamente como serpiente, la magia. Estoy lista para llevarte al Hades”, replica la serpiente. Una negra sombra se condensa en el aire ante Jung, y se oye decir a la voz de Satán, con una risa de desprecio: “ Mira lo que pasa con la reconciliación de opuestos. Retráctate y en nada estarás de nuevo sobre la verde tierra. ¡Reconciliación de opuestos! Idénticos derechos para todos. ¡Locuras!”.

Desesperado, Jung llama a Salomé, añora a su pájaro: “Mi esperanza es mi pájaro blanco”. En efecto, éste aparece para aleccionarle: “Si amas la tierra, permanecerás colgado; si amas el cielo, flota. Todo lo que está debajo de ti es tierra, lo que está sobre ti, cielo. Estás colgado porque te esfuerzas por lo que está debajo”. Jung le pregunta entonces por el enigma de la corona. “La corona y la serpiente son opuestos, y son uno. ¿No has visto la serpiente que corona la cabeza del crucificado? El misterio de la serpiente y la corona es que ‘el amor no acaba jamás’”. “Pero Salomé, ¿qué pasa con Salomé?”, suplica Jung comprendiendo la alusión. “Salomé es lo que tú eres. Vuela, y a ella le saldrán las alas”, responde enigmático el pájaro. Jung siente miedo.

“Se acerca el cumplimiento de la operación secreta —reflexiona Jung—. Lo describo lo mejor que puedo en palabras, pero las palabras son pobres y no se espera de ellas la belleza. ¿Es la verdad belleza y la belleza verdad? Uno puede escribir bellas palabras sobre el amor, ¿pero sobre la vida?. No quiero hablar del amor, sino de la vida. ¿Por qué, espíritu de las oscuras profundidades, me fuerzas a decir que quien ama no vive y quien vive no ama? ¿Debe volverse cada cosa su contrario? Ya te conozco, Filemón, el más astuto de todos los impostores. Me has decepcionado. Has impregnado mi alma virginal con el terrible gusano, maldito charlatán. ¿Qué hay de Salomé? ¿Qué de la irresoluble cuestión del amor? No más preguntas”. La solución vendrá otra vez de la serpiente, que aparece cuando cae la noche y las nubes amenazan lluvia, para contarle un cuento: “Había una vez un rey que no tenía hijos…”. Después del cuento y tras una charla en la que Jung intenta aprehender su significado, la serpiente le recuerda que “los hijos crecen fuera de uno mismo”.

“El mito comienza, sólo necesita ser vivido, no cantado. Me someto a mi hijo, engendrado por brujería y nacido de forma antinatural, el hijo de las ranas, que se mueve por las orillas hablando con sus padres y escuchando su nocturna canción. En verdad está lleno de misterio y supera la fuerza de todos los hombres. Llamo a mi serpiente, mi nocturna compañera. Emerge del agua, grande y poderosa, la corona ceñida sobre su cabeza aureolada de una revoloteante melena de león. Me dice: ‘Vengo a ti y exijo tu vida. Vuelvo ahora a mi eterno brillo y resplandor, a las eternas brasas del sol. Vive tu terrenalidad. Debes volver con los hombres, comienza tu obra en la tierra. Yo subo a mi propio país, a la luz, el huevo, el sol, a lo más interno y comprimido, las brasas eternas. Deja crecer al sol en tu corazón, déjalo fluir por este oscuro mundo. Son los hombres, no los dioses, quienes deben iluminar su oscuridad. Yo estaré y no estaré presente. Me oirás y no me oirás. Seré y no seré. No eres tú quien estás junto a tu Dios, es él quien está siempre contigo’”.

“Vuelvo a mí, una figura atolondrada y miserable: ¡mi yo!. No puedo querer como compañero a este tipo. Me fundo en él. Mi propio yo me horroriza”. Jung ha comprendido después del peregrinaje que “es preciso realizar una obra, en la que puedo derrochar décadas, y sin necesidad. Debo ponerme al día con una parte de la Edad Media —dentro de mí. Sólo he terminado con la Edad Media —de otros. Ascetismo, Inquisición, tortura se imponen por sí mismos. El Infierno medieval”. Jung comenzará entonces a construir este Liber novus, con su fuerte impronta medieval. El camino hacia lo venidero ha sido desbrozado: “El toque maestro es estar solo con uno mismo. Ese es el camino”.

Escrutinios

El 19 de abril de 1914 Jung inicia esta tercera parte de su Liber novus, en los Libros negros 5 y 6. La fecha corresponde al mismo día de la última visión de Liber secundus y al día anterior a enviar la carta de dimisión a la Asociación Psicoanalítica Internacional, de la que aún era el Presidente. La transformación interna empieza a exteriorizarse.

En Escrutinios, del que existe también un Borrador, no figuran títulos originales para sus diferentes capítulos o apartados, razón por la que en esta edición se ha optado por distinguir 15 apartados, expresados mediante los números dentro de paréntesis sinópticos. Entre la redacción de los dos primeros y el tercero se produce una cesura de año y medio, concretamente entre el 3 de junio de 1914 y el 2 de diciembre de 1915. Conviene recordar que la I Guerra Mundial se desencadena a partir del asesinato del heredero del Imperio de los Habsburgo el 28 de junio de 1914.

En los dos primeros apartados de este libro Jung se las entiende con su yo en unos términos mucho más ácidos de lo que cualquiera de sus críticos podría haber utilizado. Partiendo de las preguntas “¿Qué soy yo? ¿Qué es mi yo?”, Jung se dirige a su yo: “Ahora hablo contigo, mi yo. ¿Tienes alguna buena cualidad de la que aprovecharme? ¡Estás convencido de tener siempre razón! ¡Buscas ser superior! ¡Qué ridículo! Eres inferior. Tu progreso desde la Edad Media parece ser minúsculo. Predicas una hipócrita impostura. No me hables de tu amor. Lo que tú llamas amor rezuma interés por ti mismo y deseo. Pero hablas de él con grandes palabras. Mereces burla, no respeto. Tu sensibilidad es tu particular forma de violencia”. No parece que Jung se considerara un nuevo profeta o un nuevo Dios, como algunos han querido mostrar. Su autocrítica no es meramente retórica. Por eso, “después de haber hablado muchas veces con mi yo usando tan duras palabras, me di cuenta de que empezaba a soportar estar solo conmigo mismo”.

Entonces aparece su alma: “¡Qué distante estás!”. “Eres mi alma —repara Jung—. ¿Desde que altura y distancia me hablas?”. “Estoy por encima de ti, en un mundo aparte. La incertidumbre es un buen camino. Sé inquebrantable y crea”, le orienta su alma. “Temo ser injusto con los hombres si sigo mi propio camino”, duda Jung. Pero su alma es inflexible: “¿No predicabas para ti la oscura soledad?”. Una soledad relativa, pues pronto aparece una nueva figura, “un viejo barbudo y ojeroso”, que se presenta ante Jung para sacarle de dudas: “Soy el innominado, uno de los muchos que han vivido y muerto en plenitud. Tu camino lleva a las profundidades. La ciencia es demasiado superficial, mero lenguaje, mera herramienta. Debes fijar tu obra. No es el despertar de los días. Lo peor viene al final. La mano que golpea primero, golpea mejor”. Todo ello sume a Jung en la tristeza, de la que viene a salvarle su alma: “Lo más grande viene a lo más pequeño”. La guerra mundial estalla. Jung termina así este segundo apartado: “Esto abre mis ojos sobre lo que había experimentado, y también me da el coraje necesario para decir todo lo que había escrito en la primera parte de este libro”. Empieza entonces a escribir el Borrador de Liber novus.

En el verano de 1915 ve cómo un águila pescadora caza un gran pez en el lago. Por la noche, oye decir a su alma: “Este es el signo de que lo que está abajo es elevado hacia lo alto”. Poco tiempo después reaparecerá Filemón. Pero cambiado. “Primero se me apareció como un mago que vivía en una tierra lejana, y entonces le sentía cercano. Pero desde que el Dios ha ascendido me habla en un lenguaje que me resulta extraño y su sensibilidad es diferente”. Las primeras palabras de Filemón han sido esta vez no las de alguien que ve en Jung un entrometido que quiere aprender magia, sino que muestran un interés personal: “Quiero volver a tu lado. Quiero dirigirte, negociar contigo. La terquedad no va contigo. Tú eres la voluntad de la totalidad”.

¿De qué Dios está hablando Jung? En este tercer apartado Jung empieza a definir sus peligros y sus notas características: “Experimento al Dios en la enfermedad, de la cual tenemos que curarnos nosotros mismos, es nuestra herida celestial. El Dios es un poderoso movimiento impenetrable que arrastra al sí-mismo a la pérdida de límites, a la disolución. Tenemos que esforzarnos en liberar al sí-mismo del Dios para poder vivir. Cuando el Dios se nos aparece nos sentimos primero impotentes, cautivados, divididos, enfermos, envenenados por un fuerte veneno, pero que bebido es la salud más alta. El Dios que experimento es más que amor, es también odio; es más que sabiduría, también es sinsentido; es más que poder, también impotencia; es más que omnipotencia pues también es mi creatura”. Filemón aparecerá la noche siguiente para exhortarle: “Acércate, entra en la tumba del Dios. El lugar de tu obra debe estar en la bóveda. El Dios no debe vivir en ti, pero tú debes vivir en el Dios”. Estas palabras confunden a Jung, quien pensaba más bien en cómo liberarse del Dios.

La confusión irá a más. Unas semanas después, se le aproximan en una visión tres sombras. Sabe que son muertos. Se destaca la figura de una mujer que se dirige a él perentoriamente: “Dame la palabra, el símbolo, el mediador. Necesitamos el símbolo, estamos hambrientos de él, trae la luz a nosotros”. Jung no sabe de qué está hablando esta mujer, pero ve en su propia mano ese signo, semejante a un falo. La mujer dice entonces. “Eso es, el HAP, el símbolo que deseamos, que necesitamos. Terriblemente simple, en principio estúpido, diurno por naturaleza, el otro polo de Dios, el extracto de todos los jugos corporales. El pensamiento iluminador viene del cuerpo. Queremos darte noticia de lo que necesitas conocer. Yo tengo el poder, yo mando, tú obedeces. Sin mí no hay salvación ” . “¿Eres el Diablo?”, exclama Jung lleno de horror. “Somos sombras —dice la muerta— Conviértete en una sombra y podrás tomar lo que traemos”. “No quiero morir y descender a vuestra oscuridad”, se defiende Jung. “No necesitas morir, sólo debes enterrarte”, le responde.

“Temo que quieras destruirme”, confesará Jung después de un largo diálogo. “Soy vida que sólo destruye lo inútil”, exclama la sombra, y más adelante pregunta “¿Dónde está la iglesia? ¿Dónde la comunidad?”. Aquí Jung salta indignado: “Esto es una locura. ¿Por qué hablas de iglesia? ¿Soy un profeta? ¿Cómo puedo clamar por mí mismo?. Sólo soy un hombre que no tiene derecho a saber nada mejor que los demás”. “Quiero la iglesia, es necesaria para ti y para otros. La iglesia es algo natural. La ceremonia santa es disolverse y volverse espíritu. La comunidad con los muertos es tan necesaria para los muertos como para ti. Grande es la necesidad de la muerte. La historia de la humanidad es más vieja y sabia que tú”. Todo ello deja a Jung sumido en la confusión y la tristeza.

Ve en la lejanía a su alma irradiando luz desde lo alto. Se dirige a ella en un largo parlamento que inicia refiriéndose a lo que acaba de tener lugar, y continúa: “Ves que esto sobrepasa el poder y el entendimiento de un hombre. Pero lo acepto por ti y por mí. Ser crucificado en el árbol de la vida. ¡Oh, amargura! ¡Oh, doloroso silencio!”. Algo más tarde aparece Filemón a su lado. Le habla con duras palabras: “Los Dioses no necesitan tu ayuda, ridículo idólatra que se ve a sí mismo como un Dios. Necesitas más tu propia ayuda. No necesitas jugar a Dios. Guarda silencio y cumple la maldita obra de redención en ti mismo. Sábete que a los démones les gusta que abraces su obra, que no es la tuya. Y tú, loco, crees que se trata de ti y tu obra. ¿Por qué? Porque no te diferencias de tu alma”. Esa alma que le dirá después: “No olvides amarme. Yo lo quiero todo, pues necesito todo para el gran viaje que me propongo iniciar tras tu desaparición”.

Los apartados siguientes, del 6 al 12, se ocupan de los Septem sermones ad mortuos, de los que Jung haría una edición privada en 1916 y que serían publicados como apéndice en Recuerdos, sueños, pensamientos. Jung cuenta en este largo diálogo con A. Jaffé cómo los escribió en tres tardes, después de una situación caótica en su casa: sus hijas veían fantasmas, su hijo tuvo una pesadilla temible, el timbre sonaba insistentemente sin que hubiera nadie…”Había una atmósfera extrañamente cargada a mi alrededor y tenía la sensación de que el aire estaba lleno de entes fantasmagóricos, la casa estaba repleta de gentío, toda llena de espíritus. Apenas hube dejado la pluma, desapareció la legión de espectros. El aquelarre había terminado. Esto fue en 1916”. Para Jung, estas conversaciones con los muertos suponen “un cierto croquis o resumen del contenido general de lo inconsciente, una especie de prólogo de lo que yo tenía que comunicar al mundo acerca de lo inconsciente”. Estos siete sermones, declamados por Filemón y firmados por Basílides de Alejandría, llevarán a Jung a estudiar profundamente el gnosticismo.

El primer sermón comienza diciendo que “los muertos regresaron de Jerusalén, donde no hallaron lo que buscaban y solicitaron mi enseñanza”. Recordemos que en el capítulo 15 de Liber secundus aparece Ezequiel informando de ese viaje. Aquí vuelven para recibir las enseñanzas de Filemón, que pregona la existencia de un arconte de los días, Abraxas, de quien tratarán detalladamente los sermones dos y tres. En el segundo sermón, que responde a la demanda de los muertos acerca de Dios, Filemón les ilustra: “Dios y el Diablo se distinguen uno del otro por lo lleno y lo vacío, el engendramiento y la destrucción. Tienen en común lo Actuante, que está por encima de ellos y es un Dios por encima de Dios, pues unifica la Plenitud y el Vacío en su acción. A este Dios lo denominamos por su nombre, Abraxas. Es todavía más indeterminado que Dios y el Diablo. Abraxas es acción, frente a él sólo hay lo irreal. Si el Pleroma tuviera una esencia, Abraxas sería su manifestación”.

Los muertos querrán saber más sobre este Dios, y Filemón se extiende en el tercer sermón, dedicado a este Dios de los opuestos: “La potencia de Abraxas es doble, dice la palabra digna y condenada, vida y muerte a la vez. Abraxas engendra verdad y mentira, bien y mal, luz y tinieblas en la misma palabra y el mismo acto. Es Pan, Príapo, el Hermafrodita de los más profundos orígenes, el Señor de las ranas y los sapos, que viven en el agua y suben a la tierra. Es la cópula sagrada”. Los restantes sermones se refieren a Dioses y Diablos, la Iglesia, la sexualidad y la espiritualidad, y, finalmente, los hombres.

En Escrutinios, cada sermón genera en Jung una serie de preguntas que dirige a Filemón, al que llama “padre”, para entender más claramente estos sermones. Filemón, tratándole de “hijo”, le proporciona una serie de explicaciones. Al final de todas ellas, Jung le dice: “Ilustre, ¿cuándo me darás el oscuro y dorado tesoro y su azul luz estelar?”. “Cuando hayas rendido todo aquello que quieres y lo quemes en la llama santa”, responde Filemón. Y sigue Jung: “Cuando hubo pronunciado Filemón estas palabras, una forma oscura de ojos dorados se acerca a mí desde las sombras de la noche”. Jung le pregunta si es su enemigo, pero el oscuro responde: “Vengo de lejos, del Oriente, siguiendo el brillante fuego que me precede, Filemón. No soy tu enemigo, soy un extraño para ti. Mi piel es oscura y mis ojos brillan dorados. Traigo la abstinencia, abstinencia de alegría y sufrimiento humanos. La compasión lleva a la alienación. Piedad, no compasión, piedad con el mundo y voluntad de contener al otro. Puedes llamarme muerte”. Filemón toca entonces sus ojos y Jung ve que “el cielo tiene la forma de una mujer cubierta por un séptuple manto de estrellas”. Filemón se dirige a ella con esta palabras: “Madre, protégeme a mí y a él de los Dioses: él quiere ser tu hijo”, a lo que aquélla responde: “No quiero tenerle como hijo. Debe purificarse primero hasta que la abstinencia sea completa” .

Jung concluye de estas experiencias que “si estoy vinculado a los hombres y las cosas no puedo ni dirigir mi vida hacia mi destino ni alcanzar mi verdadera naturaleza profunda. Tampoco puede la muerte dar lugar en mí a una nueva vida si únicamente puedo temer a la muerte. Sólo dejando crecer en mí la luz de las estrellas puedo acceder a mi naturaleza estelar, a mi verdadero y más íntimo sí-mismo, tan simple y solitario. Acepto toda la alegría y cada tormento de mi naturaleza estando seguro de mi amor, para sufrir cualquier cosa que aparezca en mi camino. Estoy solo y tengo miedo”. Está respondiendo con ello a Filemón, quien dirigiéndose al nuevo Dios sentencia: “Ha llegado el momento en el que cada cual debe llevar a cabo su propia obra de redención. La humanidad ha envejecido y comienza un nuevo mes [platónico]”.

El penúltimo apartado de Escrutinios trae una nueva aparición de Elías y Salomé, las figuras que abrieron la puerta a estos misterios de Jung. Previamente a invocarlos se le habían presentado en un sueño, en el que Elías se mostraba preocupado. En el diálogo imaginal, Elías dice que tiene miedo, pues ha oído “palabras maliciosas que hablan de la muerte de Dios. Sólo hay un Dios y no puede morir” . Jung se asombra de que Elías no sepa qué trae el futuro, “que el Dios único se ha ido para siempre y que muchos Dioses y démones han venido al hombre”. Elías abomina del politeísmo, pero Salomé lo acepta. Jung se preguntará : ¿Es una presunción o debe el hombre convertirse en el redentor de los dioses después de haber sido salvados los hombre por un mediador divino?”. Su alma le responde: “Los dioses necesitan un mediador y un rescatador humano. Sólo puedes ayudar a los hombres a través de los dioses, no directamente. Los hombres poseen un maravilloso poder sobre los dioses gracias a su ingenio” .

Jung no las tiene todas consigo respecto a las metas de los dioses: “Sé desde luego qué quieren los Dioses, ¿pero saben los dioses lo que quiero yo? Yo quiero los frutos de mi trabajo, ¿pero qué quieren los dioses para mí? Ellos tienen sus propios objetivos, ¿pero qué hay de los míos?. Quieren ponerme a su servicio, ¿pero qué me dan a cambio? ¿Tormentos? El hombre sufre su agonía, pero los Dioses no está satisfechos. Han cegado a los hombres hasta el punto de pensar que no hay Dioses, sino un solo Dios que es un padre amoroso”. Ante estos comentarios, el alma exclama asombrada. “¿No quieres obedecer a los Dioses?”. “Los Dioses son insaciables. Ya han recibido demasiados sacrificios y corre la sangre por los altares de la ciega humanidad”.

El último apartado de este libro tercero consiste en un diálogo entre Filemón y una sombra azul que en el en Libro negro 6 está identificada como Cristo. Es Filemón el primero en hablar: “Te encuentro en mi jardín, amado. Los pecados del mundo embellecen tu semblante. Bienvenido al Jardín, mi maestro, mi amado, mi hermano”. La sombra azul responde: “Oh, Simón Mago, o como quieras llamarte, ¿estás en mi jardín o yo en el tuyo?” . “Estás, oh maestro, en mi jardín. Helena, o como elijas llamarla, y yo somos tus sirvientes. Simón y Helena se han convertido en Filemón y Baucis, los anfitriones de los Dioses. Estás, oh maestro, en el jardín de los hombres. Los hombres han cambiado. Ya no son los esclavos ni los estafadores de los Dioses. El temible gusano [Satán] ha venido antes que tú y en él reconozco a tu hermano. Reconoce, oh maestro amado, que tu naturaleza es también la de la serpiente”. Dice entonces la sombra azul: “Dices la verdad, no mientes. ¿Sabes qué te traigo?”. “No lo sé. Sólo sé una cosa, que quien hospeda al gusano necesita también a su hermano. Lamentación y abominación es el don del gusano, ¿qué nos traes tú?”. “Traigo la belleza del sufrimiento, que es lo que necesita quien hospeda al gusano”, responde la sombra azul.

Así termina este Liber novus, que Jung dejó inacabado. En el epílogo añadido al Volumen caligráfico el otoño de 1959, dos años antes de su muerte, y también inacabado en medio de una frase, escribe: “He trabajado en este libro durante 16 años. El conocimiento de la alquimia me sacó de este trabajo. El comienzo del fin llegó en 1928 cuando Wilhelm me envió el texto de La Flor de Oro, ese tratado de alquimia. El contenido del libro halló entonces el camino a la realidad. Ya no podía trabajar en ello. Al observador superficial le parecerá una locura. Así hubiera sido si no hubiera podido captar la imponente fuerza de las experiencias originales. Siempre supe que toda experiencia encierra algo precioso y por ello no encontré nada mejor que escribirlas en un libro ‘precioso’, es decir, valioso, y en las imágenes revividas al pintarlas”.

Imaginación activa y conocimiento

La descripción a vista de pájaro de la trama de esta obra, con su precipitación y ritmo sincopado, sus elisiones, resúmenes y síntesis, podría dar lugar a una idea equivocada de lo que aquí se cuece. Al privilegiar el aspecto literario, más accesible, se pensaría que no es más que un divertimento de Jung, o un producto con pretensiones artísticas no muy originales. Él mismo comenta en Recuerdos… su pugna con una voz interna —que reproducía la de una discípula y amiga, M. Moltzer— que le decía que, dado que no era ciencia, esa producción debía ser arte, ante lo que Jung se rebelaba: “No es arte; al contrario, es naturaleza”. Se trataba de acceder a la “matriz de la fantasía creadora de mitos”. Por ello, “el retoque estético en el Libro rojo era necesario, por más que me molestase, pues sólo gracias a ello tuve conocimiento de mi obligación moral respecto a las imágenes”.

También sería fácil creer que hay mucho trabajo literario para colorear la acción dramática en un derroche de autocomplacencia. Sin embargo, no sólo sabemos, gracias a Shamdasani, de la continuidad entre los Libros negros, los Borradores y el Volumen caligráfico, sino que es el propio Jung quien comenta que “anoté las fantasías lo mejor que pude y me esforcé en dar expresión a las condiciones psíquicas bajo las cuales surgían. Sólo pude hacerlo en un lenguaje muy torpe, en un ‘lenguaje poético’, el estilo propio de los arquetipos, que hablan de un modo patético e incluso engolado. Un estilo que me resulta penoso y me produce dentera. Yo no sabía de qué se trataba, así que no me quedaba más recurso que anotarlo todo en el mismo estilo elegido por lo inconsciente. Anotaba las fantasías, que con frecuencia me parecían absurdas y contra las cuales ofrecía yo resistencias, por ser una mezcla infernal de cosas sublimes y ridículas”.

La realidad es pues muy otra, tal como la describe Jung. Con 37 años, sus 12 de profesión están jalonados de hitos importantes para la psicología profunda. No sólo ha establecido un puente entre la psiquiatría académica y el psicoanálisis, ya desde su primera obra sobre un caso de fenómenos mediúmnicos, continuada con la demostración experimental de la existencia de complejos inconscientes para terminar ofreciendo la primera lectura psicoanalítica de las psicosis, sino que como primer presidente de la Asociación Psicoanalítica Internacional ha extendido internacionalmente el psicoanálisis, hasta entonces puramente vienés, organizado la publicación de su primer Anuario, establecido el análisis didáctico, profundizado el análisis psicoanalítico de la mitología y ampliado la significación de los conceptos cardinales del psicoanálisis: inconsciente y libido. Fue esta ampliación precisamente la que rechazó Freud, provocando una cobarde defenestración y negación de Jung por parte de un psicoanálisis freudiano, que ahí comienza su escolasticismo.

“Después de separarme de Freud, comenzó para mí una época de inseguridad interior, de desorientación, incluso. No había encontrado todavía mi lugar propio. Cuando me separé de Freud sabía que caía en lo no conocido, en lo desconocido. Más allá de Freud, no sabía propiamente nada, pero había dado el primer paso en la oscuridad”. Habiendo indagado sobre el valor psicológico del mito en su Transformaciones y símbolos de la libido, la obra que provocaría esa separación, Jung no podía dejar de peguntarse “¿Cuál es tu mito, el mito en el que tú vives?”. Para responder a esa cuestión, “no me quedaba otro recurso que esperar a vivir más y prestar atención a mis fantasías. Me abandoné conscientemente a los impulsos de lo inconsciente”.

El resultado fue verse inundado por un “incesante torrente de fantasías, e hice lo posible para no perder mi orientación y hallar mi camino. Me encontraba desamparado en un mundo extraño y todo me parecía difícil e incomprensible. Vivía constantemente en intensa tensión. Debía dominar mis emociones mediante ejercicios de yoga, hasta que recuperaba mi tranquilidad y podía reemprender mi trabajo con lo inconsciente, dar la palabra a las imágenes y voces internas. Debía hallar el sentido de lo que experimentaba en las fantasías, con la sensación de estar sometido a una voluntad superior”.

Esta necesidad de confrontarse con su propio inconsciente la formuló Jung como un “experimento científico que ensayaba en mí mismo”. Para ello debía “dejarme caer en las fantasías. Sentía incluso un fuerte miedo, temía perder mi autocontrol, pero debía arriesgarme a apresar estas imágenes”. Así, “en la medida en que lograba traducir mis emociones en imágenes, es decir, hallar aquellas imágenes que se ocultaban tras las emociones, sentía tranquilidad interna. Mi experimento me afirmó en la convicción de lo valioso que es, desde el punto de vista terapéutico, hacer conscientes las imágenes que se hallan detrás de las emociones”. Frente a los sueños, fuente de imaginaciones pasivas, Jung había dado con un método para indagar conscientemente en lo inconsciente: la imaginación activa.

Así pues, “mi ciencia fue el medio y la única posibilidad de salir de aquel caos. Invertí todas mis fuerzas para comprender todos los temas, cada imagen en particular, en ordenarlas lo más racionalmente posible y realizarlas en vida, sabiendo que con las imágenes de lo inconsciente se impone al hombre una difícil responsabilidad. Me costó cuarenta y cinco años incluir en el costal de mi obra científica las cosas que entonces sentía y anotaba. Mi obra constituye un esfuerzo más o menos acertado de hacer constar esta materia candente en la cosmovisión de mi época”.

La obra científica de Jung durante este periodo de su autoanálisis a través de la imaginación activa, que se extiende desde su abandono del psicoanálisis freudiano (1913) hasta su entrada de lleno en la alquimia (1928), va a establecer los cimientos de la psicología analítica. A una propuesta tentativa de tipología psicológica en 1913 le sigue la primera teorización en 1916 de la imaginación activa, basada en la “función transcendente” —en un texto publicado al final de su carrera, en 1957—, la presentación en 1919 del concepto de arquetipo psicológico, su gran obra sobre las funciones psíquicas, Tipos psicológicos, en 1921, la formulación acabada de su concepción de inconsciente, Lo inconsciente en la vida normal y patológica, en 1926, y su idea del desarrollo psíquico, el proceso de individuación, en 1928, con Las relaciones entre el yo y lo inconsciente. Sin contar con otros muchos escritos menores y su seminario fundamental relativo a la imaginación activa, celebrado en 1925, cuando estaban listas la trascripciones mecanográficas de Liber novus y de Escrutinios realizadas por Cary Baynes, Psicología analítica, que tuvo lugar en el Club Psicológico de Zúrich, cuyo texto sería preparado también por Baynes y publicado en 1990.

Pero en el resto de su obra científica se ven desarrolladas muchas de las intuiciones que surgieron en esa confrontación, fundamentalmente elaboradas en sus paralelos alquímicos, y que se refieren a la transformación de Dios y la conjunción de los opuestos, con la intuición de un saber absoluto expresado en la sincronicidad. Quiere decir todo ello que la formulación científica de las intuiciones y revelaciones experimentadas en unas cuantas jornadas de los años 1913, 1914, 1915 y 1916, esa “corriente de lava y las pasiones que existían en su fuego”, llevaron décadas.

Para un mundo como el actual, incapaz de demorar los deseos, en el que toda ocurrencia sin fondo se publicita como un gran descubrimiento y una novedad “histórica”, como suele decirse puerilmente, para el que el pasado sólo es un cúmulo de errores y equivocaciones, donde el trabajo callado se califica de fracaso y falta de competitividad, en este mundo extravertido para el que toda interioridad es sospechosa, el Libro rojo de Jung contrasta con su originalidad y profundidad. Pero lejos de ser una mera curiosidad que remite a un romanticismo que idealiza el Medievo, o un libro imponente al que rendir pleitesía desde una infantil fantasía heroica, ofrece una vía práctica para que cada cual aprenda a indagar en su interior, en esa psique que no es mera subjetividad, sino de una objetividad cósmica.

En su laboriosa composición, Liber novus manifiesta que lo inconsciente es un espacio psíquico y no un enemigo interior que se denominaría “el inconsciente”, una psique ciega puramente impulsiva o el resultado de un tramposo uso lingüístico. Tampoco sería este inconsciente un estrato psíquico relativo a las innumerables experiencias biográficas de cada cual, ni una psicología infantil dominada por las figuras familiares, o la justificación de cobardías e inferioridades individuales. Este inconsciente se manifiesta como la fuente de la que brota todo conocimiento, todo sentido. Aunque será labor de la consciencia dotar de existencia objetiva esa riqueza que se hace patente en la historia de la humanidad y que representa así la laboriosa tarea de la autoconsciencia del cosmos.

Este libro, pues, una novedad paradójica en cuanto inédito de un autor que hace medio siglo que no está entre nosotros, que remite a saberes que se hunden en milenios olvidados y proyecta un futuro aún desconocido, ofrece varios niveles de lectura y un contenido que aquí sólo se ha querido esbozar para información de los interesados. Que más allá de los psicólogos analíticos y los analizandos que se enfrentan con su propia imaginación activa, abarca también al lector común de obras de ficción, pues este libro puede leerse como una novela de formación interior, a los estudiosos de la función psicológica de las artes plásticas y la creatividad en general, y a todo aquel que intuye o sabe que su vida personal no es el mero resultado de lo que los demás hacen de ella, sino el despliegue de fuerzas poderosas que habitan en nuestro interior sin que tengamos noticia de ellas.

Enrique Galán Santamaría

Madrid, febrero 2010

1 Las citas que ofrezco a continuación no son estrictamente literales, sino que las compongo sin señalar sus hiatos, como es común, mediante el signo […], para facilitar su lectura sin pérdida de sentido.