tomado de “La dinámica de lo inconsciente.”
C. G. Jung. Obra completa. Vol.8, Cap. 16
Ed. Trotta, S.A. 2004
Si la vida anímica constara sólo de realidades -tal y como todavía ocurre en la etapa primitiva- podríamos conformamos con un sólido empirismo. Sin embargo, la vida anímica del hombre civilizado es muy problemática; es más, sería inimaginable sin problemas.
Nuestros procesos anímicos son, en gran parte, reflexiones, dudas y experimentos, es decir, cosas que el alma inconsciente e instintiva del primitivo apenas conoce. La existencia de la problemática se la debemos al incremento de la consciencia, y es el “obsequio funesto” de la cultura. Desviarse y ponerse en contra del instinto crea la consciencia. El instinto es naturaleza y quiere naturaleza. La consciencia, por el contrario, sólo puede querer o negar la cultura, y cada vez que -con una especie de añoranza rousseauniana- se aspira a volver a la naturaleza, se “cultiva” la naturaleza.
Mientras todavía somos naturaleza somos inconscientes y vivimos en la seguridad del instinto carente de problemas. Todo lo que aún es naturaleza en nosotros rehuye el problema, pues éste significa duda, y donde impera la duda hay inseguridad y se abren diferentes caminos. Si se abren varios caminos diferentes es que nos hemos desviado de la seguridad del instinto y nos hemos expuesto al temor. Y ahí es donde nuestra consciencia debería hacer lo que la naturaleza ha hecho siempre por sus creaturas, a saber, decidir con seguridad, sin dudas y con claridad. Nos entra entonces ese miedo tan humano de que la consciencia, nuestra conquista prometeica, al final no pueda equipararse con la naturaleza.
El problema nos lleva a una soledad sin padre ni madre, a un desvalimiento sin naturaleza, donde estamos condenados a la consciencia y nada más que a la consciencia. No tenemos más remedio que sustituir el acontecer natural por una decisión y una solución conscientes. Cada problema supone así la posibilidad de ampliar la consciencia, pero al mismo tiempo también la obligación de despedimos de todo infantilismo o naturalidad inconscientes.
Esta obligación es un hecho anímico de tan enorme importancia que constituye una de las materias simbólicas esenciales de la religión cristiana. Es el sacrificio del hombre meramente natural, de la creatura inconsciente y natural, cuya tragedia comenzó al probar la manzana en el Paraíso. Ese pecado original bíblico presenta la toma de consciencia como una maldición. Y como tal maldición se nos presenta también cada uno de los problemas que nos obliga a adquirir una mayor consciencia, alejándonos así más aún del paraíso de la inconsciencia infantil. A todos nos gusta apartar la vista de los problemas, a ser posible preferimos no mencionados o, mejor aún, negar su existencia. Deseamos una vida sencilla, segura y sin obstáculos, y de ahí que los problemas sean un tabú. Queremos certezas, no dudas; resultados, no experimentos, y no nos damos cuenta de que sólo a través de las dudas pueden surgir las certezas y sólo a través de los experimentos los resultados. La negación artificial de los problemas no genera ninguna convicción; para lograr la seguridad y la claridad hace falta una consciencia más amplia y más elevada.
No se trata de hacer aquí una descripción de la psicología normal de las distintas edades, sino de hablar de “problemas”, es decir, de dificultades, incertidumbres y ambigüedades, es decir, de cuestiones que pueden tener más de una respuesta, respuestas que a su vez nunca son lo suficientemente acertadas e inequívocas. Así pues, habrá que poner muchas cosas entre signos de interrogación o, peor aún, aceptarlas de buena fe, y en ocasiones tendremos que limitamos a especular.
Me he extendido en la introducción para aclarar el asunto que nos ocupa. Cuando se trata de problemas, nos negamos instintivamente a penetrar en las zonas oscuras y confusas. Sólo deseamos oír hablar de resultados claros, olvidándonos por completo de que los resultados sólo pueden existir una vez que hayamos atravesado la oscuridad. Pero para poder traspasar la oscuridad debemos hacer uso de todas las posibilidades de iluminación que posee nuestra consciencia; como ya he dicho, tenemos incluso que especular. Porque al tratar la problemática anímica tropezamos continuamente con cuestiones de principio que son el dominio de las diferentes Facultades. Así, inquietamos o enojamos al teólogo no menos que al filósofo, al médico no menos que al educador, e incluso entramos en el campo de actividad del biólogo y del historiador. Estas extralimitaciones no son fruto de nuestra indiscreción, se deben a que el alma del hombre es una extraña mezcla de factores que a su vez son objeto de numerosas ciencias. Pues es a partir de sí mismo y de su singular condición como el hombre ha alumbrado sus ciencias, las cuales son síntomas de su alma.
Así pues, al planteamos la ineludible pregunta de por qué el hombre, a diferencia del mundo animal, tiene problemas, nos enredamos en la maraña de pensamientos creada a lo largo de milenios por muchos miles de sutiles cerebros. No me propongo añadir a esta obra de arte ningún trabajo de Sísifo, mi intención es simplemente explicarles con sencillez lo que acaso yo pueda aportar para responder a esta cuestión de principio. No hay problema sin consciencia. De ahí que tengamos que plantear la pregunta de otro modo: ¿Cómo surge la consciencia en el hombre? Yo no sé a qué se debe, puesto que no estaba presente cuando se volvieron conscientes los primeros hombres. Pero hoy podemos observar la toma de consciencia hasta en los niños pequeños. Todos los padres pueden verlo, a nada que presten un poco de atención. Y lo que vemos es lo siguiente: notamos que el niño tiene consciencia cuando reconoce algo o a alguien. Por eso, seguramente, fue el árbol del conocimiento del Paraíso el que trajo tan fatales consecuencias.
Pero ¿qué es conocer? Hablamos de conocimiento cuando logramos asociar por ejemplo una percepción nueva a una conexión ya existente, de tal manera que tenemos consciencia no sólo de la percepción, sino también de fragmentos de los contenidos ya existentes. Conocer se apoya, pues, en la representación de la conexión de contenidos psíquicos. No podemos reconocer un contenido sin conexión alguna, ni siquiera podríamos ser conscientes de él si nuestra consciencia estuviera todavía en esta etapa inicial inferior. La primera forma de consciencia accesible a nuestra observación y nuestro conocimiento parece ser, por lo tanto, la mera conexión de dos o más contenidos psíquicos. En esta etapa la consciencia está todavía completamente vinculada a la representación de varias series de conexiones; de ahí que sea sólo esporádica y no se recuerde posteriormente. De hecho, no existe una memoria continuada de los primeros años de vida; como mucho, hay islas de consciencia como luces aisladas u objetos iluminados en la amplitud de la noche. Estas islas de la memoria no son esas primerísimas conexiones de contenidos, meras representaciones, sino que abarcan una nueva y substancial serie de contenidos, a saber, al propio sujeto con capacidad de representación, el denominado yo. Al principio, esta serie también es mera representación, como las primeras series de contenidos, por lo que el niño, siguiendo la lógica, empieza hablando de sí mismo en tercera persona. Solamente más tarde, cuando la serie del yo o el denominado complejo del yo -gracias a la práctica- haya adquirido cierta energía, surgirá el sentimiento de ser sujeto o yo. En ese momento el niño empieza a hablar de sí mismo en primera persona. Durante esta etapa comenzaría la continuidad de la memoria, esencialmente una continuidad de los recuerdos del yo.
La etapa infantil de la consciencia todavía no conoce problema alguno, pues nada depende aún del sujeto, siendo el niño completamente dependiente de sus padres. Es como si todavía no hubiera nacido del todo y siguiera viviendo en la atmósfera anímica de los padres. El nacimiento anímico y, con ello, la diferenciación consciente de los padres tiene lugar normalmente con la irrupción de la sexualidad durante la pubertad. Revolución fisiológica asociada a otra psíquica. Las manifestaciones corporales acentúan de tal modo el yo que frecuentemente se muestra de manera absolutamente desproporcionada. De ahí el nombre de “la edad del pavo”.
Hasta esa época, la psicología del individuo es esencialmente instintiva y, por lo tanto, carece de problemas. Aunque los impulsos subjetivos tropiecen con barreras externas, estas restricciones no provocan escisión en el individuo. Éste se somete a ellas o las sortea, manteniéndose completamente unido. Todavía no conoce la división interior del estado problemático. Tal estado sólo puede darse cuando la barrera exterior se hace interior, es decir, cuando un impulso se rebela contra otro. Expresado en términos psicológicos, significaría lo siguiente: el estado problemático, es decir, la división interior, tiene lugar cuando junto a la serie del yo surge una segunda serie de contenidos de similar intensidad. Esta segunda serie es, debido a su valor energético, de igual importancia funcional que el complejo del yo; es, por así decir, otro yo, un segundo yo, que en ocasiones puede incluso arrebatar la dirección al primer yo. De ahí surge la división consigo mismo, el estado problemático.
Repasemos brevemente lo que acabamos de decir: La primera forma de consciencia, el mero reconocimiento, es un estado anárquico o caótico. La segunda etapa, desarrollado el complejo del yo, es una fase monárquica o monista. La tercera etapa supone otro avance de la consciencia: la consciencia de la dualidad, del estado dualista.
Aquí llegamos al tema que realmente nos ocupa, a la problemática de las distintas edades. Veamos en primer lugar la juventud. Esta etapa se extiende desde inmediatamente después de la pubertad hasta la mitad de la vida, que puede situarse entre los treinta y cinco y los cuarenta años.
Sin duda me preguntarán ustedes por qué empiezo por la segunda etapa de la vida humana, como si la etapa de la infancia no tuviera problemas. El niño normalmente no tiene problemas, pese a que su complicada psique constituya un problema de primer orden para los padres, los educadores y los médicos. Sólo el hombre adulto es capaz de dudar de sí y, en consecuencia, estar interiormente dividido.
Todos conocemos las fuentes de los problemas de esta edad En la inmensa mayoría de las personas son las exigencias de la vida las que a menudo interrumpen bruscamente los sueños de la infancia. Si el individuo está suficientemente preparado, la transición a la vida profesional puede llevarse a cabo sin dificultad. Pero si existen ilusiones que contrasten con la realidad surgen problemas. Nadie entra en la vida sin presupuestos. A veces estos presupuestos están equivocados, es decir, no se ajustan a las condiciones externas con las que uno se topa. Así, menudo encontramos grandes expectativas o un menosprecio de las dificultades exteriores; también suele darse un optimismo injustificado o bien un marcado negativismo. Se podría confeccionar una larga lista de esos presupuestos equivocados que provocan los primeros problemas conscientes.
Pero no siempre es el antagonismo de los presupuestos subjetivos con las condiciones externas el origen de los problemas, tal vez con la misma frecuencia son las dificultades anímicas internas el origen de los problemas aunque no haya complicaciones externas. Es sumamente frecuente el trastorno del equilibrio anímico causado por el instinto sexual, así como el sentimiento de inferioridad provocado por una sensibilidad exacerbada. Estos conflictos internos pueden darse a pesar de haber alcanzado la adaptación exterior sin esfuerzo aparente; es más, da la impresión de que los jóvenes obligados a luchar duramente por la vida externa están libres de problemas internos, mientras que los jóvenes sin dificultades de adaptación suelen desarrollar problemas sexuales o complejos de inferioridad.
Aunque las naturalezas problemáticas son generalmente neuróticas, sería un grave malentendido confundir problemática con neurosis. La diferencia esencial estriba en que el neurótico está enfermo por ser inconsciente de su problemática, padeciendo el problemático su problema consciente sin estar enfermo.
Si a partir de la variedad casi inagotable de los problemas individuales de la juventud se intenta extraer lo común y esencial, encontramos una característica concreta que parece inherente a todo problema de esta etapa: un apego más o menos claro a la consciencia propia de la etapa infantil, una resistencia contra las fuerzas del destino que en nosotros y a nuestro alrededor quieren involucrarnos en el mundo. Hay algo que quiere seguir siendo niño, ser completamente inconsciente o, al menos, sólo consciente del propio yo; rechazar todo lo ajeno o, al menos, someterlo a la propia voluntad; no hacer nada o, al menos, imponer la propia inclinación o el propio poder. Ahí reside parte de la desidia de esta edad; es perseverar en el estado anterior, de consciencia más pequeña, más estrecha y más egoísta que la consciencia de la fase dualista, cuando el individuo se ve en la necesidad de reconocer y aceptar también lo otro, lo ajeno, como su propia vida, como un “también yo”.
La resistencia va dirigida contra la expansión de la vida, distintivo esencial de esta fase. Es cierto que esta ampliación, esta “diástole” de la vida, por valerme de una expresión de Goethe, empieza mucho antes. Comienza ya. al nacer, cuando el niño abandona el estrecho marco del cuerpo materno, y a partir de entonces va aumentando sin cesar hasta alcanzar su punto culminante en el estado problemático, que es donde el individuo empieza a defenderse de ella.
¿Qué ocurriría si el individuo sencillamente se transformara en lo ajeno, en lo otro, que también es yo, y dejara que el anterior yo desapareciera en el pasado? Da la impresión de que ése sería un camino perfectamente viable. No en vano la intención de la educación religiosa -empezando por la exhortación a despojamos del viejo Adán y remontándonos hasta los ritos de renacimiento de los pueblos primitivos- es que el hombre se transforme en un futuro hombre nuevo, dejando que el antiguo perezca.
La psicología nos enseña que en el alma no hay en cierto sentido nada viejo, nada que pueda perecer; incluso a san Pablo le quedó un aguijón clavado en la carne. Quien se protege de lo nuevo, de lo ajeno, y regresa al pasado está tan neurótico como quien se identifica con lo nuevo para huir del pasado. La única diferencia es que uno se ha distanciado del pasado y otro del futuro. Los dos hacen esencialmente lo mismo: rescatar la estrechez de su consciencia en vez de hacerla estallar en la tensión de los opuestos para crear un estado de consciencia más amplio y elevado.
Esta consecuencia sería ideal si pudiera llevarse a cabo en esta fase de la vida. A la naturaleza no parece importarle lo más mínimo un estado de consciencia más elevado; tampoco la sociedad sabe apreciar tales obras de arte anímicas, pues lo que premia es en primer lugar el rendimiento, no la personalidad, que suele ser algo póstumo. Estos hechos obligan a encontrar una solución concreta, es decir, limitar lo alcanzable, diferenciar determinadas capacidades, que constituyen la verdadera esencia del individuo socialmente productivo.
Eficacia, utilidad, etc., son los ideales que parecen mostrar la salida del laberinto de los problemas. Son el norte para la ampliación y el fortalecimiento de nuestra existencia física, pero no para el desarrollo de la consciencia humana, es decir, de la llamada cultura. Para la juventud, desde luego, esta decisión es la normal y, sin la menor duda, mejor que quedarse preso de los problemas.
Así pues, el problema se resuelve adaptando lo recibido del pasado a las posibilidades y exigencias del futuro. Uno se limita a lo alcanzable, lo que psicológicamente supone una renuncia a todas las demás posibilidades anímicas. Uno pierde así un trozo del valioso pasado, otro un trozo del valioso futuro. Todos ustedes recordarán a ciertos amigos y compañeros de colegio, jóvenes prometedores y llenos de ideales que, vistos al cabo de los años, están encasillados en el mismo patrón. A tales casos me refiero.
Los grandes problemas de la vida nunca se resuelven para siempre. Si alguna vez parecen estar resueltos se trata siempre de una pérdida. Su sentido y su finalidad no parecen residir en su solución, sino en que nos ocupemos constantemente de ellos. Sólo eso nos libra del atontamiento y del anquilosamiento. Del mismo modo, la solución de los problemas de la juventud mediante la limitación a lo asequible sólo tiene una validez temporal pero, en el fondo, no a largo plazo. Indudablemente, es una tarea de gran importancia labrarse una existencia social y modificar la propia naturaleza de tal modo que encaje más o menos en esa forma de existencia. Es una lucha interna y externa, comparable a la lucha de la infancia por la existencia del yo. Para la mayoría de nosotros esa lucha se efectúa a tientas, pero si observamos con qué tenacidad se mantienen luego las ilusiones infantiles, los presupuestos, las costumbres egoístas, etc., de ahí podemos deducir cuánta intensidad se empleó en su momento para generadas. Y lo mismo sucede con los ideales, las convicciones, las ideas dominantes, las actitudes, etc., que en la juventud nos introducen en la vida y por los que luchamos, padecemos y vencemos: Dichos ideales, convicciones, etc., son absorbidos por nuestra esencia, nos transformamos en ellos, y por eso los mantenemos ad libitum con la misma naturalidad con la que el joven impone a todo trance su yo frente al mundo o frente a sí mismo.
Cuanto más se acerca uno al punto de inflexión de la vida y más ha conseguido reafirmarse en su actitud personal y en su situación social, más le parece a uno haber descubierto el verdadero curso de la vida y los verdaderos ideales y principios del comportamiento. Por eso se da por supuesta su validez eterna y se considera una virtud mantenerse aferrado a ellos para siempre. Pero uno no se da cuenta de un hecho esencial: alcanzar el objetivo social tiene lugar a costa de la totalidad de la personalidad. Mucha, demasiada vida que también podría haber sido vivida, queda tal vez arrumbada en el trastero de los recuerdos polvorientos, aunque quizá queden todavía brasas bajo las cenizas.
Estadísticamente, las depresiones entre varones de alrededor de cuarenta años presentan una frecuencia en aumento. Entre las mujeres, las complicaciones neuróticas comienzan por regla general algo antes. En esta fase de la vida, es decir, entre los treinta y cinco y los cuarenta, se prepara un cambio significativo en el alma humana. En principio, no se trata de un cambio consciente ni llamativo, sino de indicios indirectos de unas transformaciones que parecen dar comienzo en lo inconsciente. Unas veces es una lenta modificación del carácter; otras, reaparecen rasgos característicos desaparecidos desde la infancia; a veces, las inclinaciones y los intereses anteriores empiezan a ser sustituidos por otros; en otras ocasiones -lo que es muy frecuente-, las convicciones y los principios que se tenían hasta entonces, especialmente los morales, empiezan a endurecerse y a anquilosarse, lo que suele darse alrededor de los cincuenta años e ir paulatinamente en aumento hasta llegar a la intolerancia y el fanatismo… como si estos principios tuvieran amenazada su existencia y hubiera que subrayados con mayor motivo.
No siempre se aclara en la edad adulta el vino de la juventud; a veces también se enturbia. Donde mejor pueden observarse todos estos fenómenos es en una persona algo estrecha de miras. Pueden aparecer antes o después. Me da la impresión de que con frecuencia se retrasa su aparición si los padres de la persona en cuestión aún siguen con vida. En ese caso, es como si la etapa de la juventud se prolongara indebidamente. Esto lo he visto particularmente en hombres de padre longevo; la muerte de éste provocaba entonces una especie de maduración precipitada y, por así decir, catastrófica.
Sé de un hombre piadoso, deán, que desde que cumplió más o menos cuarenta años fue adquiriendo una intolerancia moral y religiosa insoportable. Al mismo tiempo, su ánimo se fue ensombreciendo visiblemente, hasta quedar reducido a un siniestro pilar de la Iglesia. Así llegó a los cincuenta y cinco años, hasta que una noche se incorporó de repente en la cama y le dijo a su mujer: “¡Ya lo tengo! En realidad soy un granuja”. Este autorreconocimiento no quedó ahí: Los últimos años de su vida se dedicó a darse la gran vida y dilapidó casi toda su fortuna. Hay que reconocer que en el fondo se trataba de un tipo simpático, ¡con esa capacidad para los dos extremos!
Los muy frecuentes trastornos neuróticos de la edad adulta tienen todos una cosa en común: pretenden rescatar la psicología de la etapa juvenil una vez que se ha traspasado el umbral de la madurez. ¿Quién no conoce a esos patéticos señores mayores que se pasan la vida evocando su época estudiantil y que sólo son capaces de avivar la llama de la vida recordando sus homéricos tiempos heroicos, pero que por lo demás viven sin esperanza, apoltronados en el sillón de su despacho? De todos modos, por regla general, tienen la ventaja nada desdeñable de que no están neuróticos, sólo aburridos y estereotipados.
El neurótico es alguien que nunca acaba de estar conforme con el presente y que, por esa razón, tampoco puede alegrarse del pasado. Del mismo modo que antes no pudo despegarse de la infancia, ahora no es capaz de desembarazarse de la fase juvenil. Incapaz de adaptarse a la siniestra idea de envejecer, mira desesperadamente hacia atrás porque la perspectiva hacia adelante le resulta insoportable. Así como el niño se asusta del desconocimiento del mundo y de la vida, así también el adulto rehuye la segunda mitad de la vida, como si en ella le aguardaran tareas desconocidas y peligrosas, o como si se viera amenazado por pérdidas y sacrificios con los que no pudiera cargar, o como si la vida anterior le pareciera tan bella y tan valiosa que no pudiera prescindir de ella.
¿Será, a fin de cuentas, el miedo a la muerte? No me parece muy probable, ya que por lo general la muerte todavía se ve como algo lejano y abstracto. La experiencia demuestra más bien que la razón y la causa de todas las dificultades de esta transición es una profunda transformación del alma. Para ilustrar esto, utilizaré como símil el recorrido diario del Sol. Imagínense un Sol animado por el sentimiento humano y por la consciencia momentánea del hombre. Por la mañana emerge del nocturno mar de la inconsciencia y, conforme va elevándose en el firmamento, más se asoma y se propaga por el ancho universo multicolor. Al ampliar su radio de acción gracias a la elevación, el Sol reconocerá su importancia y divisará su máximo objetivo en la mayor altura posible y, asimismo, en la mayor propagación posible de su bendición. Con esta convicción, el Sol alcanza la imprevista altura meridiana: imprevista, porque su existencia individual única no podía saber su punto culminante con antelación. A las doce del mediodía comienza el ocaso. Y el ocaso es la inversión de todos los valores e ideales de la mañana. El Sol se vuelve inconsecuente. Es como si contrajera los rayos. La luz y el calor disminuyen hasta que finalmente se extinguen.
Todas las comparaciones cojean. Ésta al menos no cojea más que otras. Un dicho francés resume cínica y resignadamente la verdad de esta comparación: “Si jeunesse savait, si vieillesse pouvait” [¡Ay, si la juventud supiera y la vejez pudiera!].
Afortunadamente, las personas no somos soles; de lo contrario, nuestros valores culturales saldrían mal parados. Pero hay algo solar en nosotros, y cuando se habla de la mañana, la primavera, el atardecer o el otoño de la vida no se trata de meras expresiones sentimentales, sino de verdades psicológicas o, aún más, de hechos fisiológicos, pues la revolución del mediodía trastoca incluso los atributos físicos. Especialmente entre los pueblos meridionales vemos a las mujeres de cierta edad adquirir una voz ronca y grave, rasgos duros de la cara acompañados de bigote y, en general, un modo de ser varonil. Por el contrario, el aspecto físico de los hombres se suaviza adoptando rasgos femeninos como el exceso de grasa y una expresión más tierna del rostro.
En la literatura etnológica hay un relato interesante acerca de un jefe y guerrero indio al que, en la mitad de la vida, se le aparece en sueños el Gran Espíritu y le anuncia que, a partir de entonces, tendrá que sentarse con las mujeres y los niños, llevar ropa femenina y comer la comida de las mujeres. El jefe indio obedeció a su sueño sin perder por ello su reputación. Esta visión es la fiel expresión de la revolución psíquica del mediodía, del inicio del ocaso. Los valores, incluso los cuerpos, se transforman en lo contrario, al menos someramente.
Podríamos comparar lo masculino y lo femenino, junto con sus atributos anímicos, con determinadas reservas de substancias que en la primera mitad de la vida son consumidas de manera desigual. El hombre consume la mayor parte de sus reservas de sustancia masculina y se queda sólo con una pequeña porción de substancia femenina. La mujer, por el contrario, deja intactas sus reservas masculinas y las consume todas en la segunda mitad de la vida.
Más que físicamente, este cambio se manifiesta sobre todo en lo psíquico. Con cuánta frecuencia ocurre, por ejemplo, que el hombre, a los cuarenta y cinco o cincuenta años, se haya arruinado y que la mujer se ponga entonces los pantalones y abra una tiendecita en la que el hombre, si acaso, la ayude haciendo recados. Hay muchísimas mujeres que no adquieren responsabilidad y consciencia social hasta cumplidos los cuarenta años. En la vida de negocios moderna, por ejemplo, especialmente en América, el denominado break-down, la crisis nerviosa, es un fenómeno muy frecuente a partir de los cuarenta años. Si se examina más detenidamente a las víctimas vemos que lo que se ha derrumbado es el anterior estilo masculino y que lo que queda es un hombre afeminado. Por el contrario, en los mismos círculos se pueden ver mujeres que a esa edad desarrollan una masculinidad y una firmeza en la inteligencia que relegan el corazón y los sentimientos a un segundo plano. Muy a menudo, estas transformaciones van acompañadas de desastres matrimoniales de todo tipo, pues no es difícil imaginar lo que ocurre cuando el hombre descubre sus sentimientos tiernos y la mujer su inteligencia.
Lo peor de todas estas cosas es que personas inteligentes e instruidas languidecen sin tener ni siquiera conocimiento de la posibilidad de tales cambios e inician la segunda mitad de la vida con una absoluta falta de preparación. ¿O es que acaso existen escuelas superiores para cuarentones que los preparen para la vida que les espera, tal y como preparan las tradicionales escuelas superiores a nuestros jóvenes para introducidos en el conocimiento del mundo y de la vida? No; entramos en el atardecer de la vida sin la menor preparación o, lo que es peor, lo hacemos bajo la falsa suposición de los ideales y las verdades que teníamos hasta entonces. No podemos vivir el atardecer de la vida con el mismo programa que la mañana, pues lo que en la mañana era mucho, en el atardecer será poco, y lo que en la mañana era verdadero, en la tarde será falso. He tratado a demasiadas personas mayores y mirado en la cámara secreta de sus almas, como para no estar impresionado por la verdad de esta regla elemental.
La persona entrada en años debería saber que su vida no asciende ni se ensancha, sino que un inexorable proceso interno obliga forzosamente a su estrechamiento. Para el joven es casi un pecado o un peligro ocuparse demasiado de sí mismo, mientras que para la persona entrada en años es un deber y una necesidad dedicar mucha atención a uno mismo. El Sol contrae sus rayos para alumbrarse a sí mismo, después de haber prodigado su luz por el mundo. En lugar de hacer eso, muchos viejos optan por volverse hipocondríacos, avaros, doctrinarios y laudatores temporis acti, o incluso eternamente jóvenes, lo cual constituye un lamentable sucedáneo de la atención a uno mismo, tanto como la fatal consecuencia de creer que la segunda mitad de la vida ha de regirse por los mismos principios que la primera.
Antes he dicho que no contamos con escuelas para cuarentones. Esto no es del todo cierto. Nuestras religiones son desde tiempo inmemorial tales escuelas, o lo fueron en su día. Pero ¿para cuántos lo siguen siendo? ¿Cuántos de nosotros, entrados en años, hemos sido realmente educados en dicha escuela para conocer el misterio de la segunda mitad de la vida, la vejez, la muerte y la eternidad?
El hombre no cumpliría los setenta ni los ochenta años si esa longevidad no tuviera un sentido para la especie. Por eso el atardecer de su vida ha de poseer también un sentido y un objetivo propios y no puede ser un simple y miserable apéndice de la mañana. El sentido de la mañana es sin duda el desarrollo del individuo, su establecimiento y multiplicación en el mundo exterior, así como el cuidado de la descendencia. Éste es el objetivo evidente de la naturaleza. Pero una vez cumplido este objetivo, incluso sobradamente, ¿ha de prolongarse más allá de todo sentido razonable la adquisición de dinero, la conquista permanente y la expansión de la existencia? Quien arrastre innecesariamente la ley de la mañana, es decir, el objetivo de la naturaleza, hasta el atardecer de la vida, lo pagará con daños anímicos, del mismo modo que el joven que acarrea su egoísmo infantil hasta la edad adulta saldará su error con fracasos sociales. La adquisición de dinero, la existencia social, la familia y la descendencia son todavía mera naturaleza, no cultura. La cultura está más allá del objetivo natural. ¿Podría entonces ser la cultura el sentido y el objetivo de la segunda mitad de la vida?
En las tribus primitivas vemos, por ejemplo, que los ancianos casi siempre son los guardianes de los misterios y de las leyes, y en ellos es donde se manifiesta principalmente la cultura de la tribu. ¿Qué ocurre en este aspecto entre nosotros? ¿Dónde está la sabiduría de nuestros ancianos? ¿Dónde están sus secretos y las visiones de sus sueños? Nuestros ancianos quieren parecerse a los jóvenes. En América es, por así decir, el ideal que el padre sea el hermano de sus hijos varones y la madre la hermana, a ser posible más joven, de su hija.
No sé cuánto de este desvarío hay que atribuirlo a una reacción frente a la anterior exageración de la dignidad, y cuánto a unos ideales equivocados. No cabe la menor duda de que tales ideales erróneos existen: para estas personas la meta no está delante, sino detrás. Y a ésa es a la que aspiran. Hay que concederles que resulta difícil ver qué otras metas pueda tener la segunda mitad de la vida sino los de la primera: expansión de la vida, utilidad, eficacia, figurar en la vida social y un discreto encauzamiento de la descendencia hacia un matrimonio apropiado y una buena posición: ¡no está mal como objetivo en la vida! Pero por desgracia no es suficiente sentido ni objetivo para muchos que al envejecer sólo son capaces de divisar la mengua de la vida y de percibir los antiguos ideales como empalidecidos y agotados. Sin embargo, es seguro que si estas personas hubieran llenado la copa de la vida hasta rebosar y la hubieran apurado hasta el fondo, ahora se sentirían de otra manera, pues todo lo que tenía que arder ya habría ardido, y darían la bienvenida a la tranquilidad de la vejez. Pero no debemos olvidar que hay muy pocas personas que sean artistas de la vida y que además el arte de vivir es el más refinado y singular de todas las artes: ¿quién es capaz de apurar la copa con hermosura? Hay muchos a los que les ha faltado demasiado por vivir; a menudo se trata incluso de oportunidades que no han podido vivir ni con la mejor voluntad, y así cruzan el umbral de la vejez con una exigencia no cumplida que les hace mirar maquinalmente hacia atrás.
A estas personas les resulta especialmente dañino echar la vista atrás. Para ellos sería imprescindible tener una perspectiva hacia adelante, una meta en el futuro. De ahí que todas las grandes religiones hagan sus promesas del Más Allá, su meta supraterrenal, que posibilita al mortal vivir la segunda mitad de la vida con una perseverancia en la consecución de los fines similar a la de la primera mitad. Pero por muy comprensibles que le parezcan al hombre actual los objetivos de expansión y culminación de la vida, sin embargo la idea de una continuación de la vida después de la muerte le resulta dudosa o directamente increíble. Y, no obstante, el final de la vida, es decir, la muerte, sólo puede ser un objetivo razonable cuando la vida es tan miserable que uno se alegra de que al fin cese, o cuando existe el convencimiento de que el Sol, con la misma consecuencia con la que ha ascendido hasta el mediodía, buscará también su ocaso “para alumbrar pueblos lejanos”. Pero creer se ha convertido hoy en un arte tan complicado, que especialmente a la parte instruida de la humanidad le resulta casi inaccesible. Uno se ha acostumbrado a la idea de que, en lo relativo a la inmortalidad y similares, hay toda clase de opiniones contradictorias pero ninguna prueba convincente. Puesto que la palabra clave contemporánea, con un poder de convicción imprescindible, parece ser “ciencia”, lo que se pretende es tener pruebas “científicas”. Pero los instruidos que además piensan saben perfectamente que una prueba semejante figura entre las imposibilidades filosóficas. No se puede saber absolutamente nada al respecto.
¿Me permiten añadir que, por la misma razón, tampoco se puede saber si ocurre algo después de la muerte? La respuesta es un non liquet, ni afirmativa ni negativa. No sabemos nada científicamente determinado al respecto, estamos en la misma situación que ante la pregunta de si Marte esta habitado o no. A todo esto, a los habitantes de Marte, si es que existen, no les importa nada que afirmemos o que neguemos su existencia; pueden existir o no existir. Y lo mismo ocurre con la denominada inmortalidad, con lo que podríamos archivar el problema.
Sin embargo, aquí se despierta mi consciencia médica, que tiene algo esencial que decir sobre esta cuestión. He observado con frecuencia que una vida dirigida a un fin es en general mejor, más rica y más sana que una vida sin objetivo, y que más vale avanzar con el tiempo que retroceder de espaldas al mismo. A un médico del alma le parece igual de débil y enfermizo un viejo que no puede separarse de la vida que un joven que no es capaz de organizar su vida. Pues, en efecto, muchas veces se trata de la misma codicia pueril, del mismo miedo y de la misma terquedad y obstinación en un caso y en otro. Como médico estoy convencido de que, por así decir, es más higiénico ver en la muerte un objetivo al que se debe aspirar, y que resistirse a ella es algo insano y anormal, pues deja a la segunda mitad de la vida sin su objetivo. Por eso todas las religiones que tengan un objetivo supraterrenal, desde el punto de vista de la higiene anímica, me parecen muy razonables. Si vivo en una casa sabiendo que al cabo de quince días se va a derrumbar sobre mi cabeza todas mis funciones vitales estarán perjudicadas por este pensamiento; en cambio, si me siento seguro podré vivir cómoda y normalmente en ella. Desde una perspectiva médico-psicológica sería, pues, bueno si pudiéramos pensar que la muerte sólo es una transición, una parte de un proceso vital de una magnitud y una longitud desconocidas.
Aunque la inmensa mayoría de las personas no saben para qué necesita el cuerpo sal, sin embargo todos la desean por necesidad instintiva. Lo mismo sucede con las cosas del alma. Desde tiempo inmemorial, la mayor parte de los hombres ha sentido la necesidad de perdurar. De ahí que nuestra constatación no nos sitúe aparte, sino en el centro de la gran ruta estratégica de la vida de la humanidad. Así pues, pensamos a favor de la vida, aun cuando no entendamos qué pensamos.
¿Acaso entendemos alguna vez lo que pensamos? Únicamente entendemos el pensamiento que no es más que una ecuación, de la que nunca sale más de lo que hayamos metido en ella. Ése es el intelecto. Pero más allá de él existe un pensamiento en imágenes primigenias, en símbolos que son más antiguos que el hombre histórico, innatos a él desde tiempos inmemoriales, supervivientes a todas las generaciones, eternamente vivos, que colman el trasfondo de nuestras almas. Una vida plena sólo es posible si se establece un acuerdo con ellos; la sabiduría consiste en regresar a ellos. En realidad, no se trata ni de fe ni de conocimiento, sino de la concordancia de nuestro pensamiento con las imágenes primigenias de nuestro inconsciente, que son las madres inimaginables de ese pensamiento que a su vez remueve nuestra consciencia. Y uno de estos pensamientos primigenios es la idea de una vida más allá de la muerte. La ciencia es inconmensurable con estas imágenes primigenias. Se trata de hechos irracionales, de condiciones a priori de la imaginación, que sin duda alguna son, y cuya conveniencia y justificación la ciencia sólo puede investigar a posteriori, tal y como ocurre por ejemplo con la función de la glándula tiroidea, que hasta el siglo XIX se consideraba un órgano sin el menor sentido. Las imágenes primigenias son para mí algo así como órganos anímicos y, como tales, me preocupan muchísimo; por eso me veo obligado a decirle a un paciente de cierta edad: “Su imagen de Dios o su idea de la inmortalidad está atrofiada; en consecuencia, su metabolismo anímico está fuera de quicio”. El viejo fármaco de la inmortalidad es mucho más ingenioso y profundo de lo que creíamos.
Permítanme que para terminar vuelva de nuevo al símil del Sol. Los 180 grados del arco de nuestra vida se dividen en cuatro partes. El primer cuarto oriental es la infancia, es decir, ese estado sin problemas en el que sólo somos un problema para otros, sin ser aún conscientes de la propia problemática. La problemática consciente abarca el segundo y el tercer cuartos, y en el último cuarto, en la vejez, nos sumergimos de nuevo en un estado en el que, ajenos a nuestra situación consciente, volvemos a convertimos en un problema para otros. La infancia y la vejez extrema son muy diferentes, pero tienen una cosa en común: estar sumergidas en la psique inconsciente. Puesto que el alma del niño se desarrolla a partir de lo inconsciente, su psicología, aunque complicada, es más fácil de indagar que la del anciano, que se sumerge de nuevo en lo inconsciente hasta desaparecer del todo. La infancia y la vejez son los estados sin problemas de la vida; de ahí que no los haya tomado aquí en consideración.
Carl Gustav Jung, 1930